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PUTA POR ENCARGO


A pesar de las patas de gallina junto a los ojos y del pellejo que comenzaba a colgarle en las carnes, Lydia Esther era aún una mujer joven. Escoba en mano, y vestida con una blusa de tirantes y un short, barría el cuarto mal iluminado que tenía por casa, mientras afuera su hijo jugaba a la pelota con una papa podrida.

-¡Esther! –la interrumpió Clarita apareciendo en el umbral de la puerta. El pelo recién lavado le caía sobre los hombros, y mostraba al sonreír dos hileras de dientes casi perfectos-. Ay chica, yo quería arreglarme las uñas de los pies, pero mejor vengo luego…

-No, muchacha, pasa. Si ya estoy acabando. Es este comején que no para de caer del techo.

-Hoy llega Udo, el alemán –dijo Clarita restregando las sandalias en el saco de yute que hacía la función de alfombra-. Quiero ir al aeropuerto a esperarlo…

-¿Ah sí? –paró Esther el movimiento de la escoba-. ¿Y qué vas a hacer con el italiano?

-Ay hija, los iré rotando –estalló Clarita en una carcajada-. Espero que a ninguno de los dos se le antoje salir de La Habana por más de un día y me pida que lo acompañe. A ti no puedo prestarte al italiano, ya tú tienes uno.

-No me toques esa tecla –se encolerizó Esther-. Ese maricón es un explotador. ¡Ni porque me hago la de la vista gorda con sus sinvergüenzuras!

Desde hacía un año, Esther atendía la lujosa casa de Lucas, un italiano que había instalado en La Habana un negocio de ropas. El trabajo se lo consiguió Rafaelito, uno de los hermanos de Clarita. El muchacho intercedió por ella, asegurándole a su amante que se trataba de una mujer discreta y muy liberal.

Cada dos días, y por diez dólares al mes, debía barrer colillas de cigarros y preservativos usados, fregar los vasos que apestaban a whisky, y lavar la ropa de cama, siempre manchada de semen, sangre, y hasta de mierda.

Encima de una mesa de la sala, y en un marco dorado, exhibía Lucas la foto de dos niños rubios, frutos tal vez de un pasado varonil en Roma; pero esto no era obstáculo para que ahora desfilaran noche a noche por sus habitaciones repletas de espejos, los jóvenes más bellos de toda La Habana. Como el mismo Rafaelito le contara, a Lucas le gustaba tener a más de uno a la vez en su lecho, y auxiliado de látigos y consoladores, practicar con ellos los actos más bárbaros de la sodomía.

A ella este mundo no le era ajeno. Se sentía en su medio. Hasta hacía muy poco su propio cuerpo le servía de sustento. Muchas veces, en dependencia de cuánto le ofrecieran, llegó incluso hasta degustar los fluidos vaginales de sus compañeras de orgías. Pero vino el embarazo –no podía asegurar si de semen belga o español-, las várices comenzaron a competir con las cicatrices antiguas de sus piernas, el tejido adiposo fue abultándole el abdomen, y el crío por nacer le robó el calcio que antes le permitiera mostrar una dentadura medianamente decente. Supo entonces que el viejo oficio no daba para más. Sus horas de puta estaban contadas.

Como los diez dólares por asear la casa le parecían insuficientes, completaba el pago por su cuenta. A su cartera iban a parar lo mismo pedazos de pollo robados del refrigerador, que zapatos de uso sacados del fondo de los armarios; sin contar los filetes de hígado que Lucas le dejaba para alimentar a los perros, dos “doberman” que le ladraban y la miraban con odio, como si adivinaran que era ella la culpable de aquella extraña dieta de arroz y frijoles a que estaba condenados.

Ambas mujeres se sentaron junto a la mesita llena de pomos de esmalte.

-Esther, tú sabes que nosotras tenemos la suficiente confianza para todo –dijo Clarita mientras colocaba sus pies sobre el regazo de la amiga.

-¿Qué pasa? –preguntó Esther, limpiándose el sudor del rostro con el mismo trapo de sacudir los muebles.

-Me da un poco de vergüenza pedirte esto.

-¿Vergüenza tú? Ay, déjate de misterios. No te olvides que tú aprendiste a puta conmigo.

-Se trata de mi hermano, Esther.

-¿Cuál de ellos?

-Osvaldo.

-¿Qué pasa con él?

-Es que vine a pedirte que fueras a verlo mañana. Hace tiempo que no lo hace, y creo que lo necesita….

-¿Pero era eso? –se asombró Esther-. Claro, muchacha. Para algo me queda todavía esta boca de hipopótamo.

-¿De hipopótamo?

-El mismo fue quien me puso ese mote. ¡Como no tengo muelas! Sólo me quedan los dientes de adelante –rió Esther.

-No sabía que a los hipopótamos le faltaran las muelas –la acompañó Clarita en la risa.

-Ni yo tampoco…. ¿y cuánto sería?

-Veinte dólares. Pero te los pago luego. Vas a tener que hacerlo fiado. No me queda más opción que esperar a que Udo me toque con algo para poder pagarte.

-Aceptado. Yo confío en ti –dijo Esther, y esgrimiendo una pinza se inclinó otra vez sobre los pies de Clarita-. La falta que me hace ese dinerito. Así le compro unos jugos y unas galleticas al niño. Pobrecito. La semana pasada lo operé de la pinguita.


