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Bajé del taxi en una calle obturada frente al templo de Zeus en Atenas y me dirigí hacia la casa de mi amigo Doménico Agathés, oyendo los bocinazos y las imprecaciones “en griego raquítico” de los conductores que asomaban los rostros congestionados tras las ventanillas para maldecir el caos vial.

Avancé a paso forzado, pues aún me intrigaba la grabación que realicé en el celular una semana antes en Creta, en un remolque como laboratorio improvisado donde se hacinaban restos de esculturas aqueas y algunos animales atrapados a la mala durante las excavaciones en busca de los vestigios del mitológico laberinto de Minos.

Todavía recordaba los hechos recientes en Grecia: el descubrimiento de los manuscritos de Tokón el Animal y mi experiencia casi mística en Micenas merced al menjurje amargo que me facilitó mi amigo José María Hesíodo. Por eso intuí que no me sorprenderían las revelaciones de Doménico al analizar “aquello” que guardaba en el teléfono.

Los eventos de los días previos incluso me hacían sonreír con un regusto irónico, pues aún me asombraba en qué devinieron las excavaciones patrocinadas por Dimitri Talashnikós, un sujeto capaz de soltar millones de dólares por lienzos con viles rectángulos de Rothko.

Ocurrió que fui enviado a Creta por la revista que me pagaba el viaje a Medio Oriente, y después recibí la consigna de entrevistar al anciano arqueólogo en jefe Abdul Ibrahim y al escurridizo Dimitri Talashnikós, a quien apenas le arranqué unos monosílabos antes de que el junior abordara el helicóptero custodiado por dos trolls con lentes oscuros y gestos de esfinges redivivas de Alaca Hüyük.

Pero mi recorrido por las ruinas incrustadas como cuñas en el suelo erosionado tomaría un sesgo distinto a causa del incidente por el cual el propio Abdul Ibrahim mandó al carámbano su escrutinio de algunas piezas desvaídas de cerámica.

Pasó que durante mi tercer día en Creta fui despertado por un colega y no tuve miramientos para hacer a un lado a una azafata siria que se ovilló refunfuñando; de manera que me desprendí de las sábanas para vestirme y salir de aquella tienda de campaña polvorienta igual que las otras.

Así fue como instantes después llegué ante colegas desmañados con las bocas exudando vahos fulminantes; todos ante medio clan de científicos ajados junto a un espécimen del tamaño de un flaco xoloizcuintli albino.

El equipo de seguridad aún se retorcía en el noveno sueño, así que los arqueólogos y científicos fueron rebasados por la avidez de los camarógrafos que activaban las cámaras con enjundia.

Yo conseguí colarme entre aquel mare mágnum hasta un desaliñado Abdul Ibrahim, y me las arreglé para librar los centímetros que me separaban del animal que boqueaba como puto pescado, al que más tarde bautizaron: “La Creatura de Ibrahim”. Acerqué furtivamente el celular con el que grabé casi un cuarto de hora hasta que se interpuso una mujer irascible como la Medusa, quien casi me arrebató el teléfono que escondí con reflejos de gato del Namib en mi saco arrugado.

De hecho apenas y reparé en los balbuceos de Abdul Ibrahim horas después en su tienda. Y me resigné al registro doméstico que hice en mi aparato ante los despropósitos de los investigadores que impedían a piedra y lodo la salida de cualquier información.

Después partí hacia Atenas, y en mi mente aún descollaban las escenas registradas sólo por la televisión cretense sobre el animal que se crispaba por última vez antes de quedarse quieto y de “secarse” en cuestión de minutos cual momia tebana.

Pero lo que en realidad me privó del sueño fueron las secuencias plasmadas en el celular, de las cuales realicé una copia conservada en una memoria USB colgada de mi cuello como Dante hubiera hecho con el relicario de Beatriz.


Llegué al cubil de Doménico luego de sortear el tráfico estancado al bajar del taxi, y no me sorprendí de su rostro de chayote ni de que estuviera en pijama y chanclas con los cabellos zarandeados por alguna graya con menopausia; sino por su gesto de júbilo al ver al tipo con quien se emborrachara años antes hasta asumir la destreza volitiva de las patatas.

Doménico atemperó su entusiasmo y me ofreció un desayuno aparatoso luego del cual fui al grano para pedirle que “le echara un ojo” a lo que le mostraría. Él percibió mi semblante grave y se limpió la boca con dos pases quirúrgicos de la servilleta, restregándose las puntas de los dedos en el pijama. Después me condujo hasta un estudio donde me ayudó a conectar el teléfono del cual emergieron poco después los catorce minutos y nueve segundos exactos de unas imágenes ante las cuales se dejó caer en su asiento blasfemando en las cuatro lenguas arcaicas que dominaba.

Yo no me pasmé ante la visión del animal tembloroso y esquivo ante el barullo reciente junto al inquieto Abdul Ibrahim de pelos amotinados; tampoco me impactó su figura encogida ni su piel transparente de geco leopardo.

Lo que sí me obligó a soltar una imprecación fue el instante en que un trémulo Doménico señalaba unas protuberancias derruidas en las sienes del ente aquel de ojos sellados y rostro bovino; y sobre todo cuando Doménico volteó el rostro pálido hacia mí, con el gesto de súplica de algún mártir calado por el Greco: “¡Dios Bendito! ¿De dónde sacaron esta cosa, mi hermano?”

Aún sin entender, expuse los antecedentes del descubrimiento en pocas frases, hasta que Doménico retrocedió la grabación y musitó: “No está ‘boqueando como puto pescado’, brother. El cabrón está hablando…”

Entonces sentí mis piernas como de molusco y me cubrí la boca que dejé abierta hasta que mis ojos desorbitados se retrajeron en sus huecos.

Luego de varios minutos al fin pude ponerle atención a Doménico, quien retrasó el video y manipuló el ordenador para depurar el sonido hasta un registro THX con el cual atestigüé el flujo de palabras ancestrales de un anciano.


Tiempo más tarde salí del departamento, recorriendo las calles tumultuosas de Atenas bajo un sol despiadado. Y entonces recordé en ralentí a Doménico al traducir las palabras de la Creatura aquella desaparecida para siempre del mundo de los hombres.

Aquel Ser aludía a la era legendaria en que aún disponía de su vigor y su poder, recluido en un laberinto donde acabó herido por algún hoplita hediondo a furia y sudor. También mencionó su huida a las entrañas de la tierra para asumir un letargo escandido por su deglución de raíces, insectos y roedores. Y narró su percepción de los pálpitos apaciguados de un tiempo indigno que le atrofió los ojos, derruyéndole hasta los fundamentos sus gloriosos cuernos de toro.

Texto agregado el 05-06-2014, y leído por 252 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
10-06-2014 tanto durar ese bicharraco mijo oiga, y pa decir tan poca cosita.- fafner
07-06-2014 No había visto que tenías otro cuento y de calidad incomparable. Es increíble tu capacidad para crear, para darle ese sesgo místico tan tuyo. El estilo es inconfundible. Un abrazo. umbrio
 
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