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Las estampillas
Emilio entró en la galería. Penumbras. Caminó a paso rápido tratando de recordar donde estaba el local. Por fin lo encontró. Un local de filatelia. Compra y venta de estampillas. Emilio hurgando en la placard que había sido de su padre encontró un sobre con una buena cantidad.
Golpeó la puerta del local, le abrieron, se presentó y desplegó las estampillas sobre el mostrador. El tipo que atendía las escrutó, con atención, pasando una por una.
¿Vió la de Hitler?, preguntó Emilio.
El tipo asintió con la cabeza.
Es de Alemania, del año cuarenta y dos. Una reliquia.
El tipo volvió a asentir. Continuó mirando las estampillas, una por una. Lo llamaron al celular. Atendió. Habló. Siguió hablando. Un rato largo. Emilio se puso impaciente. Salió al corredor de la galería a fumar. Cuando volvió, el tipo había puesto todas las estampillas de nuevo en el sobre y leía el diario.
¿Y qué me dice?, preguntó Emilio.
Son interesantes, respondió el tipo. ¿De quién eran?
De mi padre.
¿Se las regaló?
Digamos que sí. Mi viejo falleció, las encontré en un placard.
El tipo le contó que él también había heredado el placer por la filatelia del padre. Que su padre había sido empleado de correos además y que tenía estampillas de todas las épocas y países. Hasta de países que ya no existían. El tipo se extendió hablando de recuerdos, de otras épocas, de estampillas raras, de carteros y postales. Emilio se puso ansioso. Lo interrumpió:
Bueno… ¿Cuánto me da? ¿Las compra?, preguntó Emilio.
El tipo frunció la boca. Lo miró a Emilio con condescendencia.
Lo siento, amigo, dijo. En este momento no me interesan.
Emilio tuvo ganas de putearlo. De mandarlo a la mierda. ¿Acaso no le interesaba la de Hitler? Esa estampilla sola debía de salir miles de pesos. La puta madre. Agarró el sobre y se fue. Fumando y caminando rápido se fue.
Volvió a su casa. Su mujer, Mirta, tomaba mate en la cocina.
¿Y? ¿Cómo te fue?, le preguntó ella.
Emilio se apoyó en la mesada. Se cruzó de brazos.
No entienden nada, dijo. Solamente la estampilla de Hitler debe de valer miles de pesos.
La mujer tiró yerba en un platito. Volvió a cargar el mate. Lo cebó. Emilio agarró el mate y dio un sorbo largo.
Está rico, dijo. Sonrió. No te preocupes. Ya las voy a vender. Ya las voy a vender, Mirta, y con esa plata nos vamos a ir a Estados Unidos. A empezar a nuevo.
Y habló de sus sueños, de trabajar en una carpintería importante en Norteamérica, de hacer muebles de lujo. De ganar mucha plata. Irse de vacaciones al Caribe, porque el Caribe queda cerca allá en el norte. De ir a New York, así dijo, New York. A Disneyworld. A California. Porque allá es todo más fácil, Mirta, vamos a empezar de nuevo, y nos vamos a olvidar de tus hijos, de mis hijos, de nuestros hermanos, de los quilombos de este país de mierda.
Se abrazaron. Se besaron.
Ya las voy a vender, dijo Emilio.
Al otro día volvió a intentarlo en otras casas de filatelia, llamó por teléfono a algunos coleccionistas y casas de antigüedades. Pero nada. No tuvo suerte. Insistía en el gran valor de la estampilla de Hitler. Pero nada. Volvió para el barrio y se metió en el bar. Se pidió un cortado.
Tomaba el cortado cuando vio a alguien entrar al bar. Se le iluminó la cara con una sonrisa. Se le iluminó el mundo. El mundo volvió a brillar. Quien había entrado era Armandito.
Hey, Armandito, le gritó Emilio.
Armandito sonrió, caminó tieso y chueco como caminaba él.
¿Cómo andas, loquito?, preguntó Emilio.
Bien, bien, ando buscando alguna changa para zafar esta semana.
Emilio desplegó las estampillas sobre la mesa.
Mirá, Armandito, mirá lo que tengo para vos…
Emilio volvió a su casa con un televisor en el baúl del auto. Clink, caja. Le contó a su mujer que había hecho negocio con Armandito. Estaba entusiasmado pero cuando se dio cuenta su mujer lloraba con las manos en la cara.
¿Qué te pasa, Mirta?
No podés, Emilio. No podés. Con Armandito no…
Emilio la agarró de las manos. Todo sea por nuestra felicidad, Mirta, dijo. La vida es así, algunos ganan y otros pierden.
Mirta se secó las lágrimas con el dorso de las manos. Preparó los mates. Abrió el ventiluz de la cocina. Puso un repasador a colgar de la canilla. Y tomo maté. Tomó mate mientras Emilio se fue al casino, a jugarse la guita del televisor, y ganar plata, mucha plata para por fin poder irse a Estados Unidos. Pasaron varias horas. Mirta picó una milanesa que había quedado del día anterior. Se partió un tomate al medio y le puso aceite y orégano. Apagó todas las luces y se quedó mirando en televisión un programa de preguntas y respuestas.
¿Quién fue el inventor del aeroplano?, preguntaban.
¿Quién fue?, se preguntó Mirta. Sintió una ansiedad recorrerla. ¿Quién fue? ¿Quién fue? Se puso de pie, encendió la luz, fue hasta el living donde reposaba en un estante la enciclopedia. Esa enciclopedia que habían comprado en cuotas hace años. Aeroplano. Buscó. Aeroplano.
Escuchó la llave de la puerta y Emilio entró cabizbajo. Sin saludar, sin decir nada, fue y se tiró boca abajo en la cama. Mirta no le preguntó nada. Se quedó mirándolo, mirando el cuerpo de Emilio como el de un enorme pez muerto sobre la cama.
Los hermanos Wright fueron los inventores del aeroplano, escuchó que anunciaban en el programa de televisión.





















Texto agregado el 15-03-2015, y leído por 138 visitantes. (2 votos)


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