Aquí Dios se llamaba Miguel. No discuto que en otros sitios pueda tener otro nombre, pero aquí era Miguel. Y no es que el hombre sobresaliera en nada, simplemente que la población había coincidido en ello por una suerte de inferencias particulares que concurrían en aquella villa. Y como tal Dios estaba condenado a una muerte que sin embargo no se acababa de producir, en contra, claro, de la opinión general que esperaba un pronto y espectacular desenlace.
Miguel, obviamente, se oponía a esta segunda parte de ser Dios, hasta el punto de no convencerle en absoluto. No era que le viniera mal ser reverenciado y considerado par de Cristo, pero lo de hacer mutis por el foro lo llevaba mal. Es más tenía su propia teoría al respecto según la cual el Cristo de los altares merecía una segunda oportunidad en su persona. Para su fuero interno precisamente la cualidad que se le quería atribuir como paso previo a subirlo al cadalso estaba mal enfocada. Y así, mientras él pensaba en la venganza de la muerte del inocente mediante un desenlace diferente al de el de los tiempo bíblicos la mayoría del populacho quería ver espectáculo de escarnio. Teníamos un estado democrático por medio que era menester soslayar a los fines del linchamiento público, con lo que optaban por la locura de nuestro protagonista. Miguel, en cambio, pensaba en que fuera otro quien hiciera surtir el espíritu santo sobre los vivos. Y en estas estábamos cuando apareció Lola que inclinó la balanza a favor de nuestro aspirante a la miseria. Lo que vino después ya es otra historia, pero ésta es en honor de nuestra heroína la de el cuento de Lola.