En esas horas de angustia veía a mi madre caminar en la oscuridad de la sala. Entrar silenciosa al cuarto que, era a la vez estudio, cuarto de cocer, sala de manualidades. Dependiendo siempre de quien se encontrara en él. Asomaba inquieto su rostro entre las cortinas, apartando con sus dedos la esquina inferior de una de ellas. Desde allí, su ojo giraba en círculos abarcando ángulos distintos de la calle solitaria. Aquella soledad y aquel silencio. Berriozábal de los años mozos. Calles empedradas. Ladridos de perros. Vecindad de pobres. Palpitar en su pecho. Once, doce, una de la madrugada. El taconeo. Mi hermano mesando sus cabellos. Trastabillando indeciso. Doce, una, dos de la madrugada. Asomándome con el paso preciso, el rubor en los labios. Perfumes en mi cuerpo. Alcanzaba a ver el sutil movimiento de la esquina de la cortina y, solamente lo sospecho, el parpadeo en mi madre del ojo derecho.

Al día siguiente la eterna tranquilidad en el rostro. ¿Qué tal dormiste? Preguntaba a mi madre. Bien, respondía de botepronto. Caí como un tronco. Y asía con ambas manos su taza de café caliente. El humo desprendiéndose con el aroma intenso.

¿Bien? insistía yo, incrédulo. Mientras sorbía mi café. Muy bien, volvía a responder ella. Sosteniendo mi mirada, con esa viveza que tenía, por ojos. ¿Y esas ojeras? Me animaba un poco al contraataque. Descubría de pronto una ligera ventaja que, terminaba también de pronto. ¡Humm! exclamaba, los ronquidos de tu señor padre. Y de esa manera zanjeaba la conversación.

Mi señor padre, por otra lado, sorbía tranquilo su café. El rostro de quien ha dormido placido. Levantaba la mirada, y meneaba la cabeza. Negándolo. ¡Jamás ronco!. Decía.