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Pepe murió, y su esposa, a quien todos llamaban la tía Cruz, parecía no darse cuenta de lo que sucedía a pesar de que sus hijos le informaron varias veces que Pepe había muerto. Finalmente, la tía Cruz lo comprendió y lloró estremecida mientras recordaba todo lo vivido con su hermoso esposo, así lo afirmaba ella.

Fue al entierro, tomó una rosa roja que sacó de uno de los arreglos florales y lanzándola sobre la urna, se despidió de Pepe. Regresó al hogar, se acostó y durmió durante tres días. Sus hijos preocupados la despertaban, pero ella seguía durmiendo. Al tercer día se sentó en la cama, se levantó, comió algo y fue al fondo de la casa, se cobijó debajo de un árbol, fumó un cigarrillo y se devolvió al hogar, abrió el aparador de su nieta, extrajo un vestido corto, se lo puso y se colocó en el cabello un moño que tomó de una caja donde su nieta guardaba sus adornos. Cuando los hijos la vieron vestida de esa forma, se alarmaron.
- ¿Mamá Cruz, para dónde va usted vestida de esa manera?
La tía Cruz los contempló y dijo.
- ¡A caminar por el barrio!
- Pero… ¿así? ¡Esa ropa no es suya! Y… ¿ese moño en la cabeza como si fuera una adolescente?
- ¡No me digan que no me queda bien! – fue su única respuesta.

La tía Cruz se paseó por las calles del barrio vestida con la ropa de su nieta de quince años, saludaba a jóvenes y viejos como si todos fueran de su misma edad y los llamaba por nombres que no eran los de ellos.
- ¡Buen día, Gabriel! – le decía a un señor mayor de nombre Luis. ¿Cómo está tu madre? ¿Todavía con sus achaques? Ufff… ¡qué malo debe ser ponerse viejo! ¡Menos mal que a nosotros nos falta unos cuantos años! – decía la tía Cruz mientras reía a carcajadas.
La gente del barrio la conocía y sabía que algo no estaba bien, pero como recién había muerto Pepe y tal vez por respeto a una mujer mayor, no comentaban nada que la perturbara. Sonreían y seguían su camino como si nada.

Pasó el tiempo y la tía Cruz seguía vistiendo la ropa de su nieta mientras adornaba su cabeza con flores y moños. Los hijos, ya alarmados, la llevaron al psiquiatra. Éste les dijo que su mamá estaba pasando por una etapa de regresión ocasionada por el impacto de la muerte de su esposo y que en los días que durmió de seguido, su mente, para protegerla del dolor, se las arregló para fabricarle una nueva personalidad, regresándola a aquella edad en que era feliz y sin compromisos. Les recomendó paciencia y comprensión para ella.

Los hijos, tratando de disimular la falta de cordura de su madre, le compraron ropa juvenil, pero más acorde para una señora que ya no era una quinceañera. La tía Cruz cuando la vio, exclamó.
- ¿Ustedes no pretenderán que yo me ponga eso? ¡Esa ropa es de viejos, soy una mujer moderna, así que déjense de tonterías! – remató, mientras soltaba una carcajada.

Los hijos se resignaron y la dejaban vestir como quisiera. La gente del barrio se acostumbró a verla de esa manera y todos le seguían la corriente. Los jóvenes se burlaban sanamente y ella respondía como cualquier muchacha. Todas las mañanas salía a caminar las calles del barrio, y por las tardes se iba a un café cercano a su casa a compartir con la gente, su conducta era como la de cualquier muchacha. Lo que la diferenciaba de los jóvenes era su jerga que no era la usada por los chicos modernos, sino por los mozos de su generación. Los chicos del barrio terminaron por incorporar parte de su vocabulario, pero ella nunca logró expresarse como ellos.

Cuando llovía, se bañaba en la lluvia como lo hizo cuando era adolescente, se encharcaba los pies y corría por las calles como si estuviese en el pueblo donde nació. Cuando la gente pasaba, les lanzaba bolas de tierra mojada y reía. Los mayores se fastidiaban un poco con la locura de la tía Cruz, pero los chicos se divertían y terminaban corriendo por las calles junto a ella. Así, la tía Cruz se fue integrando al grupo de adolescentes y éstos terminaron tratándola como a uno de ellos. Ella era muy feliz y, aunque no era una jovencita, hasta su piel recobró vida y lozanía en su demencia.

Pasaron cinco años y la tía Cruz nunca recuperó su cordura. Pescó un resfriado que se convirtió en neumonía. Fue internada en un hospital y estuvo casi inconsciente durante una semana. Al séptimo día de estar en ese estado, se sentó en la cama, preguntó por cada uno de sus hijos y sobrinos. Luego, entornando los ojos, miró a un lado de la cama, sonrió y le habló a alguien cuya presencia sólo ella advertía.
-¡Sí, Pepe. ¡Ya estoy lista!
Se recostó y empuñando la mano como si se aferrara a la de alguien, cerró los ojos y con la misma sonrisa de la que Pepe se enamoró, partió despacito hacia el más allá.

Texto agregado el 31-08-2015, y leído por 1550 visitantes. (60 votos)


Lectores Opinan
14-01-2016 Un cuento precioso y evocador de lo que nos puede ocurrir después de un dolor, convertirlo en alegría. granada
30-12-2015 ¡Qué hermosa historia! Siempre es bueno terminar de contar en el momento preciso. Está muy bien narrado. cuentos_de_patton
13-12-2015 Lindo volver a leer tus cuentos. munda
13-12-2015 Me encantó, meencantó, me encantó.....ella realmente empezó a vivir su alegría como le daba la santa y regalada gana. munda
09-12-2015 un cuento pleno de ternura y añoranza, todos amamos a alguien hasta casi perder la razón pero Tia Cruz esperó que la buscara el amor de su vida. divinaluna
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