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Cualquiera

Empieza así, despacio. Primero un adjetivo que no hallo. Por eso, despacio. Y cómo pedirle a alguien, a algo, al tiempo, al mundo, al cielo, que me de esa palabra capaz de aferrarse a mis ojos, capaz de llover en mis labios cada vez que te veo. Y así comienza, como un lento cuento. Un día cualquiera, un clima cualquiera, un sitio cualquiera en una ciudad cualquiera. Todo era tan cualquiera y tan todo a la vez. Cualquiera, ese es el adjetivo, quizás, que lo describe todo. Sí, era una tarde, probablemente, no recuerdo con exactitud concluyente, pero era una tarde de esas que no se recuerda, no se recuerda hasta que se ve algo especial, algo sublime, algo majestuoso; cuando se te ve a ti; a ti sentada sobre una banca de un parque, de un parque naranja, de un naranja que es tan miel como el sol del ocaso que se pierde para irse y no volver. Y así como empieza, despacio, con un adjetivo que indica indeterminación y no tu exacta presencia: vanidosa, templada, tan bella, ¡tan alada!; tan tú, tan tú conmigo. Parado, postrado al mundo, un paralítico de la realidad, eso era yo en este cuento. Ordenada, uniforme la existencia, uniforme hasta ese momento cualquiera; ordenado mi destino, mi destino de estar allí, de estar pasmado una tarde. Y si en vez de tarde fuera noche, o en vez de noche una mañana; es así como sucede, es así con ese vértigo cualquiera, con esa palabra que se me espanta, que se rehúye, que se te estampa sentada allí en esa banca. Una banca cualquiera, bajo un árbol cualquiera. Tan cualquiera era el mundo, que ni Tierra llevaba por nombre, ni tiempo ni realidad lo habitaban, y todo era efímero, un solo instante. Ese instante cualquiera cuando yo te vi. Y el silencio, claro, ¡cómo reventaba el silencio los oídos!, y las aves, se las devoraba, se introducía en el viento y lo marginaba del espacio, de las hojas, de la primavera cualquiera que te desbordaba. Y en ese desvarío de percepción, en aquella gestión desmedida de la pausa en el segundero de un reloj cualquiera, tú estabas, y yo también estaba, y la banca estaba; y el árbol, y la ciudad, y el amor, ¡Ay el amor!, la maldición del hombre. Porque empezó así, despacio, yo en estatua, tú en un banco, y en ese universo cualquiera donde todo comenzaba, muy, muy despacio, mis ojos se te echaron encima, sedientos, ahogados, tan llenos de belleza que el resto les era extraño. El mundo brillaba opaco, la luna (¿noche era? ¿no tarde?) sólo una esfera blanca, del blanco que es tan gris que se esfuma, y al esfumarse ni estela deja. Era todo tan triste, tan solitario, tan desganadamente vivo; que el cualquiera se adecuaba a la perfección. Y entonces, en la humeante displicencia de saberme parte de aquella completitud ontológica, aparecías tú, exquisitamente colorida, sumamente poderosa en tu haber, enteramente retratada en un plano separado, en un plano invertido, en un plano paralelo e infinito. Y, mientras descubría en este cuento el adjetivo que te describiría como el súmmum de la eternidad, de mis ojos, de mis labios; tu imagen se desvanecía bruscamente de ese día cualquiera, con un clima cualquiera, en un sitio cualquiera (¿parque?) en una ciudad cualquiera. Y las agujas corrían, y la pausa frenaba, y el mundo era tan gris, tan agónicamente gris, como cualquier otro mundo, en cualquier otro universo cualquiera.

Texto agregado el 13-03-2015, y leído por 171 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
13-03-2015 Bello... muy bello. PiaYacuna
13-03-2015 Hermoso.Me gusta.Un Abrazo. gafer
 
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