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Geisha

Hiroko se ha revelado como una hermosa mujer de rasgos decididos, casi insolentes. Cierra los ojos para recibir un nuevo nombre requisito al convertirse en una maiko, ritual necesario en la ceremonia de mizuage o de desfloración, la última etapa para ascender a geisha.

Frente a ella, al otro lado de la mesa baja, Kento está sentado en el tatami con las piernas cruzadas, es un comerciante de seda quien ha comprado la virginidad de la joven. Como parte de la ceremonia la geisha tutora, que horas antes la había maquillado, peinado y vestido con los signos de identificación de una maiko, y que en adelante se hará cargo de su instrucción, escancia licor de arroz en dos pequeños cuencos de porcelana colocados sobre la mesa, mientras otra geisha rasga las cuerdas del koto desgranando una melodía sensual.

Hiroko mantiene la vista baja examinando el obi de Kento que sujeta el fino kimono a la altura de la cintura, está bordado con garzas blancas en pleno vuelo sobre el fondo azul. Solo hasta dar el segundo sorbo a la copa de sake le es permitido a la iniciada levantar la vista.

En primera instancia recorre con la vista el decorado del salón con paneles laqueados, uno de ellos es una imponente perspectiva del volcán fuji entre nubes; en otro, ruiseñores revolotean en un bosque de cerezos, una hembra posada sobre una rama, doblada por el peso, espera al vencedor; en otro más, barcos de guerra navegan sobre olas de mar picado. Fue hasta concluir su recorrido contemplativo que osa mirar el rostro orondo de mejillas infladas y de barbilla huidiza que le dan el aspecto de sonrisa perpetua, como un buda feliz. Ella piensa una oración en espera de que los modales sean acordes con la mirada suave del comerciante.

Adentro hace calor, la geisha tutora levanta un palmo la persiana de bambú de la ventana con vista al jardín de ciruelos que se mecen al compás de la brisa. Un retazo de ese viento entra en la habitación y la llama que alimenta la exigua luz cimbra, la penumbra lame las facciones de Kento dotándolo de un aspecto irreal. Su aspecto le recuerda el rostro del samurai que le rescató del incendio.

Sin lograr contener el torrente de recuerdos, revive el instante y las circunstancias por las que su vida había sido arrasada: Ella debería haber crecido feliz, bella y protegida como hija de uno de los más poderosos daimos del oeste de Kyoto, sin embargo, el futuro que le correspondía le fue arrebatado violentamente.

El castillo de su padre había sido tomado por un ejército enemigo. Las habitaciones cortesanas eran devoradas por llamas hambrientas. En una ubicada en el segundo nivel, ella temblaba de miedo tras un biombo, respiraba con dificultad el aire viciado y sus ojos atormentados por el humo lagrimeaban.

Un samurai cubierto con una manta entró a la recámara llamando a gritos a la pequeña, ella impávida permanecía muda refugiada en su frágil defensa. La penumbra cedía ante las lenguas de fuego reduciendo los interiores de bambú y papel a cenizas. Con todo, el viejo guerrero vislumbró el pequeño cuerpo de la hija menor del señor feudal. La aferró con una mano, surcada de cicatrices, que a pesar de su aspecto peligroso a la niña le pareció protectora. La levantó del piso y la cubrió con la manta.

Así, abrazando con una mano a la pequeña y con la otra blandiendo la katana abría paso para cruzar la ciudadela interior convertida en campo de batalla, al llegar a la entrada principal detuvo su avance para volver sobre sus pasos, pues las dos hojas de la gran puerta de entrada se encontraban desencajadas de los goznes, forzadas hacia el interior, y aquel punto era una hemorragia que sangraba a chorros tropas carmesí de los enemigos.

