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CAPÍTULOS II Y III, DEL CUENTO ENTRE LA PIEDRA Y EL ARCOIRIS.


II-HUIDA

Corre con desesperación y su rostro no deja duda de la angustia que trae encima. En estas condiciones el corazón casi alcanza el grado de músculo pensante, quiere salir del cuerpo que lo carga, quiere escapar para convertirse en un ser independiente al resto de órganos y sistemas antes de verse en la necesidad de detener su marcha.
Los pasos presurosos van aplastando la yerba y el movimiento torpe de las extremidades lo hacen tropezar con demasiada frecuencia. Parece que cada rama y cada piedra es la pierna de algún terco empeñado en meterle zancadilla para evitar la huida, y luego está la parte del camino lleno de hoyancos multiplicados como cacarizos en un rostro con secuelas de viruela.
La respiración de Jorge está a punto de perder el aliento y siente que algo de su cerebro se diluye en el sudor que resbala por la frente porque la mente hace todo para liberarse del cansancio y la angustia que lleva adherida. Y el corazón, que momentos antes mereció un largo capítulo introductorio, va a explotar por la exigencia de las circunstancias ¿qué habría sido de él si no estuviese dentro de un organismo joven y además sano?

Cae una y otra vez y el terreno le desgarra las pobres manos sometidas a consistente tormento. Aunque el dolor debe ser intenso, el torrente sanguíneo saturado de adrenalina lo hace olvidarse de las heridas y del dolor porque toda la atención de Jorge está puesta en la huida, así que su miedo, atizado por la sustancia que el mismo cuerpo inyecta, lo levanta y hecha a correr de nuevo, y más veloz que antes porque Jorge ha perdido la noción de que lo imposible es infinitamente más que lo improbable y alcanzar el horizonte parece haberse convertido en la obsesiva meta a la que cree poder arribar.
Con el pantalón en jirones, con la camisa convertida en trapo mugriento en el que las manos entumidas se han ido limpiado la mezcla heterogénea de lodo y sangre, el sudor es un mal menor, sin embargo, no ha dejado de hacer lo propio empapándole de tal manera que habrá quien piense que el cielo tramó soltar sobre él la carga completa de una lluvia acumulada; las ramas arrancadas por el furioso ventarrón le lanzan hojas hacia el rostro, Jorge las siente, pero ni escucha su crujir, menos el zumbar. El silencio le abruma en este atardecer que conforme madura y se vuelve noche, parece ir donándole cada uno de sus acordes al sol vespertino que agoniza tiñendo la distancia con su anaranjado nostálgico. Ni el exhalar del viento que jala con friega machacona el pabellón de sus orejas es sonido que el oído logre capturar porque la naturaleza perdió la voz y ahora es muda, y si acaso grita, será un grito congelado por el miedo entre los agitados pasos y la respiración extenuada. Todo se percibe como una pesadilla, o un delirio salido de alguna fiebre exacerbada, pero la angustia que a Jorge le ronda es tan de este mundo, como el presentimiento de que aquello que le acecha es muy de otro, por eso sigue huyendo sin entender de qué y con la sobrecogedora certeza de saber por qué.


III-JORGE

Apresurado y sin haber terminado de atarle la agujeta al segundo zapato bajó corriendo la escalera hasta el comedor, faltó poco para que derribara a Sara que cargaba el plato con el desayuno.

¡Hijo ten más cuidado!
Gritó en tono socarrón más que de reclamo.
¡Sí mamá perdóname!
Fue la disculpa recurrente de Jorge utilizada para aliviar los nervios crispados luego de poner las cosas al borde de esos pequeños desastres.
_¡Se me hace tarde, “El Chepo” y Darío han de estar esperándome en el parque!

Su apresuramiento lo lleva a atragantarse con cada bocado y finalmente termina comiendo a medias, eso sí, antes de ser sometido para dar fin al alimento, saltó ágilmente de la silla dirigiéndose hacia la salida. De un tirón descuelga su vieja y descolorida mochila que le espera como siempre enganchada al perchero, allí junto a la puerta y, sin dar tiempo al intercambio de besos y apapachos con los que su madre acostumbra despedirlo (y que Jorge rehuye cuanto puede, procurando que a ella el desplante no le duela demasiado), apura el paso mientras grita ¡Ya me voy ma! Sara, boquiabierta, hace como si se despidiera de él porque Jorge un momento antes dejó temblando la casa con el portazo.
Aquella mochila que fue echada al hombro con movimiento tan brusco, se mantuvo apenas sujeta a las correas bastante raídas, era su amuleto y compañera inseparable en sus aventuras, y no había razón o pretexto suficiente para conseguir que Jorge pensara en cambiarla.

