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¿HAS VISTO CAER LA LLUVIA?


— ¿Has visto caer la lluvia últimamente?, me preguntó, nada más sintió mi presencia tras de ella. Un tanto sorprendido por su pregunta quedé callado mirándola atentamente. Estaba sentada frente al ventanal de nuestro departamento ubicado en el tercer piso de aquel edificio ubicado precisamente frente a un pequeño parque rodeado de grandes árboles y con una fuente en el centro del mismo, hasta antes de la última ampliación al lugar. Extrañamente el surtidor no vertía agua aquella tarde de lluvia, por lo tanto, la ondina quien lo ocupaba sonreía forzada caracola en mano, de donde sólo escurría tímidamente el agua de lluvia caída del cielo y los peces quienes en derredor le hacían cortejo, inútilmente abrían la boca sin arrojar el chorro de agua, usual homenaje a la figura marina.

Todavía a sus espaldas, la miré, sorprendiéndome de la triste realidad. ¡Ya casi ni me fijaba en ella!, hasta ahora me daba cuenta que dejó de teñirse el pelo y unas hebras de plata adornaban sus sienes. Nuestros horarios de trabajo desde hacía muchos años nos impedían un acercamiento, la rutina y el desinterés nos fueron convirtiendo en compañeros de vivienda y nada más. El calor del amor y el fuego de la pasión entre nosotros fue menguando a pesar de los esfuerzos —debo reconocerlo— de parte de ella.

— ¿En dónde quedó el hombre que conocí y quien me desposó enamorado?

— Aquél quien regresaba por las tardes presuroso y anhelante para cubrirme de mimos y caricias. El mismo quien me cuidó y cubrió de atenciones en mis embarazos y arrullaba con ternura a sus pequeños hijos—

— ¿En qué caminos se extravió? — ¿Qué hice o hicimos mal? Preguntó quejumbrosa.

No quise contestarle o no pude, tal vez no deseaba herirla, humillarla con mi confesión, ¡no se lo merecía! Había sido tan bondadosa y fiel conmigo, una excelente madre y ama de casa. Paciente en la espera en aquellas noches interminables de mis ausencias. Honesta y cuidadosa de nuestros bienes, había velado con ternura mis enfermedades y las de nuestros hijos, siempre callada, sin exigir nada, sin cuestionar nada, conociendo mis infidelidades y fingiendo no saberlo, soportando la vergüenza, la maledicencia y el escarnio de los demás, incluyendo el de sus propios familiares.

En silencio puse mis manos sobre sus hombros y ella recostó su cabeza sobre una de ellas y al mismo tiempo me decía: —¿Me acompañas a ver caer la lluvia?

Siempre en silencio me senté junto de ella y dejé mi mirada perderse en el suelo del parque. Miré como las gotas de lluvia al caer sobre los charcos formados por la llovizna producían ondas, que al vuelo de la imaginación formaban figuras. Entonces la ansiedad me ganó al percatarme de la hora y recordar el compromiso pendiente. Seguramente al otro lado de la ciudad otra mujer estaba deseando en ese momento que la lluvia dejara de caer y ya no fuera obstáculo para acudir pronto a su lado.

Sí, “la otra”, quien suele acompañar al hombre casado sin pedir mucho a cambio. Esa tan denostada a quien la gente endosa como una sombra a la esposa engañada. Aquella quien termina por acostumbrarse a las migajas y no sabe de compañía en los días festivos, porque estos son familiares. La misma, quien vive entre las sombras siempre oculta y se convierte en reina sólo en la cama.

En ese momento sentí la mano de mi esposa sobre la mía, al momento de oprimirla con fuerza me preguntaba:

— ¿Recuerdas la primera vez que nos amamos? ¡También llovía!

Apreté con ternura su mano, justo en ese momento volvimos la cara para mirarnos. ¡Estaba llorando!, gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas. Me miró fijamente, en su mirada encontré mitad reclamo, mitad súplica. Entonces los buenos recuerdos me avasallaron, la parte animal enquistada aun en mí fue dominada por la otra parte humana que aún me queda y resolví quedarme aquella tarde para ver caer la lluvia a su lado.

Mañana cuando deje de llover —me dije— iré a ver a mi Ali, le compensaré mi ausencia de hoy, ella habrá de comprenderme, después de todo, cuando sólo se es “la otra”, se corren estos riesgos. Seguramente me estará esperando con su cuerpo joven, vigoroso, siempre dispuesto a complacerme, en ese remedo de relación, que aunque no es la mejor forma de vida, para mí son los últimos tiempos, mis arrebatos postreros, mi loco frenesí en el ocaso, ¿por qué privarme de ello? si la vida misma la puso en mi camino.

¿Qué le hago daño?, ya me lo he cuestionado. No puedo ser juez y parte, porque no alcanzo a escuchar a mi conciencia debido a la resonancia de mi corazón y los gritos apremiantes de mi libido no me lo permiten cuando estoy con ella.

Tal vez mañana cuando esté a su lado y después de hacer el amor, en un arrebato de ternura probablemente le pregunte... ¿Has visto caer la lluvia?




Jesús Octavio Contreras Severiano.
Sagitarion

Texto agregado el 24-02-2016, y leído por 344 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
25-02-2016 Se me descargó el móvil ,lo cargué y quedó así!!! Perdón... 6236013
25-02-2016 Esta historia duele... Siempre se habla de la otra victimizándola. Ella es reina en la cama;pero los sacrificios los vivió la esposa.. Bueno así es la vida!!! El hombre siempre busca una mujer mas joven. Cotidiana y buenísima historia. Dulce mujer la esposa... ***** Un abrazo Victoria La madre de los hijos. La que envejeció,sufrió. Pienso en este mismo caso al revés... La vida es cruel para esa mujer 6236013
25-02-2016 Uhhhh, la disyuntiva apremia; porque no se puede tener lo mejor de ambos mundos? Cinco aullidos observando la lluvia Yar
25-02-2016 Muy interesante! :) JuliaFlorencia
24-02-2016 eres un crack amigo...***** blasebo
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