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Agosto de 1941, Unión Soviética.
“Alemania había puesto en operación la invasión de Rusia, el 22 de Junio de ese año. Al principio, las wehrmacht eran implacables contra el ejército soviético.”
Esa mañana pintaba muy fría. El capitán Hahn Kugler, de las fuerzas invasoras, junto a los solados rasos Frederick Schultz y Edwin Metzler, tenían órdenes de requisar provisiones para su compañía que estaban apostados a unos cuantos kilómetros.
Hahn divisó una granja a un lado del camino. Empuñó su fusil y continuó el paso, delante de los dos solados, que hicieron lo mismo. Sus botas negras se hundían en el fangoso suelo. Se acercaron sigilosamente a la casa principal. El capitán, con un fuerte golpe, abrió la puerta.
Dentro del lugar, encontraron a una anciana y a una joven, abrazadas fuertemente. El pánico se traslucía en sus rostros.
-Están solas -preguntó el oficial, con voz cortante.
La anciana respondió:
-Si, herr Capitán. Solo somos mi nieta y yo.
Inmediatamente ordenó a los dos solados que tomaran todo lo que pudieran. Las mujeres solo observaban aterrorizadas. Les estaban llevando lo poco que tenían para subsistir, pero no podían hacer nada.
Mientras tanto, Hahn comenzó a mirar con lascivia a la mujer más joven. Era rubia de unos veinte años de edad, penetrantes ojos celestes y pelo lacio. Su rostro exhalaba una extraña ingenuidad. Su figura era esbelta.
Luego de terminar con el saqueo, el capitán ordenó a los soldados irse afuera. Tomó fuertemente a la joven de un brazo y la trató de arrastrar hacia uno de los cuartos de la casa. Los gritos de las dos mujeres eran desgarradores. El oficial sacó su pistola y le disparó a la anciana, sin piedad. Golpeó fuertemente a la chica, hasta casi dejarla inconsciente y así pudo llevarla a donde quería. Cerró la puerta. Edwin era un solado alemán pero no un criminal. En la vida civil había sido escritor, con una gran sensibilidad. No toleraba las vejaciones del ejército al que pertenecía. Luchar en el frente de combate contra otros solados era una cosa, pero violar mujeres, no. Era intolerable en un hombre honorable. Se le revolvía el estómago. Su compañero le dijo, al verlo tan angustiado:
-No te preocupes, ya nos tocará a nosotros.
Eso lo desquició aún más. En su interior todo era una vorágine. La dura lucha quedó atrás en sus pensamientos, solo el oprobio que se estaba cometiendo, ocupaba toda su mente.
Tomó instintivamente el revólver que tenía y le disparó a quema ropa a su compañero. Mientras humeaba su arma, se dirigió a la habitación donde estaba su capitán, derribó la puerta con un golpe y lo encontró desnudo a punto de violar a la joven. No lo dudó, le disparó directamente al corazón. Se desplomó de inmediato. La sangre se esparció por toda la habitación. La mujer no podía dejar de llorar.
Edwin se le acercó suavemente y le dijo:
-No temas, todo está bien. Lamento, en verdad, lo que estos animales hicieron. -Le acercó algunas mantas y la cubrió.
Después de unos instantes, le preguntó:
-¿Cómo te llamas?
-Me llamo Milenka Korsakov -. Le contestó, casi con un hilo de voz.
Luego sacó los cadáveres de sus camaradas y los enterró en la huerta. Finalmente, tomó el cuerpo de la anciana y le dio una sepultura decente, con una cruz de madera en la superficie.
Edwin se quedó afuera, después de todo lo ocurrido, no se atrevió a mortificarla más. Sabía que pronto lo buscarían y le exigirían respuestas. No tenía forma de ocultar lo que había hecho. Decidió quedarse para ver qué podía hacer.
Pasaron dos días en los cuales Milenka estaba encerrada en la casa y no salía y él solo la observaba a través de las ventanas. Sentía el profundo dolor de la chica, que de alguna manera, él había contribuido.
Al tercer día, Milenka abrió la puerta y le dijo:
-Ven, tengo pan negro y mantequilla.
El solo había comido la poca ración que le quedaba pero no quería entrar a tomar nada de ella, ya había sido suficiente. No obstante, aceptó la propuesta de la joven.
Ingresó despacio. Dejó el arma afuera y su casco. Por primera vez ella veía su rubia cabellera, hasta ahora solo fueron sus ojos azules. Se sentaron alrededor de la mesa y él le dijo:
-Yo me llamo Edwin Metzler. Soy de Múnich.
Ella solo lo miró y no dijo nada. Su corazón estaba destruido pero no lo culpaba. En ese extraño lugar, solo eran dos víctimas de la irracional intolerancia de los hombres. Su familia, en Alemania, también pasaba penurias por la guerra. Sintió una gran empatía hacia esa chica.
Comenzaron a hablar. Primero de cosas muy formales. Había grandes silencios entre las frases. Luego eso fue más fluido. Los dos eran jóvenes y un extraño sentimiento los invadió en ese lugar de desolación.
El dormía en el granero y en el día la ayudaba con las tareas de la granja. Comenzó a nacer lentamente el amor en sus miradas. A veces, eso ocurre en medio del odio y la muerte.
