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Cuento de Momentos Picarescos: Iracema mató a Arévalo

I
Fue en la mañana de un cuatro de abril mientras el sol alumbraba con su perseverante luz, en una calle ya retratada en los años sesenta que ostenta con orgullo las historias de los caprichos que sobre ella nacieron, y que se abre paso entre la poco ilustrada juventud de esta época a su izquierda y un paisaje adornado por gatos que merodean las tierras que el hombre reclamo, ya hace mucho tiempo atrás como suyas, a la derecha. “Sobre la que yo mismo camine, en su momento, en compañía de la mujer amada”, que supimos que Iracema había matado a Arévalo. No supimos cuándo, ni supimos él porque. Solo supimos que fue ella quien lo había matado. Lo supimos por el escorzo, tan patético y bizarro (en el sentido anglosajón de la palabra) del cuerpo sobre la acera, frío e inerte. Los vecinos nos juntamos alrededor del cadáver. Fue algo impactante ver al muerto. Todos habíamos visto a Arévalo en varias ocasiones, casi todos habían conversado con él pero muy pocos habían entrado a su casa. El hombre se dedicaba a la química, pero era sabido que su pasión era la política. Siempre que uno se lo cruzaba por la calle se detenía a conversar sobre el gobierno de turno y de cómo nuestro futuro político definiría nuestra posición en los años venideros. Pobre tipo, incluso causaba algo de pena verlo ahí, tan frío e inerte, por más morbosa y melusínica y pomposa que pueda ser la mente de un ciudadano educado para poner el tenedor del lado izquierdo. Igual todos queríamos ver al muerto.
Cuando la comunidad decidió resolver aquel caso que había perturbado a todos los tranquilos vecinos de una sobrecogedora calle en aquel distrito fresco y soleado y cuyas fronteras golpeaban el mar, la gente se dirigió a la casa de la asesina. Golpearon su puerta y tiraron piedras a sus ventanas, pero ella nunca salió a decir nada. La muchedumbre continuó azotando el recinto, pero pronto se hizo evidente que no podríamos entrar por la puerta. No éramos bienvenidos.
Las gentes se aglomeraron frente al hogar de la señora Iracema y se decidió, después de una corta charla, conseguir una escalera y entrar por una de las ventanas del segundo piso. Así fue como una persona (cuya insignificante existencia es suficiente motivo para no decir su nombre) trajo de su casa una escalera de madera vieja y la apoyó sobre las paredes de la casa. La multitud, turbulenta y exaltada, empezó a subir por la escalera y al cabo de un minuto se logró abrir a la fuerza una de las ventanas del segundo piso. La horda de gente, sedienta de emociones y sensaciones de heroísmo y valentía, entro al hogar con una mirada acusante, pero todos nos pusimos más alerta cuando, al pasar por la ventana y entrar a la casa, nos encontramos frente a una cama grande cubierta con frazadas floreadas, acompañada por dos mesas de noche sobre las que se apoyaban una lámpara vieja y la copia de una vieja novela que ya no se estudiaba en aquellos tiempos. El tapis de aquel cuarto tan íntimo apaciguo la ira de las multitudes que entraban a la casa por la ventana con su color tierno y pastel, y la puerta, sólida y sin intenciones, se posó sobre los ojos de las gentes que pronto la traspasaron con la intención de encontrar a la señora en la sala del primer piso. Iracema no estaba ahí. La atolondrada multitud empezó a rebuscar en cada hueco habido de la primera planta, desde los pasillos, serenos e intelectuales, hasta la cocina. Dando por sentado que, tarde o temprano, encontraría a su víctima, quien debía de estar ocultándose en algún lugar de la casa de acuerdo con el pensamiento general.
La sala se llenaba de gente y ya casi no se podía caminar sin chocar con otro individuo. La euforia cuando algún triunfante exclamaba ¡Aja! inundaba todo espacio concebido dentro de la casa para luego convertirse en una masiva decepción tras la falsa alarma. Decepcionaban esos momentos, y así pasó que la búsqueda se alargó por semanas. Semanas en las que nos comimos toda la comida que había en el hogar, pues teníamos que sobrevivir para seguir buscando. Semanas tristes en las que la gente decepcionada se tumbaba en el sofá a ver cualquier basura que estuvieran pasando por la señal abierta, y pronto empezamos nosotros a vivir en la casa de Iracema, y ella nunca apareció.
La casa, abarrotada de gente sucia, maloliente, perezosa e inútil, perdía su encanto original y se convertía en una mugrienta cueva llena de flojos incivilizados que, poco a poco, perdían su humanidad. Ya ni siquiera buscábamos. Solo nos movíamos cuando nuestros instintos más primitivos se manifestaban. La exposición prolongada a un ambiente confortable y una misión que parecía tan sencilla nos convirtió en muñecos sedentarios, con huesos de madera corroída por el tiempo y pieles que se calentaban al rose.