Esther llegó temprano. Entró cojeando al pabellón. Los tacones que le prestó Clarita le habían hecho dos ampollas en la parte superior de los talones. Cuando llegó su turno, obvió la mirada obscena del guardia que la condujo, y abrió la puerta de la habitación asignada.

-¡Lydia Esther en persona! ¿Quién te mandó? ¿Clarita? –apenas entró, la voz de Osvaldo le llegó desde la cama.

Adentro olía mal. A basura. Era un cuarto pequeño, con sólo una mesa y un par de sillas de cabillas por muebles. En un rincón, y con la total ausencia de cortinas o divisiones para aislarla, descansaba una taza sanitaria manchada de orines y excrementos antiguos; y al lado, un tanque oxidado lleno de agua. Las paredes, abofadas por la humedad, semejaban murales pictóricos. Estaban plagadas de penes goteando semen y de carteles que incitaban a la lujuria.

Esther despidió al guardia, cerró la puerta y avanzó hacia su cliente. Se veía mal. Sólo un par de veces lo había tenido encima un año atrás, pero recordaba bien su musculatura, y la gracia de su cuerpo. Las carnes colgantes que se adivinaban ahora bajo aquella empercudida ropa de preso, y el extraño bubón que le abultaba el cuello, le hicieron pensar que veinte dólares no compensarían la obra que vino a realizar. Pero bueno, había dado su palabra, y por nada del mundo se echaría atrás.

-Sí, ella me mandó. Pero para mi ha sido un placer –mintió-. Sabes que me has gustado siempre.

-No hace falta que mientas. Viniste porque te pagaron, porque eres puta. Puta por encargo. A fin de cuentas, a ti cualquier hombre te viene bien.

-Bueno, mejor aprovechamos el tiempo, que sólo nos dieron una hora –suspiró Esther, y lanzó la cartera a una de las sillas.

Mientras se desnudaba, le extrañó ver a Osvaldo tan nervioso. Se revolvía en la cama, y ni siquiera le miraba las tetas. Ya no eran tan firmes, pero estaba convencida de que continuaban siendo bellas.

-¿Qué te pasa? No me digas que dejaron de gustarte las mujeres –bromeó Esther.

La broma resultó ser como un dardo que hiciera blanco en los lagrimales de Osvaldo. Palideció, y a pesar del esfuerzo por controlarse, estalló en una lluvia de gemidos y mocos.

Esther, un poco sorprendida, se inclinó sobre él y lo acunó entre sus pechos desnudos. En un tono maternal lo animó a desahogarse.

-Cuéntamelo todo, no te avergüences de nada, que en esta vida ni siquiera las monjas pueden atreverse a tirar la famosa piedra.

Entonces, entre sollozos, lo escuchó decir que la primera vez había sido precisamente en la casa de Lucas. Acostumbraba ir con su hermano Rafaelito a llevarle al italiano pequeñas dosis de cocaína para sus fiestas. Siempre se marchaba en cuanto recibía el dinero, pero esa vez se sentó a tomarse unos tragos de whisky. Había música, el ambiente era raro. También él probó la droga, y sin saber cómo, perdió en un momento el control de su hombría. No se explicaba que le había pasado, pues nunca antes tuvo inclinaciones homosexuales, a pesar de que no juzgaba a su hermano por sus preferencias.

-Ese italiano es un demonio. Es como el dueño del barrio –se le escapó a Esther-. Al que no le da empleo, le da pinga.

-Pero aquello fue sólo una vez, Esther. Te juro que fue sólo una vez… Solo que ahora en la cárcel he caído en desgracia. Me obligaban casi a diario, y para evitar seguir siendo la cantimplora de la prisión, tuve que aceptar la propuesta de uno de los líderes entre los presos. Ahora soy su fijo, y para humillarme me hace repetir una y otra vez delante de los otros que él es mi marido… No me tengo respeto…. Ya no funciono como hombre… y lo peor… me falta valor para quitarme la vida.

Esther le besó las lágrimas.

-¡Ni lo pienses! ¿Tú estás loco? La muerte no es la solución. Vivir sigue siendo bello a pesar de todo. No podemos renunciar a eso –dijo ella, y mirándolo a los ojos, agregó: -Ven, al menos por hoy yo voy a devolverte lo que te llevaron.

Despacio, comenzó a zafarle los botones del pantalón. Su boca –hacedora de tantos prodigios y favores- se acercó al sexo encogido, y poniendo el alma en su garganta y su lengua, le dio en unos minutos el don del crecimiento. Cuando estuvo completamente erecto, buscó en su cartera un preservativo fosforescente –recuerdo de sus tiempos de gloria-, y lo colocó con maestría en el falo que desde abajo reclamaba su espacio. Con un rápido movimiento se escarranchó sobre él, y de inmediato inició la cabalgata.

Osvaldo dejó de llorar. Sus facciones adquirieron la coloración del placer. Minutos después el cuerpo se le llenó de espasmos. La miró agradecido, y en un largo grito disfrutó la dicha de la eyaculación.

Texto agregado el 28-04-2015, y leído por 170 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
28-04-2015 Está muy bien el cuento. Los personajes tienen vida, y sobre todo el modo en que se describen los gajes de este oficio no cae en los lugares comunes con que sofoca el porno del internet. Gatocteles
 
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