Jorge es todavía un niño que va entrando a la adolescencia con el cuerpo suscrito por un cúmulo de cicatrices que muestra cual páginas de un libro, porque los accidentes lo siguen como elemento inconcuso de su osadía y puede intuirse la historia tremebunda de su impronta. Los moretones, descalabros y raspones son trofeos que Jorge luce con orgullo; al hacer mofa de sí frente a los amigos exalta esa cualidad, la que en otros es muestra de irresponsabilidad, en él es audacia, y al correr riesgos que los demás rehuyen empieza a tejer el carácter del adulto que luego escribirá su nombre en la lista de los intrépidos imprescindibles que este mundo irá necesitando.
De imaginación aguda todo a su alrededor parece provenir de un cuento de trama maravillosa, y si bien es cierto que su vida no desborda miel, está muy lejos de conocer la pena, pero de vez en cuando piensa en todos esos otros niños para los que las historias son mucho menos dulces, más bien tiene la sensación de que hay historias de transcurrir lastimosamente amargo.
En sus manos un palo común deja de ser corriente porque se ha vuelto espada, varita mágica o bastón, entonces su condición de trozo de madera se pierde porque ha trascendido en la escala evolutiva de las cosas. Y en esta extraña mutación de la materia, ahora animada por la imaginación del niño, una caja será auto, más adelante nave espacial o parte del cuerpo de un robot con alma de cartón, pero jamás una caja con la exigua tarea de contener a las víctimas del desuso. Entonces, no resulta raro saber que sus colecciones de piedras, monedas, canicas o lo que la ocurrencia entrevea livianamente coleccionable, yacen celosamente resguardadas en cofres y bóvedas secretas. El montón de cajas desparramadas por cualquier rincón de la casa alcanzaron esa categoría.
Más pequeño, cuando las ocurrencias no habían caído de la gracia de las maestras y faltar a clase no repercutía grandemente en su aprovechamiento, viajaba con Agustín a lugares mágicos de los que absorbía todo lo que sus sentidos fuesen capaces de retener y de interpretar. En aquellos momentos, su padre era el mejor maestro que cualquier estudiante deseara tener, después de todo, el conocimiento es más rico por experiencia directa que solo descrita en los libros o platicada por un profesor poco entusiasta en el salón de clases. Se sabía el aprendiz, el brazo derecho de aquel hombre cariñoso de paciencia ilimitada. Este ser al que le correspondió el honor de tenerlo como hijo, poseía el espíritu del aventurero de cuento al que le disgusta la inmovilidad. No seguía rutinas, por eso el movimiento era su mejor estado y cualesquier sitio su mejor lugar. Conocía lo suficiente, que siempre es lo necesario, del desierto, de la selva, la ciudad o la montaña, y cuando Jorge dejó de acompañarlo, hay que decir que no por escasez de ganas para seguir haciéndolo, un poco, tal vez, porque los permisos en la escuela encontraron más obstáculos que de costumbre, pero más que nada porque esos viajes se volvieron un misterio, un secreto hasta para él, acarreaba objetos tan diversos e interesantes que a su llegada los obsequiaba a Jorge con el entusiasmo de un chiquillo, y éste los asumía como pequeñas partes de sí mismo porque con el tiempo se volvían recuerdos entrañables; cada cual tenía una historia guardada que volvía más rica su propia historia personal, por ello eran cuidados con cierta devoción.
Semillas, hojas de plantas, piedras de colores con formas y texturas extrañas, pedazos de corteza de árboles, algunos con surcos semejando arrugas, otros con vetas simulando rostros, eran oro arrancado al apetito insaciable del moho.
Su faceta de anticuario lo llevó muchas veces hasta los tiraderos de metales desahuciados desparramados por los rumbos más inhóspitos de las ciudades, buscando aquí, allá, cualquier cosa que pudiera contar una historia interesante o que al menos propusiera el motivo para imaginarla. Fue una de esas ocasiones en que, quizás exagerando la sorpresa, descubrió la vieja cerradura que ahora ostentaba el cofrecito donde los recuerdos más preciados de Jorge son cultivados.
Y así, como esa cerradura desarraigada de su portón tras el que se resguardaron tantas intimidades ajenas, yacían muchas otras cosas destinadas a desaparecer carcomidas por la herrumbre que la reluciente modernidad les iba acumulando con ganas de encubrir su pasado; a veces, en el mejor de los casos dado el valor de su sustancia, salían de la miseria para alcanzar la nobleza de verse transformadas en alguna pieza indispensable de otro bien fúlgidamente actualizado.
No es precisamente que Agustín levantara un monumento a la obsolescencia, o que su hogar fuese último refugio de lo inútil. No, es que aquel montón de objetos, que habiendo brindado en el pasado un leal servicio, y ahora era desecho de la urbe que todo lo devora y defeca, seguía reclamando un lugar como parte imprescindible de los recuerdos. Cualquiera podría tomarlas como simples chucherías sacadas de la basura, pero para Jorge y su padre la valía estaba en su significado, eran los eslabones de una cadena de afecto en la relación estrecha de un padre con su hijo.
Como dijimos antes, aquello enriquecía las colecciones de Jorge, pero cuando contempla esa pieza tan especial que abre el arcón de sus recuerdos, comienza la danza de palomillas que hacen de su estómago el órgano de las desazones, y mientras más la mira, más vuelcos da el abdomen obligándole a vislumbrar su realidad con un dejo de tristeza.
Sucedió una madrugada, la que llegó con el año recién parido cargado de presagios, en que el aire se sintió fresco, más aún que el que ya se sentía por el invierno, Jorge recordó a su padre estrujando el diario con emoción y la mirada exultante mientras leía: “Rebelión indígena”, gritaba el encabezado en la primera plana, de caracteres tan grandes que creyó por un momento iban a rebosar la página desparramando tinta hasta sus pies descalzos.
O tal vez le impresionó lo que simbolizaba sin intuir lo que en el futuro cercano significaría.

