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El buhonero.

Hacía años, que aquel vendedor andaba por esas montañas, ilustrando a los habitantes esparcidos por esos inhóspitos parajes. Empujando su carro lleno de literatura, colmado de fantasía, repleto de aventuras, trayendo en esos meses de duro invierno algo de distracción. Era muy querido y esperado por los lugareños, que por un módico precio alquilaban sus libros, y los más pudientes, compraban un trozo de vida ajena. Ignorantes del mundo exterior, su universo se componía: de pinos, montes y nieve… en donde el entretenimiento era tener hijos, talar árboles y tener vacas, cuantas más mejor…

A duras penas iba impulsando su carro, ni la nieve, ni el viento, o lluvia, conseguían acobardarlo. Tal era su determinación, que todos pensaron, que bien podía pasar por un fanático religioso. Nada más lejos de la realidad. Este hombre era agnóstico, sólo pensaba en el conocimiento de sus libros, en la liberación de las personas por medio de la sabiduría. Tiempo atrás fue un maestro fracasado, que un buen día, vio su oportunidad de ilustrar los rudos habitantes de las montañas.

Un sendero estrecho y agreste, llevaba a la casa de una vieja muy singular, a la que siempre le traía libros de misterio y terror. Los leía varias veces, los devoraba, siempre le pedía algo más fuerte, algo más allá de los simples clásicos del género. El vendedor, se entusiasmaba con ella, le gustaba ese afán de lectura en una persona muy mayor, que tenia justo la formación para poder leer, se podría decir que aprendió a leer, gracias a los relatos de misterio y terror.
Como siempre llamó a la puerta, dura, de madera maciza y de fuertes nudos. El sonido retumbó, parecía que la casa estaba vacía, devolviéndole el eco de su llamada. Extrañado, volvió a tocar con esos finos nudillos de maestro. Nada, ninguna señal de vida… movió el picaporte en un intento de abrir la puerta, ¿quién sabe si la vieja estaba enferma? ¡O algo peor!
La pesada puerta cedió, en un lastimero chirrido se abrió. Lo primero, fue un fuerte olor a podredumbre. El buhonero, tuvo que taparse la boca y nariz, era tal el hedor que ni siquiera así se podía soportar. La peste le transportó al dormitorio de la vieja.

Un espectáculo horrendo se le presentó al hombre, en la cama y por todas partes, cadáveres de personas en una anárquica disposición acampaban a sus anchas por toda la habitación. El vendedor, estaba perplejo, nunca hubiera imaginado una situación semejante. Retrocediendo de espanto, no observó unas tablas del piso, podridas. Al pisarlas, se hundió traspasando el suelo y dando con sus huesos en el sótano de la casona. Aturdido y magullado, abrió bien los ojos. La estancia, escasamente alumbrada por el fuego de un hogar, hacia que las sombras bailaran formando figuras grotescas.
Allí estaba la vieja, revolviendo una gran marmita en donde el guisado, lo componían extremidades de algún desgraciado. Al percibir la presencia del buhonero, siguió sin inmutarse lo más mínimo, diciendo:
—Hoy, llegas pronto librero…
—Pero, ¿qué es esto, vieja?
—Mi cena… y ahora, ya que estás aquí, la tuya…
Esa mirada, esos ojos en blanco, que lo miraban sin verlo, pero el efecto era tal, que el hombre se estremeció.
¿Qué hacer? ¿Dejarse llevar?
La situación, acabó con los dos a la mesa. La vieja muy solícita, lo mismo que una madre, dispuso una mesa con todo su menaje de un día de fiesta, su mejor mantel, su mejor cubertería, todo ello adornado con una suculenta olla a la que le sobresalía una mano, que todavía conservaba su anillo. El hombre, intentó identificar a la dueña del anillo, pero vagamente se fijaba en las manos de sus clientes…
Ante el titubeo del vendedor, por empezar con la sopa, la vieja le dijo:
—¿No hay ganas, hijo?
¿Hijo? Esta mujer estaba peor de lo que pensaba. Había que pensar en algo y rápido, ya que él mismo, podría acabar en la olla… no se lo pensó más.

