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El espantamoscas.

María remueve la sopa con una cuchara de palo y cata del punto de sal. Añade una pizca y remueve de nuevo chupando del vientre flácido y con holgura que le dieron sus dos hijos al parir.
Los baldosines blancos de la cocina chorrean lágrimas con aroma a codillo y a rodilla. El puchero escupe humo entrelazado que se rompe cuando se estampa contra el techo ajado de la cocina.
María tararea una canción y mete la mano en la alacena. A veces, parece olvidar que el reúma le ha carcomido los huesos de los dedos y actúa como si el dolor no fuese impeditivo; luego hace memoria y se vuelve prudente, porque si el dedo se le queda enganchado, tendrá que pedirle a su hijo que lo devuelva a su sitio y no dispone de tiempo para perderlo.
En dos partidas, extrae de la alacena cuatro platos hondos que dispone sobre la mesa a mantel. Remueve de nuevo la sopa y baja la intensidad del fuego que ha tiznado de negro los desconchones del puchero.
Isabel irrumpe en la cocina dando pequeños brincos. Su pelo lacio desciende como una cascada de humo negro por debajo de la pretenciosa cintura que le brinda la adolescencia.
Los médicos dijeron que la velocidad de su mente estaba algo por debajo de lo normal respecto de una niña de su edad. Por eso aun cree que los niños vienen de París y no finiquita la relación esa tan especial que mantiene con su amiga invisible.

-Niña ¿dónde está tu hermano?
-En su cuarto, haciendo de romano.
-Pues dile que venga porque la sopa ya está lista.

La niña sonríe con entusiasmo y corre a buscar a su hermano entre brinco y carrerilla. A la que se aleja tras la esquina del luengo pasillo, María se ajusta el delantal, y se lava las manos bajo el caudal del grifo; luego mira de reojo la ventana y bufa con enfado porque las moscas ya se han aposentado sobre la deshilachada cuerda verde de la persiana enrollable.
Marcos viene refunfuñando por el pasillo. Estaba a punto de terminar su actuación cuando su hermana abrió la puerta de golpe y le pilló dándole un beso a la imagen que el espejo se empeña en devolverle de sí mismo.

-¿A quién besabas, Marcos?-le pregunta la niña, esbozando una sonrisa burlona que desata en su hermano un gesto de ira contenida.
-A la mujer del César.
-¿Y por qué la besas, si está casada con César?
-Asuntos de Estado. Tú no lo entenderías.
-¿Mañana podrías hacer de Quevedo para mi?
-Claro. Es para el examen ¿no?
-Si. Esta mañana la señorita nos ha hablado de él, pero yo no le he prestado atención porque estaba demasiado ocupada pensando en cómo contarle a mamá lo de mi regla. ¿Y si se enfada conmigo?

Marcos acaricia la cabeza de su hermana y suspira esperanzado soñando con poder sacarla algún día de allí.
Tiene diecisiete años. Así alcance la mayoría de edad, cogerá un tren y se apuntará a la Academia de bellas artes para afianzar su pasión por el teatro. Y toda vez que haya logrado labrarse un porvenir, regresará a por su hermana y cuidará de ella y de su amiga invisible.
Cuando irrumpen en la cocina, María reprende la tardanza de sus hijos con ojos tediosos.

-Aligerad, que vuestro padre está a punto de venir y "estas" ya están preparadas para arruinarle la cena. Isabel, siéntate a la mesa, y tú Marcos, a lo tuyo.

