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Regresaba de noche, cansado, no podía más. Había vivido el día más agotador de todos. Solo quería llegar a casa, acostarme, relajarme, ver televisión y olvidarme de todo.
Rugió mi estómago. El pesado día de trabajo había abierto mi apetito. Mientras conducía me imaginaba a mí sentado en el comedor, y a mi bella esposa sirviéndome una suculenta cena.
Por fin llegué a casa. Ya estaba cerca mi descanso. Bajé del auto y me dirigí a la puerta de la casa. La abrí.
-¡Ya llegué querida! –dije entrando y aflojando mi corbata. No hubo respuesta-. ¡Querida!
No hubo contestación. Me asusté. ¿Dónde estaría mi esposa? ¿Habría hecho mi cena? No lo sabía. Seguí caminado hasta la sala donde, para sorpresa mía, había una mujer vestida de negro.
-Buenas noches –me dijo.
-Buenas noches –le contesté con miedo-, ¿dónde está mi esposa?
Ella solo dio un suspiro.
-Siéntese, tenemos que hablar.
-No hasta que me diga dónde está mi esposa.
-Si no se sienta, ¿cómo quiere que le diga?
Me senté. Ella se acercó a mí. Sentí que se me erizaba la piel. Tomó mi mano y me miró a la cara. Yo, muerto de miedo, no podía ni siquiera moverme.
-Tengo que decirle algo, -hizo una pausa-, su esposa ha muerto.
Me levanté incrédulo. No podía ser cierto.
-Imposible –le grité-, no puede ser cierto.
Ella se levantó.
-Si no me cree, venga conmigo para que lo vea.
Y comenzó a caminar hacia las escaleras. Un movimiento involuntario de mis pies me hizo seguirla. Subimos y llegamos al cuarto de mi esposa. Había un ataúd en medio del cuarto, y en sus cuatro esquinas había una vela encendida.
-Ahí está su esposa. Puede ir a verla si quiere.
Me acerqué al ataúd. Efectivamente era mi esposa. Se veía pálida, más pálida que la misma muerte. Pero la palidez se veía peor en su cara. Parecía como si fuera un hueso puro. Sus ojos estaban cerrados y su cabello rojo brillaba con mucha fuerza. Me alejé para no seguir contemplando aquella escena. Miré a la mujer. Estaba con la cabeza baja, mirando el piso.
-¿De qué murió? –le pregunté. Ella levantó la cabeza y solamente me miró. Después volvió a agachar la cabeza y comenzó a bajar de nuevo las escaleras. Yo hice lo mismo.
Nos sentamos en la sala nuevamente, pero muy alejados. Yo estaba en un extremo y ella en el otro. En la casa imperaba un silencio sepulcral, tal vez causado por la muerte de mi esposa. Me entraron ganas de llorar, así que llevé las manos al rostro y me preparé para hacerlo.
Entonces mi estómago rugió. Tenía hambre. No sabía si mi esposa me había dejado hecha la cena antes de morir. Decidí preguntarle a la mujer.
-Disculpe, ¿por casualidad no sabe si mi esposa me dejó hecha la cena?
Ella contestó negativamente. Dejé salir un hondo suspiro.
Luego de un rato la mujer se levantó y se dirigió a la puerta.
-Ya me voy –me dijo-. Lamento mucho lo que le pasó a su esposa.
-Está bien, no importa. De todas maneras algún día tenía que morir.
La mujer solo me miró y no agregó otra palabra. Abrió la puerta y se fue. Ahora solo estaba yo, solo, con el difunto cadáver de mi esposa arriba, en su cuarto. ¿Qué podía hacer? Estaba muy confuso, pero decidí hacer lo que creí sería lo más conveniente.
Tomé mi celular y ordené una pizza. Mientras la esperaba me quité la ropa del trabajo. Me puse la ropa más cómoda que encontré. La pizza llegó. La puse en una mesita, cerca del televisor. Me acosté en el sofá. Abrí la caja de la pizza y tomé un pedazo. Tomé le control, encendí el televisor y me dispuse a relajarme después de un largo y duro día de trabajo.

FIN

Texto agregado el 12-12-2014, y leído por 145 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
12-12-2014 Ataúd en fino cedro. $ 1.200.000.Flores,velones y otros elementos fúnebres:$ 850.000..No tener que compartir la Pizza...no tiene precio.UN ABRAZO. gafer
 
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