Agustín comprendía la vida de los marginados porque creció en un barrio de obreros, entre el lodazal de los veranos lluviosos y las polvaredas de los otoños. Los años de la preparatoria acrecentaron su apego, sintiendo como muchos, el deseo de hacer algo más por aquellos que aspiran a empezar a vivir, esos que fueron paridos en la base de una pirámide que la sociedad construyó con una pendiente suficientemente inclinada como para que nadie pudiera ascender. Esta frase la usaba como cliché, de alguien que se siente revolucionario nada más de enfrascarse en una discusión política de café, pero no le faltaba convicción, y afirmaba, con la mirada hundida en un lugar indefinible y la voz tan grave que parecía la de un desconocido: “Las causas de los pobres serán siempre justas. La miseria es un perro hambriento alimentándose de la injusticia”.
Entonces llegó el día aquel, con la suficiente madurez a cuestas que los años de andanza le dejaron y la certeza de sus pensamientos, en que echó el bulto al hombro y se marchó acompañado del buen ánimo que le arrimaba la esperanza y una fe emancipada del dogma que le imbuía el pecho de gozo.
Antes de partir, dijo a Jorge con la solemnidad que los padres acostumbran mostrar al momento de dar un consejo para que los hijos lo asuman como máxima irrevocable:
“Que el mundo no gire alrededor tuyo, ni sobre tu cabeza, ni bajo tus pies, busca ser parte de su impulso y luego gira con él”.
Y con susurro tierno a manera de ruego le pidió mantener su espíritu fuerte con estudio y mucho trabajo, y el encargo más especial: cuidar de su madre ayudándola en todo, proposición esta innecesaria, pues a Jorge no le faltaba disposición cuando de ayudar a su madre se trataba.
Mirando por la ventana los rostros inexpresivos y grises de las casas del barrio, ya al final de su efímera melancolía, pensó: “nunca me dijo que debía de ser obediente”. Y es que para Agustín aquella palabra significaba el límite de su libertad, la de su hijo y la de cualquier ser humano, porque “el acto de obedecer, desde el ángulo que se le quiera ver”…, decía, “lleva adherido el tufillo ácido de la sumisión”.

Sara era una mujer joven y trabajadora incansable. La responsabilidad para con la salud de sus pacientes fue el compromiso asumido como causa personal, por eso las largas horas en el hospital volvían insufrible la tardanza con la que tenía que regresar a casa. Así pasó que Jorge, siendo todavía un pequeño de siete años y forzado por la necesidad, empezara a inventar sus propias recetas de cocina y a rodearse de singulares personajes imaginarios con los que compartía sus solitarios momentos. Ocasionalmente, la abuela materna llegaba con las mejores intenciones de acompañarlo pero los achaques y el cansancio que la edad ya le estaba cobrando al cuerpo terminaron por impedírselo.

