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La tortilla.

Al terminar la relación sexual con su mujer. Ricardo, siempre le quedaba una sensación vacía que no sabía cómo llenar. La postura del monje era lo tradicional, y con la luz apagada. Consumiendo el acto carnal, que más bien parecía una lucha entre adolescentes. «¡No me toques aquí! ¡Así no! ¡Qué me haces daño! ¡Ahora no, qué tengo la regla!»
Estas frases y otras aptitudes, agobiaban a Ricardo. Él, con toda paciencia se lo achacaba a los turnos de trabajo de su mujer, y a los años de convivencia, pero estas circunstancias combinadas con la edad ya madura de Ricardo, le hicieron buscar una solución a la desesperada. Decidió que: «A grandes males, grandes remedios».
Unos recuerdos de cuando vio algún documental, le vinieron a despertar su memoria. En ellos, y con toda exactitud: los expertos recomendaban no caer en la rutina de pareja, procediendo a usar objetos sexuales.
La solución era bien sencilla: acudiría a una tienda de sexo. La visita fue un fracaso. Entre que todo lo ahí expuesto, con total seguridad sería desagradable, a los ojos de su mujer. Las miradas de curiosidad, junto con el morbo que despertaba ver a un hombre talludo, tartamudeando, llevando sombrero y gabardina en pleno verano. Acabaron acobardando al brioso de Ricardo, resuelto a salvar sus escuetas relaciones.

Deambuló por toda la cuidad, desesperado y cabizbajo andaba sin rumbo fijo. Sin saber cómo, apareció en un extraño barrio, desconocido para él. Estrechas calles, olor a orines, perros ladrando, muchos niños jugando y gritos de tenderos anunciando sus preciadas mercancías.
Un bajo en particular, llamó su atención. El rótulo del mismo, anunciaba mercancías raras traídas del lejano Oriente. Las vitrinas del escaparate despertaron su curiosidad. Tarros de cerámica, con raras etiquetas, multitud de hierbas secas que colgaban a modo de ristras de ajos. Aglomeración de letreros, que anunciaban la cura de todas las enfermedades habidas y por haber.
Ricardo, no sé lo pensó más y entró. El sonido de una campanita al abrir la puerta de cristal y hierro, fue la resonancia de la antesala, a un mundo de vivos colores y raros olores. Con un ambiento sórdido de cajones de madera, ocupando todo lo que era la pared de esa rara botica. A la que, sus esperanzas estaban depositadas en busca de su anhelada solución conyugal.
Un gran mostrador de madera gastado por los años de uso, junto a dos balanzas, completaban la atmosfera de misterio que envolvía el bazar.
—Buenas tardes —el saludo provenía de un esperpéntico personaje: iba de tal guisa que parecía el villano chino, Fu Manchú. Imaginaros una figura clásica de mandarín chino; un hombre de alta estatura; delgado, de miembros recios y penetrante mirada.
—¡No me diga nada! Sé muy bien lo que busca —siguió hablado, no dejando al cliente tiempo a responder—. Su búsqueda terminó, aquí está la solución a su problema —Ricardo con la boca abierta de incredulidad empezó a balbucear:
—Pero… ¿cómo es posible?…
—Sígame por favor, vera lo increíble y maravilloso de mi tienda —el chino que parecía que se divertía a costa de Ricardo, lo tomó del brazo conduciéndole a través de un pasillo que daba a un apartado del establecimiento fuera de la vista de los curiosos, no invitados.

Los dos entraron en un habitáculo repleto de grandes frascos de cristal, que contenían criaturas de las más diversas especies. Uno en particular llamó la atención de Ricardo: los fetos de dos niños estaban unidos por la barriga. El cristal del frasco distorsionaba la imagen haciéndola si cabe más grotesca a los ojos del incrédulo visitante. Ricardo se abstuvo de cualquier pregunta, ya que se temía una respuesta que no quisiera oír, ni loco de curiosidad.
El oriental, siguiendo con su parrafada dialéctica paró frente a un gran baúl, adornado con imágenes talladas en la madera, representando adornos propios de alguna vieja dinastía china. Abriendo el mismo, le dio un frasco de sospechoso color verde esmeralda, diciéndole:
Con este brebaje bien mezclado en la comida, tendrá un éxito garantizado. Cualquier mujer que coma de la comida que previamente esté condimentada con esto, será la mejor amante que pudiera usted soñar. A Ricardo se le pusieron los ojos como platos, ya no pensó en nada más, ni porque este siniestro personaje lo esperaba, ni sí estaba soñando, o cualquier otra cuestión que cualquiera de nosotros se hubiera preguntado, tomó su pócima, pagó con sumo placer, saliendo raudo de la botica.

