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EL REGRESO DEL NIÑO GOMA

Digamos que aquel día, por prestarle atención a un partido de la Champions League, olvidé terminar un trabajo de carácter urgente. Un cliente había teñido una camisa blanca con colorante azul marino, y cuando esta secó completamente, se percató que, en efecto, poseía ahora un fijo color azul marino pero con el hilo de la costura en un tono intermedio entre blanco y oscuro, pardo. El trabajo consistía en deshilar completamente la camisa para volverla a coser con hilo del mismo color que la tela. No se imaginan lo laborioso y cansado del trabajo. Hay que tomar el descosedor e ir cortando cada punto de costura, cuidando de no romper la tela ni forzar la hebra por temor a estropear el espacio para el siguiente hilvane. Una labor de exactitud quirúrgica, sin duda. Pasaban de las once de la noche cuando terminé el deshilado. El plan era dejarla así y coserle el nuevo hilo por la mañana; abrir muy temprano el taller y terminar la camisa antes del mediodía. Pues, me hubiera gustado llevarla a casa y tenerla lista, pero la máquina de dos agujas solo estaba en el taller. Apagué las luces, desconecté las máquinas y coloqué los candados. Afuera, la noche era muy fría, poseía el encanto de un cielo estrellado, y la soledad de la calle reflejaba tristeza bajo la tenue luz pública. Corrí el cierre de la chamarra hasta el cuello, encendí un cigarro, y comencé el camino. Debí quedarme en la esquina en espera de un taxi, a escasos treinta metros del taller, como hago siempre. Pero había sido un día malo y de pagos. En la cartera solo llevaba veinte pesos y un legajo de tarjetas que nunca he utilizado; con veinte pesos ningún taxi se dignaría a llevarme, y para llegar a casa, me separaban varias esquinas a lo largo de treinta minutos a buen paso. Sin perder más tiempo, inicié el camino a casa sin imaginarme, remotamente, lo que aquella noche me había preparado.

Faltaba recorrer lo largo del parque de la colonia para llegar a casa, cuando escuché el sonido de unos pasos tras de mí. Uno juzga el sonido a esas horas y un frío te recorre de los pies a la cabeza. Durante todo el trayecto vi, a lo mucho, un par de taxis, el jugueteo de sombras en las cortinas de alguna ventana, o una vaga pelea de gatos a lo lejos. Supongo que el temor que me hizo caminar con desconcierto cuando escuché que alguien seguía mis pasos, se debía al cotilleo escatológico del que estamos acostumbrados. Frente al espejo mi estatura nunca fue imponente, y mi espalda curva hacía ver mi cuerpo como el de una tortuga que asoma la cabeza temerosa de algún peligro. En aquel momento enderecé la espalda y levanté la mirada como cualquier elemento de formación castrense a un superior, y volví a encender un cigarro nuevo con la intención de interpretar a un chico malo, o queriendo decirle a quien me seguía que si buscaba pleito, pleito iba a tener. No fue sencillo reproducir en segundos mi nueva actitud, pues cuando mis sentidos se exaltaban ante lo nuevo: una ventisca que se llevaba el grito de las hojas secas, el columpio del parque que con el viento jugaba; mi cuerpo, regresaba a su cobarde estado natural. Y el frío que sentí hasta en las venas cuando escuché que los pasos atrás aceleraban el ritmo, detuvo mi camino. En todo ese tiempo nunca tuve la intención de mirar atrás. Imagino que se convierte en un mecanismo de defensa del miedo, en protegerse del posible horror que se pueda encontrar. Lo nuevo siempre tiene algo de horror. Lo cierto fue que nunca tuve una explicación lógica cuando me preguntaba por qué no continué la marcha. El tráfico de miedos que transcurrió en mí durante los pocos segundos que duró la pantomima: “cómo actúa un chico malo ante pasos no identificados”, se esfumó al sentir en un costado de mi espalda, el hambriento deseo de sangre del picahielo que manejaba el verdadero chico malo y, cuya otra mano, la utilizaba para oprimir mi cuello mientras pronunciaba con prisa su amenaza final:

-Dame todo lo que traes y hacemos esto menos complicado.