-Milenka, detesto la guerra pero no soy un cobarde, por eso acepté las armas. Ahora veo que todo es una locura. No puedo volver a matar sin razón. -Le dijo, con mucha determinación.
Ella lo miró fijamente y le acarició la mejilla.
-Lo sé Edwin. Lo sé.
El besó por primera vez sus labios. El amor había nacido, sin duda. Eran como flores que crecen en los más oscuros y apestosos pantanos; buscan la vida, a pesar de la cruda adversidad.
En las noches ya no dormía en el granero sino en la habitación con Milenka. Se quedaban juntos, tomados de las manos. Edwin la deseaba sexualmente, pero no quería deshonrarla. Era un amor puro.
Todo tiene un fin alguna vez. Esa mañana una patrulla de solados alemanes se acercó a la granja. Los dos jóvenes se atemorizaron. No sabían qué hacer. Finalmente, salió Milenka y les dijo:
-Un capitán llamado Hahn Kugler y dos solados estuvieron aquí. Tomaron todas las provisiones que tenía y se las llevaron. No sé más de ellos.
Los solados dedujeron que habían desertado. Emprendieron de inmediato su búsqueda. Cuando se fueron, los dos sabían que no podían quedarse en ese lugar, era muy peligroso. El no podía volver a su grupo y ella tampoco seguir en la granja, la represalia podía ser atroz.
Edwin le dio los pocos alimentos que habían escondido y le dijo que huyera a Moscú, allí el ejército ruso estaba fortificado. El trataría de escapar detrás de las líneas.
Esa noche fue la última. Los dos se abrazaron fuertemente y trataron de dormir un poco. Al amanecer cada uno tomó su camino. Antes, Edwin le dio a Milenka un anillo que le había dado su madre, con una inscripción que decía: “a mi querido hijo Edwin, 1938”. Le prometió que se volverían a ver y se casarían.
***
Jueves 9 de Noviembre de 1989. Berlín
Era de noche y la gente se agolpó alrededor del muro, su caída era inminente.
Ernest ve entre la multitud a una joven, muy hermosa, de pelo rubio y de profundos ojos celestes. Quedó eclipsado. En medio de la conmoción la siguió. No acostumbraba a hacer eso con mujeres desconocidas, pero esto era diferente. Algo lo impulsaba a hacerlo.
La joven ingresó en un edificio. ¡No lo podía creer!. El vivía allí y nunca se percató de ella. Tal vez era una visitante y no viviera allí. Ernest se dirigió al conserje y le preguntó. El hombre le confirmó que habitaba el apartamento cuatro, en el tercer piso.
Al otro día, la caída del muro fue un hecho y la gente estaba feliz por la reunificación de Alemania. La algarabía reinaba por todas partes.
Ernest, se levantó temprano y la esperó en el pasillo; cuando la vio salir se le aproximó a ella:
-Señorita, tenga cuidado, el muro ha caído y si bien la gente está festejándolo, puede haber disturbios. -Era una estúpida escusa, pero no sabía que otra utilizar.
Ella se dio cuenta de ello y le sonrió.
-Gracias. ¿Cómo te llamas gentil caballero?
-¿ Me llamo Ernest Metzler y Usted ?
-Yo me llamo Milenka, como mi madre.
Ernest sintió una extraña sensación, pero no sabía que era. Luego de un rato, le comentó que su padre había combatido en la guerra y que conoció a una hermosa mujer en Rusia, llamada Milenka Korsakov.
De repente, la chica se le iluminó el rostro. Le dijo que ella era su madre y que jamás pudo olvidar ese amor, a pesar de haberse casado luego.
El la acompañó a su apartamento y ella le mostró un anillo con la inscripción en su interior que decía: “A mi querido hijo Edwin. 1938”. Era el anillo que le había entregado a su madre.
Ernest y Milenka eran los hijos de esos dos enamorados. Los dos se sorprendieron. Los extraños hilos del destino se volvieron a unir. Desde ese día comenzaron una hermosa amistad que poco a poco se transformó en un amor muy profundo. Después de dos años se casaron.
En la mitología oriental hay una leyenda muy antigua que dice:
“Un hilo rojo invisible conecta a aquellos que están destinados a encontrarse, sin importar tiempo, lugar o circunstancias. El hilo se puede estirar o contraer, pero nunca romper”.

Texto agregado el 20-09-2015, y leído por 284 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
13-12-2015 Entre tanto dusturbio...el hilo rojo ejerciendo su funcion.Linda historia!**** ana_blaum
05-10-2015 Una bella historia de amor y guerra. La casualidad y el destino a veces parecen eventos magicos en la vida de los seres humanos. Saludos. claudio_antonio
25-09-2015 Muy linda historia... KEILYSLINDA
21-09-2015 Dfabro, tienes una hermosa narrativa, no es envidiable; si no admirable, saludos. krisna22z
21-09-2015 Hermosa historia. Me gustó mucho el desarrollo de la trama y ese tono romántico- humano dado. La narrativa se caracteriza por su fluidez y sencillez, dos aspectos que bien manejados cautivan a cualquier lector. Al principio pensé que te basabas en una historia real, pero no es así. La premisa final sobre el hilo rojo y la filosofía oriental es así de cierto para mí. Te felicito, muy bien logrado. Un full abrazo de admiración. SOFIAMA
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