El vertedero de insatisfacción en el que se había convertido la casa fue tan despreciado por la sociedad fuera de ella que el estado lo había condenado. No podían echarnos pues no podían entrar por la puerta, pero nosotros sabíamos que pronto resolverían entrar por la ventana, tal como hicimos nosotros ya hace mucho tiempo.
Fuera de la casa se escuchaban los gritos de protesta de una sociedad perturbada por el foso de ignorancia y dejadez en el que se había convertido éste recinto. Realmente nuestra existencia no debería importarles a los de afuera, después de todo, solo estábamos aquí, sin hacer nada. No podíamos hacer ningún mal, y aun así pudiésemos, no teníamos la voluntad de hacerlo, pues en ese punto ya no hacíamos nada.
Se escucharon pasos en la planta alta y fue cuando supimos que habían entrado por la ventana. Entraron no menos de veinte hombres, liderados por el señor alcalde en toda su gloria, portando la máscara negra de la decencia y vistiendo el traje de los rombos blancos y negros del valor y la justicia. Entro bailoteando por todo el camino, pero a pesar de su apariencia, contaba malos chistes. Los hombres recién llegados contemplaron con asco las vidas que ahora llevábamos y la mala comedia les pidió encarecidamente no darle soluciones a nuestro modo de vida. El pidió que la casa fuese destruida y que nosotros pereciéramos junto con ella. Aquel fue un momento triste, no porque fueran a acabar con nuestras vidas solo por lo que éramos ahora, sin importar lo indefensos que nos encontrábamos, sino porque ver a unos hombres arrojar golpes a las victimas tan indispuestas en un espacio tan diminuto para tantas multitudes era bastante penoso, y bastante lamentable.
La violencia de la situación orquestada por la mala comedia arrancaba los muebles de sus inmutables reposos y los arrojaba por el espacio. Los defensores del orden golpeaban y escupían a los poseídos por la desidia y cada golpe era un brillo del color de un mundo mejor sobre sus ojos correctos. Fue cuando uno de los purgadores despojó a un miserable de su reposo que fue revelada una trampilla oculta bajo una alfombra que se movió de su posición a causa de la brusquedad del despojo. El hombre que dio el grito delator apuntaba con su dedo inquisidor mientras que los miserables veían con sorpresa aquel escondite que nunca se les reveló y el aire débilmente empezó a vibrar susurrando el nombre de la señora que se había convertido en poco más que un vago recuerdo.
Todos nos quedamos quietos con los ojos sobre la trampilla de madera y la mala comedia reconoció el giro de su campaña. Alzó la barbilla como ademán de quien manda y después de mirar como los miserables lentamente recuperaban su humanidad, abrió la trampilla sin mucho esfuerzo. Poco a poco todos nos deslizamos hacia abajo, luchando con el recuerdo y con la excitación que carcomía nuestra razón.
Apenas todas las multitudes lograron bajar por la escalera, la perplejidad de apodero de nuestro semblante recompuesto. Aquel lugar hostil y lúgubre parecía haber estado ahí desde hace muchísimos años. Nos aterró pensar en la realidad que ocurría bajo los suelos de aquella tranquila y romántica calle soleada y azotada por vientos frescos en la que todos vivíamos plácidamente. La poca luz que la dueña permitía revelaba un estudio seco y frívolo, estantes repletos de libros maliciosos y de manuales de brujería. Estantes con sustancias preparadas para causar mal a aquel que las tomase y pociones de todo tipo. Pero lo más aterrador fue el libro que se apoyaba, abierto en la última página escrita, sobre el escritorio en el centro del estudio. El texto contenía planes macabros e ideas horrorosas, pero lo peor era que en el libro también estaban descritas las abominables consecuencias de la aplicación de las ideas en la sociedad. El libro aterró a la mala comedia, quien fue el que lo leyó, y decidió guardarlo con la excusa de destruirlo después. La señora Iracema no estaba ahí tampoco.
Cuando el alcalde tomo el libro con la intención de llevárselo dejó al descubierto un pedazo de papel arrancado de alguna página del libro: “Me fui a la casa del señor Arévalo”, decía el trozo de papel. Todos corrieron detrás de la mala comedia, subieron a la segunda planta y bajaron por la escalera que se apoyaba en la casa. Corrieron en dirección del cuerpo muerto de Arévalo, el cual ya estaba en alto grado de descomposición y la mala comedia se detuvo un momento a estudiar el escorzo del cadáver. Se agachó para contemplarlo con mayor detalle. “Gracias” le susurró eufórico al muerto y besó sus labios putrefactos con gran alegría antes de tomar unas llaves de su bolsillo. “Síganme todos” dijo, y todos corrimos detrás de la mala comedia, que bailoteo hasta llegar a la casa del señor Arévalo. Todos emocionados por estar ya tan cerca de las respuestas.