Respiré aliviado. Digamos que el carácter lacónico de la sentencia, me quitó la angustia del cuerpo; imaginé ver un hombre de negro o una mujer de blanco llorando; o sencillamente, voltear y no ver nada y que el sonido de los pasos me torturara cada noche. Pues al final, la experiencia de un asalto es un simple trámite, no así, el castigo divino para un pecador que te meten desde niño. Farfullé tonterías al inicio pero cuando asimilé que se trataba solo de un asalto, me digné a responder en monosílabos y hacer lo que pedía el desgraciado, confiando en su palabra de hacer todo menos complicado. Recibió la cartera, un prendedor que hace mucho encontré en un rincón del taller y que intenta imitar un barquito de oro, y mi reloj de pulsera con calculadora que me acompañó casi diez años. Casi me río de su enclenque motín. Imaginé su cara cuando diera fe a solo veinte pesos en una cartera tan gorda y prometedora, que también quise imaginar el momento en que rompía cada tarjeta con su furia enferma. Soltó mi cuello, y el picahielo que no sentí después por la anestesia del miedo, también se alejó de mí. Seguí como estatua algunos segundos esperando escucharlo correr o cualquier cosa que anunciara el fin del momento aciago. En la confusión, y a punto de volver la cabeza hacia él, lo escuché ordenar dudosamente:

-Quiero que gires mirando siempre al piso y me entregues tu chamarra y ese collar que escondes.

Traté de apresurarme para terminar con todo. Mirando al piso pude verle un pantalón café tan ancho que solo alcanzaba a salir la punta de sus zapatos negros. Y en el momento en que amilanaba colocándome el picahielo en el pecho, sentí como me envolvía su aliento alcohólico. Llegué a pensar en empujarlo y escapar a toda velocidad, creyendo que su estado no lo dejaría alcanzarme; al final de cuentas, era un picahielo y no una pistola, aunque casi al instante decliné, imaginando que si había alguna otra droga en él, lo volvía potencialmente más peligroso que cualquier abstemio agresivo, y no estaba para ser ratón de laboratorio. Sin mover la mirada del piso le dije:

-Es solo una vieja cadena donde llevo la llave de mi casa -y alzándola para que la viera-: ¿Dónde dormiría?

- ¡Dame la chamarra! -y enfatizó, intimidante- ¡Cuidadito y me miras, cabrón!

No duró más de diez segundos. Pero cuando le entregué la chamarra y me vi sujeto ante la orden de lo prohibido, mi deseo de quebrantar las reglas se disparó, y mis ojos buscaron directamente el rostro de aquel hombre que conectó un derechazo en el mío al saberse descubierto.

¡El Niño Goma!, grité para mis adentros, sintiendo el ardor del puñetazo seco. Al instante fue inevitable caer en el fondo del recuerdo. El rostro que acababa de descubrir era tosco, grasiento, con una nariz redonda y ancha, y unas cejas levantadas que le daban aspecto rudo. Pero, caer en el recuerdo, era hipnotizarse con el ojo izquierdo gris y la cicatriz debajo de éste que le dibujaba una lagrima eterna. Caí en el abismo sin resistencia, sintiendo como las imágenes se acumulaban en mi mente. El Niño Goma fue la peor pesadilla en la secundaria. Pocos apodos tan certeros; el niño goma tuvo que batirse en incontables peleas para mostrarle a toda la secundaria la agilidad de su cuerpo y el don de no recibir golpes en legendarios combates. Niño Goma era un Dios. Todos los efebos carentes de figura paterna iban detrás de él. Ordenaba y se hacía. Nunca se vio hijo más desobediente en la secundaria técnica número treinta: agujetas de colores, suéter amarrado en la cintura, cinturón cholo colgando hasta la rodilla de la pierna izquierda, patillas largas… Incluso, quien se adelantó a profetizar el futuro de Niño Goma fue el profe Chelo, nuestro maestro de educación física, quien dijo que la vida de ese muchacho cabrón estaba adentro de un cuadrilátero. Una mañana, después de meses de abusos y humillaciones (Niño Goma me quitó los pantalones, me dejó encerrado en un casillero de los baños, y se fue a escribirles “puto” con corrector), congregados alrededor de Pedro “el bananas”, quien sostenía el diario local, supimos que Francisco Gatica el Niño Goma, se probaría en una pelea amateur de box en el Club Moncayo un sábado veintisiete. Muchos sonreímos al enterarnos, pues lo que nunca pensamos que llegaría nos tocó los ojos, Niño Goma había dejado la escuela. El ojo gris y la lágrima cicatrizada no volverían a causar terror.

