No, dijo Pedro Pérez, como si nunca hubiera pronunciado esa palabra. Aquel primer día de año todo apuntaba a cambio, a transformación.
Su hija pequeña- la de Pedro P.- que le profesaba especial devoción, quiso reconocer en el tono de aquella palabra un rasgo nuevo de afirmación y autoridad de su progenitor. Hacía mucho tiempo que no reconocía al Pedro que ella en los primeros años conoció. Por ello le agradó la nota con que había pronunciado aquel no. El hombre atosigado por una serie de circunstancias, había visto su vida entrar en barrena. Acuciado por problemas económicos, su mujer había cogido el relevo y las riendas de la casa.
El cabeza- como decía la metáfora- había pasado a ser pie en aquella familia que habían decidido formar hacía bastantes años. Al principio con aquel floreciente negocio hostelero todo discurría por cauces tranquilos, pero la crisis lo había arramblado todo. Sin embargo, aquel día, frente a unas alubias de bote, lo dijo. Un primer no sonó en el comedor.
Un primer no de una serie que se prolongaría durante aquel nuevo año. De manera inopinada pero no por ello menos efectiva, Pedro P. pronunció un no rotundo que pasó a la historia de la familia, del pueblo- después- y de la nación posteriormente.
Fue un primer no que inundaría la patria de noes postreros. De allí en adelante aquel país sería un país instalado, corrieran la suerte que corrieran el resto. Se armó hasta los dientes, defendió sus fronteras, aniquiló a los opositores a su supervivencia. Empezaron a vivir bien desde entonces. Sólo dios les podía recriminar aquella actitud egotista, pero lo echaron también de las iglesias, destruyeron sus imágenes y borraron cualquier vestigio que se lo recordara. Pensaban que la única manera de no ceder era avanzar ciegamente, sin posibilidad alguna de cualquier atisbo de pacto, sin mirar atrás y sin contemporizar.