II
El cálido clima que hacía en aquella calle preciosa se turbaba por la multitud escandalosa y excitada que corría detrás de la mala comedia en la dirección que conducía a la casa del señor Arévalo.
Emilio Gris había llegado a la casa de la señora Iracema junto con los defensores del orden, pero era más inteligente que ellos. Nombrado por sus padres como Emilio Gregorio Gris Degas, fue criado como el primogénito de una familia bien posicionada en el estatus social de su contexto histórico y de su lugar geográfico. Recibió una educación cristiana, la cual rechazaría y creció viendo los diferentes estilos de vida que convergían en su colegio. Su madre siempre fue una persona bondadosa, y su padre siempre fue un hombre recto que combinaba sus medias con su corbata y que comía el pan de a trozos. Ambos inculcaron en el joven Emilio la idea de un mundo en el que la vida del ser humano fuese respetada por sus iguales, y un mundo en el que la postura de la persona no se perdiera sin importar la clase a la que pertenecieras. Emilio se enfrentó a la pobreza cuando su padre fue despedido del escritorio que ocupó durante más de una década. La familia se recluyó en un barrio del campo, donde el ambiente era polvoriento y lúgubre. El joven Emilio sentía temor al pensar en que no sentiría nunca más el acogedor clima templado de su antiguo habitad, pero creció aprendiendo de la vida que se manifestaba en aquellas tierras baldías. Contempló la pobreza y contempló la desidia, contempló la escasez y contempló la resignación hacia una vida distinta. Contempló la dejadez y fue testigo de cómo la pereza y la apatía hacia uno mismo condenaban a un mundo inmóvil a aquellos que no quería salir de él, y como lamentablemente estos individuos, cuya existencia es mediocre, retrasaban a las plastas de aires cambiantes de aquella sociedad que mezclaba al hombre de heidelbergensis con el hombre del cemento.
Cuando estaba en primer año de universidad, Emilio ya había recuperado su antigua vida. Su padre había conseguido un buen empleo en la ciudad y la vida de su familia prosperaba en los modales, pero Emilio había sido testigo de la injusticia que un sistema fallido modela que busca un cambio. -Los verdaderos miserables- pensaba Emilio –son aquellas personas que buscan un cambio pero en su mundo no existen suficientes voluntades para llevarlo a cabo.
Fue aquel el pensamiento, que tanto él adoraba, el que lo incitó a marchar con emoción contra la casa de la vieja Iracema y destruir a todas aquellas flojas e inútiles criaturas que solo ocupaban un lugar en el espacio. Pero ahora todos corren hacia la casa del difunto señor Arévalo.
En lugar de correr con las bestias, Emilio Gregorio Gris Degas se detiene frente al cadáver y lo observa por un momento, mientras que los eufóricos inquisidores ya habían llegado a la casa y no le toma mucho tiempo dar con la solución. Con los aires que respira alguien después de resolver un mediano acertijo, Emilio se da vuelta y regresa a la casa de la señora Iracema. Entra por la puerta principal y camina por la sala bella e intelectual, adornada con pequeñas y deliciosas estatuas de mármol y con unas ventanas que permitían que la frescura de la calle no se perdiera la estar dentro del hogar. Atraviesa la sala y llega a una bella puerta ornamentada con los relieves señalados por colores brillantes sobre el blanco de una madera teñida, en la ubicación en la que había estado en algún momento la trampilla. Abre y atraviesa un pasillo con una mirada convencida de que su intelecto fue el suficiente para dar con la solución. Frente a él descubre un estudio bello e inteligente, abarrotado de libros de todo tipo, cuidadosamente ordenados en las estanterías de madera fresca. Libros de filosofía, matemáticas, química, astronomía y lenguas se posaban elegantemente sobre los muebles mientras resguardaban los secretos del universo y esperaban a un pensador que los entendiese. Emilio tomo algunos de los libros y, con mirada conclusiva, se disponía a estudiar cuando su mirada se posó sobre el papelillo que rezaba “Me fui a la casa del señor Arévalo”. Reposó sobre el la mirada por un momento y luego volvió a los libros mientras que su boca pintaba sobre su rostro una sonrisa causada por lo que sería la reacción de la muchedumbre al ver lo que se encontrarían dentro de la casa del señor Arévalo.

