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Como desde el comienzo de los comienzos el mar besó la orilla y allí dejó al niño.
Luego se retiró. Con una profunda y honda tristeza se retiró, fatal e ineludiblemente triste el mar fue dejando cada vez más lejos la playa, generando nuevas playas.
Y no fue solo el Mediterráneo, sino que el mar en todo el mundo, irrevocable y forzosamente triste se fue replegando sobre sí mismo, como un caracol que ha tocado la sal.
El Mar Negro, el Blanco, el Rojo, el Caspio, el Adriático, sus cuerpos mayores también, los Océanos, sumidos de congoja, retrocedieron hacia su propio interior. El Atlántico, el Pacífico, el Índico, el Ártico y el Antártico desertaron de las costas hacia su propia profundidad interna.
Así, de pronto y sin dar aviso, el mar todo, los cerrados y los abiertos, los internos, los de golfos, bahías, caletas y ensenadas, los propios y los compartidos, todos, absolutamente todos, que en definitiva no son más que solo un mismo mar, ahondaron su pesadumbre dejando de acariciar las playas.
A poco de esto suceder, los ríos dejaron de encontrar al mar y se desorientaron, volvieron sobre sí, abandonaron desembocaduras, rías, deltas, estuarios, retornando cada uno a su origen con todos sus afluentes.
Los hubo que revirtieron a las montañas altas y poco a poco fueron fundiéndose en nieve, otros se regresaron a las propias entrañas de la tierra, de donde habían salido siendo chorrillos, manantiales, fuentes, hubo los que retornaron a los lagos, y estos, al perder sus desembocaduras, también se concentraron hacia su misterio profundo.
La tristeza, esa dama gris vestida de aflicción y desconsuelo, primero se encarnó en el mar y luego en todos los ríos, en los lagos, lagunas, charcos, en los pequeños nacimientos de las altas montañas y todos se menguaron en congoja.
Escondido el mar y las aguas, la tierra fue un yermo seco.
Los hombres vieron, sorprendidos, como quedaban varados en sus puertos, muelles, fondeaderos, dársenas, ancladeros y costas todo tipo y variedad de naves, buques, yates, barcos, bajeles, desde pequeños botes pescadores de remo hasta imponentes navíos transatlánticos quedaban allí, inútilmente escorados sobe la recién descubierta tierra.
Primero se preocuparon las marítimas villas turísticas, ¿que habrían de ofrecer Cancún, Marbella, Valparaíso, Acapulco, California, Cuba, Copacabana, Vallarta, Whitehaven Beach, Phang Na, Mauritania, Ciudad del Cabo, Seychelles, y tantas otras que habían cimentado su fama y su fortuna en la presencia del mar, hoy ausente?
Luego fueron las empresa de crucero, mas tarde los pescadores, los pequeños, los artesanales, los palangreros, los de arrastres, los atuneros.
Los únicos que vieron con buenos ojos que el mar dejara al descubierto más tierra, fueron los gobiernos de los países con litoral marítimo. Al fin tendrían mayores territorios: ya no dejarían de ser pequeños Japón, Corea, Maldivas, Mónaco, Nauru, Chile y otros que por allí andaban desperdigados y cuasi desconocidos. Extenderían sus dominios, (ya de por si extensos) Canadá, Estados Unidos, China, Rusia, Brasil, Australia, India, Argentina y otros más algo menores que limitaban antes con el mar.
Pero antes de lo que un gallo canta, la preocupación y la alegría, todo se invadió por el terror.
El mar se había ido, es cierto, pero su retiro definitivo de la tierra, dejaba restos, no solo de tesoros y galeones sumergidos, prontamente inútiles, de ocultas ciudades antes submarinas, sino de miles de millones de fenecidos seres que, privados de su natural elemento, hedían en su rápida putrefacción infectando el aire con nauseabundos vahos.
Se hartaron los carroñeros con tan funesto festín, pero ni aún saciados de toda saciedad lograron quitar más que una mínima porción de aquella hecatombe de masa mortuoria, y rápidamente esta aumentó en tamaño y dimensión, puesto que, ausente el agua de toda la faz de la tierra, no tardaron los mamíferos, las aves, los reptiles, es decir los animales todos, incluidos los insectos, en perecer desecados cual arenques ahumados.
La desesperación cundió en la humanidad, no había pozo, oasis, lluvia, nieve ni planta química alguna que lograra una mísera gota de agua. Las reservas envasadas fueron botín codiciado, el caos se instaló en las sociedades.
En la certeza de que resultaba inútil toda conquista bélica, toda invasión, o guerra, puesto que ninguna victoria podía asegurar hallar lo que ya no existía, debieron los hombres y mujeres, la humanidad entera, abocarse a la tarea de encontrar una gota de agua, una sola aunque más no fuera.
Se perforó a diestra y siniestra, en valles, cumbres y llanuras, se incendiaron bosques para derretir glaciares, se cazaron nubes para lograr que lloviera, se juntaron orines para destilarlos buscando agua, pero solo ácido úrico y algunas sales se lograron. El agua ya no estaba y nunca más habría ya de estar.
Comprendieron los humanos seres su final, renegando de su necedad original: entristecer al mar, sus rostros prostraron en el estéril suelo, llorando con desconsuelo, pero, en su castigo, ni una sola lágrima obtuvieron.
Absortos en su padecer, embriagados en su propia estupidez, nunca atinaron a descubrir que todos los tristes mares, todos los océanos, los ríos, riachos, manantiales, chorrillos, lagos, lagunas, y hasta la más mínima gota de agua que alguna vez, desde el principio de los principios existió en la tierra, se acurrucó, con sus pesares, en esa imperceptible lágrima que habita el ojo del niño que un día, el mar dejó en la orilla.
(in memoriam Aylan Kurdi)

Texto agregado el 04-09-2015, y leído por 147 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
05-09-2015 Un cuento (¿Cuento?) absolutamente conmovedor. Me pongo de pie y me postro a llorar y a rezar (si hay Dios - que no lo hay...), por el alma de Aylan. 5***** Clorinda
 
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