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La lluvia mantuvo a raya a las decurias de pájaros incrustados en el follaje de los árboles desde el momento en que San Pablo de los Sarapes fue sitiado por cientos de nubes como brotadas de los mofles de camiones guajoloteros.

Las aves y los demás animales del lugar huyeron a sus escondrijos nada más con ver la proyección violenta de las primeras gotas gordas, que dejaron cacariza como cachete de luna a la tierra seca de las veredas y los cerros.

Después vendría un aguacero tan despiadado, que hasta el padre Nacho Cristóbal fue sorprendido por un miedo primitivo que ya reptaba por entre los charcos y las piedras como anfisbena lasciva, pues parecía que San Pablo de los Sarapes había sido elegido por el sino para calibrar el alcance de un nuevo diluvio que por segunda vez purgara del pecado al mundo de los hombres y las bestias.

Nacho Cristóbal se despojó del escapulario con todo y el cristo de oro pendiente de su cuello estriado, y se arrodilló con humildad al prender las velas que derramarían su luz mortecina en la estancia. Luego atrancó las ventanas de su cuartito adosado a la iglesia del santo patrono para que no las arrancaran de sus quicios los latigazos del agua embravecida.

Así fue como iniciaría la monodia de sus rezos sin importarle la aspereza del piso de cemento crudo, o los calosfríos que trepaban por su espalda gafada o sus extremidades temblorosas a tono con su rostro amansado por las arrugas.

Pero no temía por la amenaza de la crecida del río Jaibo que restringía el sitio como los pozos de cocodrilos a los castillos del Medioevo, sino por la inminente destrucción de las milpas que apenas brotaban de unos surcos rejegos, cargadas con sus elotitos tiernos.

Sus ochenta y cuatro años le bastaban para prever los estragos en las cosechas por los delirios de los elementos. Además sabía de la fermentación de un fatalismo instintivo entre los habitantes de San Pablo de los Sarapes cuando los campos eran arrasados por las tormentas.

Un rayo marcó el cielo encapotado con una raja tortuosa y ramificada como yerba divina, y el estruendo de su estallido cimbró los cimientos mismos de la iglesia construida hacía un siglo con bastos bloques de adobe apenas embarrados de una argamasa incapaz de resguardar sobre su piel calcárea las pinturas piadosas de unos santos desmesurados.

Nacho Cristóbal estrujó con más fuerza su reliquia sobre el pecho y levantó los ojos hacia el cielo oscurecido por la fuga precavida del sol. Fue entonces cuando escuchó unos golpes briosos a la puerta de madera de su tabuco.

Suspendió su cauda de plegarias y casi por inercia separó las manos y aguzó la oreja ornada con un trozo de pelos de algodón.

No pasó mucho para que retornaran los impactos diluidos con las cascadas de piedra y lodo que ya descendían del cerro aledaño. De manera que el viejo se incorporó lo más rápido que le permitían sus achaques y acudió a descorrer el tranco deslucido de la puerta.

Al abrir se encontró con la figura menuda de un niño ensopado, y no pensó en la imposibilidad de que el pequeño hubiera sido el que tocara con tal energía; así que lo hizo entrar después de invocar al Señor y a la Virgen Santísima.

Pero el niño no tiritaba ni contraía los cachetes por el llanto, sino que sonreía como si estuviera muy divertido. Para entonces Nacho Cristóbal tenía los oídos embotados por un zumbido que atribuyó a una de las múltiples dolencias enquistadas en sus huesos; y de igual modo se le había adormecido la parte de la cabeza donde se engarza la razón.

Por eso no se extrañó de que el niño le pidiera frijoles y tortillas para aplacar “el hambre canija que no me deja”, de modo que se enfiló hacia una estufita de petróleo donde hacía rato que ya se cocían los frijoles que borboteaban en una olla de barro sin orejas.

Tomó un plato de orillas derruidas y vació una cucharada de frijoles gordos. Después sujetó dos tortillas maltrechas de una canastita para depositarlas sobre la flama dócil que les formó manchas de carbón.

Se dirigió a su visitante y descubrió que se hallaba más entretenido en trabarse los dedos con la vista atenta de las sombras que se posaban como pájaros aburridos en una pared desconchada.

Depositó el plato y las tortillas en la mesa y se dio un golpe en la frente al acordarse de algo, de modo que se encaminó hacia una cubeta con trastos en el mero rincón.

Retornó con una cuchara despostillada, y se sorprendió de ver al niño entrándole con ganas a su comida mediante cucuruchos de tortilla, hasta terminar con todo y empinarse el caldo restante que le escurrió por las comisuras.

El niño se pasó el brazo por la boca sonriente y de golpe cesó la lluvia replegada como animal enfermo. De manera que sólo persistió un viento desganado de lo que fuera una auténtica tempestad.

Entonces el pequeño giró el rostro ahora majestuoso hacia Nacho Cristóbal, quien se hincó al descubrir el despliegue tímido de unas alas de seda, por lo que se cubrió los ojos insípidos como injertos en el rostro demudado por la emoción.

El ángel posó sus manos cálidas en la frente de Nacho Cristóbal y musitó algo con su voz apacible. Luego los oídos del hombre percibieron otra vez los sonidos naturales del mundo.

Nacho Cristóbal irguió el rostro demacrado y descubrió que estaba solo, pues nada más quedaban sobre la mesa el plato y algunos residuos de los frijoles que llenaran la panza del travieso angelito.

Texto agregado el 13-04-2014, y leído por 297 visitantes. (11 votos)


Lectores Opinan
17-04-2014 Es un cuento con todos los ingredientes de las creencias y cotidianidad de una región. Me ha gustado. elpinero
16-04-2014 UMBRIO me aclaró (modesto él, que se aparta) que tú y Zepol eran lo mejor de la página. En cuanto a ti, concuerdo. A Zepol no lo encuentro por ningún lado. ¡Qué pena! Aplausos por tu texto. gimaf
15-04-2014 ¡Ah qué buen cuento! Es un despliegue de virtuosismo en la construcción de escenas. Tu estilo me tiene cautivado. Un abrazo. umbrio
13-04-2014 Excelente historia lopecito
13-04-2014 La bondad atrae cosas buenas y,a veces milagrosas.Una bella historia y bien contada.UN ABRAZO. GAFER
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