III
La muchedumbre se enfurecía pues tampoco podían entrar por la puerta de la casa del señor Arévalo. La llave que el alcalde tomó no serbia de nada. Tuvieron que mover la escalera desde la casa de la señora Iracema hasta la casa del señor Arévalo para poder entrar. La muchedumbre se abalanzo sobre la ventana hasta romperla y entraron a borbotones a un cuarto que estaba en penumbras. Le dieron poca importancia al cuarto. Rápidamente la mala comedia abrió la puerta que conducía a un pequeño pasillo poco amueblado y que desembocaba en unas escaleras. De un lado del pasillo se extendía una pared fría de la que colgaban unas fotografías muy propias. Del otro lado se extendía una baranda decente que sostendría la mano de quien descendiera y que permitía asomarse hacia el primer piso.
Corriendo a toda prisa, la muchedumbre se acomodó bordeando toda la sala, con la mala comedia sobre el quinto escalón y la última persona casi metida en el cuarto por el que entraron. Entonces todos contemplaron aquello que parecía no ser posible. En la sala yacían, cómodamente sentados, la señora Iracema y el señor Arévalo. Ambos miraban estupefactos el ridículo espectáculo que se montaba, sin el consentimiento del dueño de la casa, sobre las escaleras y la sala.
-¿Puedo saber qué significa esto? – Dijo el señor Arévalo, notablemente molesto.

-¿Cómo puede usted estar acá si su cuerpo yace muerto a solo unas cuadras de aquí? – Exclamo la mala comedia, notablemente perturbado.

El señor lo miro sorprendido e intrigado.

-¿Todavía sigue ahí? Supuse que ya lo habrían votado. ¿Es por eso que irrumpen de esta forma en mi casa?

La mala comedia con la mandíbula en el suelo y los ojos desorbitados exclamó, perplejo:

-¡Ella lo mató!– Dijo, ya entrando en demencia, mientras señalaba a la señora Iracema con toda la culpa que puede estar implícita en un dedo levantado.

-¡Oh! Permítame aclarar eso. – Dijo Iracema, apaciguando a la multitud. –Lo que paso fue que vencí al señor Arévalo en una discusión. Discutíamos un tema que realmente carece de importancia ahora. Yo tuve la razón al final y el señor Arévalo tubo la amabilidad de caer muerto tras su derrota. A partir de ese día yo vengo a su casa cada cierto tiempo para conversar.

-¿Y cómo es que nunca la encontramos en su casa? – Continuó acusando el alcalde.

- Porque escape el primer día que ustedes tomaron mi hogar. Sabían que no podían abrir la puerta desde afuera, pero supe que serían lo suficientemente conformistas como para no preguntarse si es que podía ser abierta por adentro. Así que simplemente me fui a otro lugar. Preferí irme a tener que enfrentarme con ustedes en ese estado, lo que sin duda habría concluido en una derrota vulgar y poco argumentada. El señor Arévalo está aquí vivo porque acepto su derrota, y ahora puede entrar a mi hogar por la puerta principal. Es ahora un hombre más culto e ilustrado.

-¿Y que se supone que debemos hacer con el cadáver que está tirado en la calle? – Dijo la mala comedia después de una mediocre reflexión sobre las palabras de la señora Iracema.

-Desháganse de él. – Dijo la señora con mucha amabilidad.

-¿Y qué debemos hacer después de eso? – Dijo la mala comedia con el pensamiento acongojado.

-Pagar por nuestros vidrios rotos.

Texto agregado el 07-08-2015, y leído por 159 visitantes. (1 voto)


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