Esa noche sería su gran bacanal, su cabeza daba vueltas pensando en los acontecimientos venideros. Su entrepierna hasta ahora adormecida, estaba respondiendo a sus lucubres y febriles tendencias sexuales.
Estaba esperando a su esposa, que en acabando su turno se presentaría para la cena. Igual que un niño esperando sus regalos de navidad. Estaba Ricardo expectante a la llegada de su esposa.
¡Por fin!, el sonido de la puerta al abrirse, le indicó la venida de su esperada y anhelada hembra.
Pero, la vida da muchas sorpresas y esta era de las grandes. Su esposa vino acompañada de otra mujer. A la cara de extrañeza de su marido, ella le explicó que: era una compañera de trabajo a la que invitó a cenar. Después de las formales presentaciones de rigor. Ricardo se retiro a la cocina, argumentando que esta noche cocinaría para ellas. A las protestas de su pareja y amiga, ya que dudaban de su arte culinario. A lo que Ricardo se defendió explicando: que las tortillas de patatas se le daban de miedo, y que ella estaría muy cansada para cocinar. Su mujer quedó convencida, a lo que empezó una amigable conversación con su compañera.
«Los cielos me han escuchado, en lugar de una, ahora son dos, haremos un trío, bendita sea mi suerte». Mientras esos pensamientos nublaban la mente de Ricardo, sacó su pócima condimentando los huevos batidos que servirían para la cena.
Al poco, una hermosa tortilla dorada y oliendo a gloria bendita, estaba puesta en la mesa. Las féminas felicitaron al marido cocinero, empezando a dar buena cuenta de esa exquisitez.
Entre bocado y bocado, le preguntaron por su falta de apetito, respondiendo: que ya había picado algo antes de cenar.
Ricardo se maravillaba, mientras las mujeres comían, a cada bocado los suspiros y sudores afloraban a la cara de las féminas, haciendo, lo indecible para disimular los ardores que sentían. El marido ido de deseo sexual, las miraba con autentica mirada de macho cabrío.
—Ricardo —le llamó su esposa, entre agitados jadeos, delatando que estaba más excitada que una mona en celo—, ¿sabes? te lo queríamos contar hace tiempo… pero no sabíamos elegir el momento… nos deseamos más que nunca… no podemos soportarlo más…
Al terminar su confesión, empezó a comerle los morros a su compañera. Mientras, jadeos salían de sus anhelantes bocas, se acariciaban como adolecentes excitados.
A Ricardo aquello le sentó como una patada en la entre pierna. Su cara de pasmo, llegó hasta el suelo. Su libido, bajó a tal velocidad que unas terribles ganas de vomitar acudieron con violencia a su garganta.
Ahora, lo entendía todo. No quedándole más remedio que seguir jugando al solitario…

Fin

J.M. Martínez Pedrós

Texto agregado el 04-10-2014, y leído por 168 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
27-10-2014 jaja muy bueno y super bien descrito eslavida
19-10-2014 Jaja! La tortilla le salió doble. Muy divertido. Encuentro algunos signos de puntuación mal empleados, pero se puede usar la técnica de: cada uno lo puntea como quiere. Clorinda
04-10-2014 A grandes males, peores remedios, jajaja... Valiente fiasco para el protagonista. Me ha gustado mucho. Un saludo. delaida
04-10-2014 Merecido ganador del reto. Fue el único que realmente mezcló las gastronomía con lo fantástico y además con sentido del humor marca de la casa a lo Ross de Friends. Lástima de algunas faltas de ortografía que afean el texto. walas
04-10-2014 Como en la montaña rusa:Una subida trabajosa,para una caída vertiginosa.Buen relato.UN ABRAZO. gafer
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