Se preguntarán si es posible recordar todo eso en el momento en que Niño Goma me conectó el puñetazo y puedo jurar que sí. Fue como si por algunos segundos se congelara el instante. La cicatriz y el ojo de gato era el enigma cómplice. Vi a Niño Goma mirarme, intentando descubrir qué le debía yo en esta vida. Resulta que a pesar que compartíamos salón, siempre busqué alejarme de él, no mirarlo, sentarme lejos. Pero, a pocos días del ingreso, llevaron al salón los registros para elegir en qué taller queríamos estar durante la estancia, y fue mi fin. Todos los hombres del salón se repartieron entre carpintería y dibujo técnico, pero cuando supe que Nayeli Navarrete cursaría corte y confección, dejé caer mis datos, ilusionado en que me hiciera caso. Mi sorpresa fue que el Niño Goma había elegido el mismo taller para “conquistar viejas”. Fui su criado oficial durante el curso y debía hacer sus trabajos porque él no era “mariposa”. Y a pesar de que no escondí mi disgusto, decidió que debía ser su escolta y me bautizó como “la costurera”. Un día de esos, me obligó a saltar con él el alambrado de la escuela, a escapar. Iríamos a comer pizza y dar un paseo por el único centro comercial de aquel tiempo, y después, Niño Goma me llevaría a ver una pelea de perros que había organizado su hermano. Estar con él me significaba en todo momento miedo. No sabía lo que podía ocurrir (Niño Goma golpeaba chicos de otras escuelas porque lo miraban a los ojos) ni lo que provocaría en algún arranque. Lo cierto es que Francisco Gatica pareció haber recordado lo que debía cobrarme, pues mientras mi cara ardía y mis dedos sentían hincharla, me tomó con ambas manos de la camisa, y me pegó contra la pared. Quiero pensar que nos conectamos en el día en que escapamos de la escuela. Estando en el centro comercial, después de comer pizza, entramos a una tienda de discos. A esa edad es una experiencia reveladora, no importan los artistas tanto como las portadas de los discos, y la verdad, era un verdadero banquete pasar horas ahí. Pero nunca pensé que Niño Goma tenía un plan: robar “15 rolitas de amor”. Ahora puedo decir, que me envolvió un miedo terrible ver tantos años después aquel ojo gris con su lágrima, tanto como en el momento en que sonó la alarma de la tienda de discos. Aterrado, llorando, propuse llamar a mi padre, quien pagó el disco para que nos dejaran libres. Después, habría de cambiar de escuela y de saber que Francisco Gatica Niño Goma, solo ganó un combate de doce con una polémica que incluía al referee Huesos Mercado. Recordé haberlo visto en el Club Moncayo frente a un costeño apodado Pelao Piraña, quien lo llevó al suelo tantas veces quiso, Niño Goma solo abrazaba al rival, y muchos creímos que aquel cruzado que al inicio deslumbró, y el don de no recibir golpes, fue tan solo fantasía. El Niño Goma me presionó con más fuerza e intentó levantarme del suelo. Sentí un mareo y llegué a pensar que desmayarme también era un mecanismo de defensa, y que algo en mi quería ponerle fin al odioso momento. Niño Goma me soltó, me miró con expresión repulsiva y dijo:

-Me debes el disco, costurera.

Con aire triunfal, parecía que daba media vuelta y se alejaba, pero dio muestra de la vigencia de su agilidad y me conectó un cruzado que me llevó al suelo. Escuché que se alejaba y borrosamente, a lo lejos, alcancé a verlo poniéndose mi chamarra. Reí pensando que su cruzado no era fantasía, y traté de incorporarme lo más rápido. Quería llegar a casa pronto, buscar aquel disco, tratar la hinchazón de inmediato, y tenderme a dormir. Pues tenía por la mañana una camisa pendiente en el taller para el mediodía.

JLCQ.

Texto agregado el 15-02-2016, y leído por 310 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
26-02-2016 Es un texto interesante, complejo y muy bien argumentado, la historia a pesar de ser en tiempos desordenados está bien hilada, por lo que lo considero un muy buen trabajo kalidevi
 
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