Hizo como si se levantará, con las dos manos alzó la mesa tirándole toda la sopa hirviendo encima de la vieja. Un chillido, como de cerdo degollado salió de las fauces de la anciana. El buhonero aprovechó el desconcierto, saliendo expedito a la fría noche, lo dejó todo: su querido carro, con sus preciados libros.
Corrió como nunca, las ramas le daban en la cara, el viento mugía entre los montes, la abundante nieve le entorpecía, ralentizando su huida.
Una risa aguda y chillona pidiendo venganza se oía a sus espaldas, las piernas se le agarrotaban. En su alocada carrera, no se percató de una oquedad en el suelo, doblándose la pierna hasta rompérsela. Llorando de rabia estaba esperando lo peor, pronto la vieja lo alcanzaría. Su respiración entrecortada, el vaho que le salía de la boca, le daba el mismo aspecto que un animal mal herido. Pronto la noche lo confundió, ruidos, sonidos, que sentía cerca, susurros del viento le embrollaban, pisadas que parecían de animales se acercaban ruidos de ramas rotas, cuchicheos que parecían las voces de niños, ahogadas por el viento que ululaban entre los montes nevados. Todo en su conjunto, aterrorizaban al hombre, que ahora herido y desvalido, temblada. El puro miedo le relajó los esfínteres, un líquido amarillento manchó la blanca y virginal nieve… entre la bruma de la noche, despacio, pero sin pausa, apareció la anciana: su cara desfigurada por las quemaduras, sus ropas a jirones, sus cabellos grisáceos, formaban una maraña que el viento movía, pareciendo una bruja loca, y lo peor, blandía una amenazante hacha dispuesta a amedrentar al más valiente. Todo en su conjunto le daba el aspecto de un ser diabólico, salido del mismísimo averno.
Como pudo el vendedor, hizo de tripas corazón, arrastrándose por la nieve con su pierna rota, que no colaboraba en absoluto, no le quedaba más remedio que llevarla consigo como un lastre. La vieja sin prisas, entre risas le llamaba lo mismo que a un niño malo, que se ha portado muy mal con mamá…
Al llegar a su lado le preguntó:
—¿Te molesta tu pierna? —su tono entre sarcástico y burlón, sorprendió al buhonero, que no tuvo tiempo de reaccionar. De un certero hachazo, la anciana le cercenó la extremidad. Un chorro de sangre, igual que un gorrino degollado manó del corte. El hombre entre estertores, veía como se le escapaba la vida…
—Tranquilo, hijo, pasará pronto…
En cuanto el vendedor exhaló su último aliento, la vieja lo arrastró cual frado llevándoselo a la casa. Lo acomodó en una silla. Tomó un libro de la estantería y se lo puso entre las manos del cadáver.
—Ya puedes leer hijo, ahora estarás quietecito y te portarás bien…
—Habla un poco más fuerte niño, que casi ni te oigo…
La velada pasó muy animada, la vieja de vez en cuando le preguntaba por las novedades de terror, por los chismes de sus vecinos, por la salud de sus vacas y noticias de la cuidad.
Cuando el reloj de pared dio la medianoche, se levantó, se excusó y con un bostezo dio por finalizada la velada, retirándose a su alcoba…

El carro lleno de libros seguía fuera acumulando nieve, el cadáver del vendedor seguía con el libro entre las manos. Mientras, la vieja dormía como una bendita… rodeada de cadáveres en espera de ser incluidos en el menú, en los sucesivos días.
Era de madrugada, cuando una ráfaga de viento abrió la ventana, el libro que sujetaba el cadáver se cayó, de tal manera, que quedó con la cubierta boca-arriba…

“El Necronomicón” (el Libro de los Nombres Muertos)
Autor: El Árabe loco, Abdul Alhazred (H.P. Lovecraft)
Edición de 1938.


Fin.
J.M. Martínez Pedrós.

Texto agregado el 03-11-2014, y leído por 122 visitantes. (2 votos)


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