Abriéndose paso una vez más, sin soltar a Hiroko que se sujetaba de las tablillas de la armadura del guerrero, llegó al otro extremo de la ciudadela y se perdieron entre las llamas…

Un potro negro de gran alzada conducido por el samurai cabalgaba a galope para alejarse del castillo que ardía en llamas, Hiroko sacó el rostro de la manta para mirar cómo su hogar se convertía en la pira funeraria de su familia.

Horas después llovía como si vaciaran jarrones sobre la tierra. Los cascos del caballo mancillaban la tierra salpicando barro y gravilla al avanzar. Sobre sus cabezas, los relámpagos incendiaban al cielo nocturno para, al instante, estremecer el suelo. Viento y lluvia laceraban sus rostros mientras avanzaban hacia su propia desdicha.

Habían huido durante toda la noche, la tormenta había acabado, el cielo comenzaba a escampar dejando ver franjas azules, hasta entonces pararon su frenética carrera frente a un macizo rocoso que servía de contención al bosque de cedros y abetos, de sus entrañas manaba un riachuelo. Bajaron de la montura y el samurai sumergió un tubo de bambú que burbujeaba al llenarse, lo extrajo y ofreció a agua a Hiroko, al abrir los dedos para asirlo soltó el pañuelo que el viento arrastró y fue a posarse durante un instante en las aguas del riachuelo, como una libélula de alas rojas, antes de ser engullido hacia las profundidades, era la única prenda que conservaba de su madre.

El guerrero apartó con las manos las ramas espinosas de los abetos que le impedían divisar, desde la distancia, la puerta flanqueada por paredones grises animados por paneles rojizos, de gran altura para preservar la intimidad de aquella casa de secretos, manteniéndola a salvo de indiscreciones.

Al cruzar la puerta, cerraba el paso un estrecho portal techado con tejas marrones que conducía a un jardín de cerezos en cuyas ramas ya piaban los pájaros dando la bienvenida al sol que asomaba entre las montañas. Sobre una amplia y elevada meseta natural estaba construido el edificio principal de dos plantas de altura y ornamentado con dragones serpenteantes y tigres agazapados.

Fueron recibidos por la okaasan, una anciana de mirada fría y modales enérgicos que administraba la pensión de geishas y que aceptó cuidar y educar a Hiroko a cambio de una talega de monedas de oro que el samurai entregó con recelo. Él prometió regresar por ella cuando hubiera vengado la muerte del padre de la niña.

Fue así como ella se vio incrustada en esa vida que aún se niega a aceptar.
El contacto de la mano de la geisha tutora la devuelve a la realidad, sujeta la pequeña cola de cabello recogida a la altura de la nuca, la corta y la entrega a quien pago por ella y por la desfloración.

Ya no hay marcha atrás, Hiroko apoya las manos sobre las piernas para levantarse y camina hacia la habitación, los cascabeles de sus sandalias tintinean alegremente en franco contraste con su ánimo para enfrentar su nueva vida. Intuye que perder la coleta es nada comparado con perder la virginidad; tiembla al igual que la llama de la vela zarandeada por el aire desplazado por la amplia manga de su kimono. Afuera las libélulas danzan en el aire con su vuelo intermitente y el coro de chicharras pierde terreno frente al pujante chirriar de los grillos que comienzan a despertar alentados por el atardecer.

Texto agregado el 02-02-2015, y leído por 310 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
04-02-2015 En este caso querido amigo, la situación de la futura Geisha como tal, pasa a segundo termino ante la estupenda narración de su huida del exterminio, me meci junto con ellos al galope del caballo. Que rica lectura Umb. Cinco aullidos huyendo yar
04-02-2015 Me gusto mucho este relato.Abrazos. jaeltete
02-02-2015 me gusto mucho... KEILYSLINDA
02-02-2015 Bravo. No quiero repetir lo ya dicho. Un verdadero placer leerte. rene_ghislain
02-02-2015 Magnifico relato, documentado. sensible, interesante y muy bie desarrollado. Enhorabuena. FERMAT
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