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Olor a gloria

De que siempre fue un gran pecador, no hay ninguna duda. Durante los 42 años de su vida, Remigio faltó con frecuencia a las leyes de Dios.
No obstante, siempre tuvo la intensión de corregir las debilidades de su carne y eliminar, o por lo menos disminuir sustancialmente, las actitudes que le perjudicaban a sí mismo o a los demás. Lamentablemente, no pudo alcanzar del todo sus propósitos al perder la vida en una balacera.
Ese funesto día escuchó unos disparos y corrió buscando refugio, ya herido. Logró protegerse bajo un auto estacionado, y mientras trataba de contener la sangre que brotaba de su pecho, llegaron a su mente algunos momentos felices de su existencia. Estas evocaciones le hicieron pensar que su fin se acercaba. Entonces, en medio del dolor y la impotencia, evocó al Creador y con voz apenas audible, pero con arrepentimiento sincero, exclamó un “¡Perdóname, Dios mío!” y expiró unos instantes después.
No supo cuánto tiempo transcurrió desde ese momento. Cuando recobró la conciencia se encontraba en un parque en el que árboles y plantas de toda especie embellecían el paisaje; con animales domésticos y salvajes que convivían amistosamente y con las aguas cristalinas de un río que regaban el suelo. Frente a él estaba un hombre de barbas blancas y sonrisa franca que inspiró, de inmediato, su confianza. A lo lejos, veía personas como figuras etéreas que departían animadamente, y entre ellas reconoció a sus padres fallecidos. Ellos lo vieron aunque por alguna razón no se atrevían a aproximarse.
-¿Dónde estoy? –preguntó curioso, pero satisfechos por la paz que le inundaba y la belleza que le rodeaba.
-En el paraíso. Falleciste y ahora vas a tener una morada en el cielo. –replicó el anciano.
-Estoy maravillado con todo lo que veo, pero no creo merecerlo: soy un pecador, Señor.
-Fuiste un pecador, pero en el momento crucial de tu vida me aceptaste. Te perdoné y tus pecados se volvieron blancos como la lana.

Aquella sí que era una buena noticia.

-Siempre escuché hablar de las bondades del “Padre Misericordioso”, pero es un privilegio con el que no contaba.
-Es la realidad: estás redimido y aquí vivirás por toda la eternidad.
Remigio no podía dar crédito a lo que oía, por eso afirmó:
-Todo esto me parece un sueño hecho realidad, Señor. Con tu anuencia, me gustaría aprovechar este momento para preguntarte algunas cosas que siempre me inquietaron.
-¡Claro, hijo! Pregunta lo que quieras con toda confianza.
-Bien. Nunca entendí como siendo un Dios tan bueno, (porque supongo que estoy frente al Dios Todopoderoso), permites el dolor, la miseria y la enfermedad en seres humanos inocentes.
-Es cierto que existe todo lo que dices. Hasta mi propio hijo sufrió más que cualquier otra persona, pues murió para librar al mundo de la Maldición del pecado. Esta fue una gran liberación que también asegura la salvación de aquellos que han muerto antes de alcanzar la edad de elegir, conscientemente, lo incorrecto sobre lo correcto. Todo sufrimiento en el hombre común ocurre para su bien y para Mi gloria y en el momento oportuno sabré recompensar los ratos amargos que todos alguna vez padecen.
-¿Pero no crees que hay mucha maldad en el mundo? –insistió Remigio.
-Hay maldad entre los que interpretan equivocadamente el libre albedrío, pero fíjate que, a pesar de todo, el bien abunda y por eso la gente se aferra a la vida. Los valores del mundo hoy están distorsionados a causa de la rebelión del hombre en contra de Mi Palabra, pero oportunamente pondré todas las cosas en orden.
Remigio escuchaba atento esas sabias palabras, y por primera vez entendió las explicaciones que Él le ofrecía.
Sólo una cosa más le inquietaba y decidió salir de dudas.
-Finalmente me preocupan mi mujer y mis hijos, Señor. Pienso que ahora que no estoy a su lado pasarán muchas dificultades.
-No te afanes por eso, hijo. Nunca desamparo las viudas ni los huérfanos. Ten la seguridad de que les proveeré todo lo que necesiten.
El hombre se sintió tranquilo con cada respuesta dada por el anciano, aunque le asaltó la duda de si había tenido el gran privilegio de conversar con el mismísimo Dios o si quien lo había recibido y le consolaba era algún santo varón de antaño, quizás Moisés, Abraham o Elías.
Estaba perdido en sus cavilaciones cuando vio con gran alegría que había llegado el momento del reencuentro con sus padres, que ya se acercaban para darle la bienvenida. Pretendió entonces agradecer la presencia de Aquél que le brindó sus palabras de aliento y le ayudó a disipar cada una de sus dudas, pero Él ya se había marchado dejando el espacio perfumado con una fragancia exquisita: ¡un olor a gloria!

Alberto Vásquez.

Texto agregado el 22-03-2016, y leído por 118 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
25-03-2016 Excelente texto. Además, esta muy bien manejado el dialogo y los argumentos. Se deslizan suavemente sobre el texto. Felicitaciones. 5* dfabro
22-03-2016 Hermoso relato, muy bien narrado que transmite la fe profunda del que escribe y que envidio sinceramente aunque no comparto. elisatab
22-03-2016 Exquisito texto con profunda reflexión sobre la conducta humana. En estás gloriosas líneas extraídas de tu texto, expreso mi opinión sobre el mensaje de tu bien lograda historia: “Hay maldad entre los que interpretan equivocadamente el libre albedrío, pero fíjate que, a pesar de todo, el bien abunda y por eso la gente se aferra a la vida.” Un escrito ejemplar y bien razonado. Un abrazo eterno, Alberto amigo. SOFIAMA
 
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