Mis queridos amigos:
Hay algo que no me gusta, no sé a ustedes, y se trata de todo lo relacionado con la muerte. Desde la visita de los enfermos, en que me ataranto con mis frases de consuelo y a veces digo sin querer: “conque agonizando, ¿no?” O en los velorios que por la fuerza de la costumbre: “muchos días de estos”, en fin para que le sigo.

Hay ocasiones en que tiene uno que acudir a dar el pésame, por conveniencia social, o por ser una persona muy allegada a nosotros. Tal es el caso de mi prima Celia, la hija de mi tío Francisco al que nosotros llamábamos Pancho, pero su esposa que había nacido y se había creado en la frontera con Estados Unidos, usaba el americanizado hipocorístico de “Frank”. Celia y yo desde pequeños fuimos muy unidos y se hace verdad el dicho vulgar de que “a la prima se le arrima”. Desde pequeños y más de jóvenes jugábamos al divertido y apasionante juego “del gallo y la gallina”.

Nunca se me ocurrió pensar que con el tiempo mi traviesa primita se convertiría en una sofisticada, agraciada y distinguida dama de la mejor sociedad. Claro, esto fue debido a su matrimonio con don Roberto, millonario banquero, asesor de los principales bancos del país. Dicen que el dinero hermosea a las personas, Celia, mujer bellísima, contrastaba con su marido que le llevaba más de treinta años y era chaparro, calvo y gordinflón. Al parecer es verdad que los “polos opuestos se atraen”. Don Roberto pasó a mejor vida y ese era el motivo de mi visita a su viuda.

—Me alegra que hayas venido —me dijo afligida y pesarosa enjugándose un par de lágrimas—. Mi psicólogo me aconsejó que no me quedara con mi dolor callada, que lo expusiera a un ser querido para airear mi alma y disminuir la angustia y quién mejor que tú para que escuches mis lamentos.
Desde luego yo me sentí honrado con estas palabras y más al venir de una dama tan hermosa, despampanante a pesar de sus cuarenta años, con un cuerpo escultural producto de mucho trabajo en los más caros gimnasios y una cara de virgen vestal artísticamente maquillada, así que puse cara de circunstancias y me dispuse de buena fe a escuchar sus confidencias.
—Has de saber —empezó— que Bob era mi consuelo, ahora que se fue siento la soledad como un dolor físico. No sólo me duele el alma, me duele la carne, en los huesos, en la sangre. Es como un dolor de muelas pero en todo el cuerpo. La soledad. Jamás la había temido, ahora se levanta ante mí como una sombra que me amenaza.
“Vaya con el banquero —pensé con sorpresa y cierto escepticismo—, nunca consideré que don Roberto fuera capaz de despertar pasiones tormentosas”. Me senté al lado de ella y abrazando sus hombros le dije:
—Verás que con el tiempo el dolor será menos.
—No, nada será igual —se calló un momento y continuó— a pesar de que era tan independiente, tan dueño de sí. Jamás me pedía nada, recibía mi amor como algo que le era debido, sin embargo no me molestaba. Era un macho dominante, su actitud distante y desdeñosa en lugar de repelerme me atraía; la indiferencia —que a veces me parecía estudiada— con que aceptaba mis caricias, me gustaba, y aún a veces me sentía feliz por los aires de rey que él se daba.
Al escuchar estos lamentos no supe que decir, y para no quedarme callado dije las siguientes triviales palabras:
—Es muy grande tu dolor, perder un marido es triste.
—¡Mi marido! —exclamó con un mohín de desdén— no hablo de ese viejo sangrón, melindroso y ridículo. Ojalá y se esté pudriendo en los infiernos.
—¿Pues de quién hablas? —pregunté con sorpresa.
—Pues de Bob, mi gatito querido, que acaba de ser atropellado al ir tras la gatita de la señora que vive enfrente de la casa —me contestó y estalló en llanto.