Agustín y Sara se conocieron en la escuela preparatoria y desde allí esbozaron juntos los primeros trazos de una rebeldía que Agustín asumiría como su bien más valioso. Pero en la vorágine de la metamorfosis, a punto de dejar atrás la adolescencia, la pareja se encontró cargando un equipaje inesperado, los alcanzó la adultez probablemente antes de lo que hubieran imaginado, así que lo asumieron con algo de duda y temor, y sin embargo, anhelando convertirlo en el mejor futuro posible. Se subieron al carro de la vida adulta llevando en el regazo a este pequeño ser que en una combinación maravillosamente equilibrada de cualidades y defectos físicos iguales a los suyos, les regalaba todos los días una sonrisa de miel que endulzaba su más amarga tarde y una mirada que les escondía el cansancio. Bueno, habrá que decir también que les obsequió noches hipnóticamente largas.
En lo inevitable de aquella circunstancia, asumieron sin entenderlo del todo la urgencia de vivir juntos antes que la universidad los acogiera. Agustín nunca vio cumplido el objetivo de graduarse pero no fue obstáculo para seguir aprendiendo en la práctica las leyes que unen a los seres humanos y los convierten en seres sociales; y aprehendió que hay otras leyes que lo atan y lo someten, por ello llevaba el sabor amargo de la inquina, sentimiento volcado contra todo lo que fuera injusto. Por eso quiso compartir lo que sabía, que no era mucho según él mismo decía, con la gente de los barrios marginados y los campesinos más pobres. Sabía que al final la retribución llegaría colmada del vasto conocimiento acumulado, a lo largo de toda la vida, por gente erudita del quehacer cotidiano, maestra en el diario trabajo de sobrevivir.

Sara, por otra parte, se exigió tanto que aun durante el embarazo y en medio de la lactancia del retoño no dio tregua, y con perseverancia indomable siguió hasta ver colgado en un marco esplendoroso el título que anunciaba su logro: “médico cirujano”.
Lejos de la arrogancia que bien pudo haberle sembrado este triunfo, el papel le recordaba otra cosa más cercana a sus convicciones: el inicio de una etapa de esfuerzo mayor en la que tendría que derramar los conocimientos con la pasión y el compromiso de los que se sabía capaz.
¡Cómo era admirada por su hijo!, pues además de ser sumamente responsable en el trabajo, procuraba llenarlo de amor en esos escasos momentos que siendo tan pequeños para el reloj, eran eternos para Jorge, porque sólo ella conocía la magia de volverlos perdurables.
Jorge disfrutaba muchísimo correr a esconderse en cualquier parte al escuchar los pasos, justo antes de ver a su mamá cruzar el umbral de la puerta, y él, emocionado al límite, esperando con ansioso enmudecimiento a ser descubierto. Siempre encontraba las palabras exactas, los gestos precisos, las caricias necesarias para su único hijo, al que le brindó todo el esfuerzo en el momento mismo de presentir que el cuerpo suyo tenía compañía, ahora latían dos corazones en él y a partir de entonces le alimentaría con su sangre…, ante todo con su espíritu. Había vertido en Jorge la felicidad con la que ella vivía, muy a pesar de esos pesares que indefectiblemente deja en la orilla de cada quien la corriente de penas. Ahora mismo, la dolorosa lejanía de su compañero al que añoraba tanto era una de ellas.
Así, Jorge se consideraba un niño querido, aunque no del todo afortunado; cerca de una madre comprensiva y cariñosa dedicada a curar las dolencias físicas de los demás, obvio es que las suyas también, y lejos de su padre preocupado por ayudar a resolver las dolencias sociales de otros. Otros por los que Jorge sentía simpatía, a lo mejor cierta lástima, no sabía bien cómo lidiar con esos sentimientos confusos para su entender y que a veces terminaban mezclados con el enojo por ese inexplicable vínculo que estrechaba la conciencia de su padre con la de aquella gente. Entonces, inevitable, surgía la pregunta desde un corazón raras veces en penumbra ¿Por qué papá no nos llevó con él?
Al final, cuando su pequeña cabecita dejó de dar vueltas, soltó el aliento contenido tras el largo suspiro y continuó su camino al encuentro de sus dos amigos.

Texto agregado el 05-08-2014, y leído por 164 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
11-08-2014 Leído, pero haré el comentario en el capítulo final de la obra. Un abrazo. SOFIAMA
09-08-2014 Me gusta mucho tu forma de narrar,de envolver al lector. A veces creemos que los textos largos van a ser aburridos;pero en este caso no sucede,uno quiere ir descubriendo a que se llegará. Me gusta Jorge,con esa vitalidad que asusta ***** Victoria 6236013
05-08-2014 Una historia bien narrada. Un lenguaje cargado de tecnicismos, fluye muy bien, ameno y con un final esperanzador. !Muy bueno! Un saludo afectuoso. NINI
05-08-2014 Capítulo III. Me simpatiza Jorge y el saber de Agustin y Sara le da tintes muy humanos a la historia. Seguimos... Cinco aullidos expectantes yar
05-08-2014 Capítulo II. Brillante inicio amigo, casi me resbalo o tropiezo con una rama en mi loca huida. yar
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