Isabel obedece y se sienta frente a la mesa en el orden de siempre. Marcos se queda de pie junto a una silla vacía y calienta los brazos para que no se le anquilosen después con el esfuerzo.
María deposita una sopera de cerámica en el centro de la mesa y llena una jarra de agua del grifo que ubica a la derecha de un plato hondo; después le echa un ojo al reloj de la pared y estira los labios para ofrecerle a su marido la sonrisa de todas las noches a la hora de la cena.
Los pasos del hombre se arrastran por el miserable jardín. El perro de Isabel ladra desde el interior de su caseta cada vez que le ve de venir, pero él no se molesta y hace como que no le escucha. Camina despacio, con la mirada perdida.
María sirve la sopa hirviendo y Marcos se tapa la nariz para evitar el hedor que ha comenzado a invadir el aire.
El hombre abre la puerta trasera de la cocina y se adentra en ella. Se detiene para recuperar el aliento postizo y reemprende la marcha para sentarse a la mesa.
Un escuadrón de moscas se abalanza en picado contra el recién llegado y Marcos agita los brazos con fuerza para espantarlas.
Nadie habla. La niña sorbe de su cuchara, sonríe a su padre y escupe fideos gordos por la boca.

-Guarda cuidado, Joaquín, no vayas a quemarte.

Joaquín desatiende los consejos de su esposa porque tanto le da quemarse la lengua. Él tiene frío. Incluso en verano, el frío le cala los huesos, y la sopa hace que se le temple el cuerpo, aunque sea por un breve espacio de tiempo.
A Marcos le duelen los brazos. Por más que los agita, no da a basto. Son más listas que el hambre y saben cómo torear sus sacudidas para alcanzar el objetivo.
Son demasiadas. Cada día, peor. Las hay por cientos, por miles. Y cada tarde, meditan la forma de trampear a Marcos, aguardando con paciencia la llegada del singular patriarca.
Una veintena de cresas ha conseguido plantarse en la espalda de Joaquín y caminan en dirección al músculo putrefacto para saborear de sus fluidos, pero María, que está al tanto de todo, consigue desterrarlas del lugar con un estruendoso golpe de cuchara.

-¡Marcos, pon más cuidado, que están molestando a tu padre!

Se irá. Así cumpla los dieciocho, cogerá un tren y se irá. Lo suyo es el teatro. Y las moscas, que las espante Rita.

Joaquín repite plato y cuando termina, eructa. María le pasa una servilleta por la boca y vuelve a sonreírle cuando hace el intento por ponerse en pie. A la tercera, el hombre se yergue y desanda el pequeño camino que lleva de la cocina al jardín.
Marcos le va a la zaga, sacudiendo los brazos para espantarle las moscas y mordiéndose la lengua por no hacer de su capa un sayo.
Isabel despide a su padre con la mano, y María aprieta los ojos para deshacerse de las lágrimas.

-Hasta mañana, cariño. Que descanses.

Pero sabe que no descansará. No mientras ella prepare de esa sopa que a él tanto le gustaba en vida. Él siempre decía que esa sopa resucitaba a un muerto. Y tenía razón. Vaya si la tenía.
Ella no se resigna a perderlo del todo, y aunque esté muerto y duerma bajo la tierra del jardín, sabe que podrá verlo cada noche. Y ya no es sólo por lo mucho que le quiere, sino porque le gusta de ver a su familia unida cada noche a la hora de la cena.
Las moscas regresan a la cuerda enrollable de la persiana. De cuándo en vez, agitan las alas y maquinan entre ellas. Mañana tratarán de introducirse a través de los orificios nasales del muerto, pero si Marcos se empeña en obstaculizar sus planes, pedirán refuerzos y sé lo comerán a él primero.
Isabel sale de la cocina dando brincos. Su amiga invisible la espera para darle caza al grillo que no las deja dormir por las noches.
María recoge la mesa, abre las ventanas para que el hedor abandone las estancias y limpia la silla que su marido ha dejado manchada de sangre coagulada y de tierra de sepultura.
Marcos cierra la puerta de su dormitorio y prosigue con su actuación. De aquí a un año, habrá alcanzado la mayoría de edad y podrá dedicarse al teatro profesional. Después comprará una casa y regresará a por su hermana para llevársela con él.
Y en cuanto a las moscas, que las espante Rita.



Texto agregado el 03-09-2014, y leído por 189 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
03-09-2014 Una narrativa madura, se nota el oficio para describir los detalles profusos. Hay la intención de mostrar los que se cuenta y no la simpleza de decirlo. Te felicito. Un abrazo. umbrio
 
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