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Puse un par de balas en la pistola. Era una de esas antiguas, parecía sacada de una película del viejo oeste de los 60. Solo tenía espacio para seis bala, debe de ser suficiente para dos personas.

Mi esposa Karen y mi hijo Michael Jr.

Ambos estaban tirados en el suelo boca abajo. Los únicos movimientos que hacían eran pequeños espasmos. Debí haberlos golpeado muy fuerte con la pala.

El recuerdo de verlos con espuma en la boca, ojos rojos y manchas incluso más rojas que expulsaban un líquido amarillo, me dolía mucho.

Y el pensar que tenía que matarlos me dolía todavía más.

Todo había sido demasiado rápido. Se podría decir que mi esposa y mi hijo son los pacientes uno y dos de una epidemia que estoy a punto de detener.

El paciente cero era una rata mojada. La más grande que había visto en mi vida. Michael Jr. la sostenía de la cola hace un par de horas.

- Deja eso- le ordené, quería que me ayudara a limpiar el granero.

No me respondió. El animal se retorcía estando boca abajo. Sus ojos rojos me asustaban mucho. Unos temblores repentinos aparecieron.

- ¡Deja eso!- le ordené esta vez aumentando mi tono de voz.

Creo que mi grito debió de haber espantado al animal porque se movió con más fuerza. Su cola se resbaló de los dedos de Michael Jr. y cayó al suelo. Mostró una expresión vengativa y, en menos de un segundo, mordió a mi hijo en la pierna.

Su chillido me hizo acercarme a ayudarlo. De una patada alejó al animal. Me puse delante de él en caso de que quisiera volver a atacarlo.

Me miró amenazadoramente, incluso me mostró los dientes, yo le respondí de un palazo aplastándola hasta dejarla convertida en una mancha de pelos y sangre.

Llevé a mi hijo a casa, Karen le desinfectó la herida, se estaba haciendo morada. Ardía en fiebre. Le pusimos a descansar.

- Debemos llevarlo a un hospital.- me dijo Karen muy preocupada.

Nuestro capital ajustado no me lo permitía. Dejé de pensar en eso. Michael Jr. era mucho más importante.

- Vamos.

Ambos entramos al cuarto de nuestro hijo. La cama estaba bañada en sudor. Eso no era lo peor. Las manchas rojas, que parecían bultos, estaban en toda su cara. La venda que cubría la herida, mostraba una mancha roja extendiéndose por todo el blanco de la tela.

- Dios mío- dije con la mano en la boca. Yo también sudaba de pánico.

- Tenemos que cambiarle la venda- me dijo Karen con voz pálida.

- Voy- respondí sin más.

Corrí hasta el baño, abrí el botiquín y saqué vendas nuevas. Antes de volver me di un par de chapuzones de agua. Era lo más cercano a la relajación que podía tener, aunque sea por unos segundos.

El grito de mi esposa me regresó a la realidad. Corrí con las vendas y al entrar vi a mi hijo fuera de la cama con la boca llena de sangre y a Karen, en el suelo con una marca de mordedura en el cuello.

Cuando Michael Jr. comenzó a acercarse a mí con esa expresión hambrienta me alejé.

Cuando Karen se puso de pie e hizo lo mismo corrí hasta la puerta. Ellos corrieron. La pala estaba al lado.

La sostuve. Estuve en una posición de ataque. Mi cerebro no quería hacer nada. Sin embargo cuando ellos me atacaron terminaron recibiendo un palazo en la cabeza.

Dejé la pala y cogí una cajita de madera que estaba guardada muy lejos del alcance de Michael Jr.

Dentro estaba la pistola de mi abuelo con un puñado de balas.

He visto algunas películas de zombies y sé que su mayor debilidad es un disparo en la cabeza.

Estábamos en la sala de la casa, iluminada por un solo foco.

Era un espacio demasiado pequeño. El olor no dejaba de molestarme la nariz y removerme el estomago. Quería vomitar.

Le apunté, primero a mi esposa. Me temblaban las manos.

¿Estaba seguro de esto? Eso ya no importaba. Solo disparé, les disparé a los dos.

Solo conseguí darles en sus espaldas. Ambos tenían la cabeza intacta. Revisé si la pistola tenía balas. Nada. Opté por la cajita. Había algunas.

Mientras ponía las balas en su sitio no noté a Michael Jr. moviéndose hacia mí.

Recién me percaté cuando sus dientes tocaron mi pierna. Me mordió tan fuerte que perdí el equilibrio y caí al suelo.

Mi cabeza recibió la peor parte. Sentí escapar la sangre de
mi cráneo. Lo último que vi antes de perder el conocimiento fue a mi esposa y a mi hijo acercarse más a mí.

Cuando abrí los ojos los vi a ellos. Me faltaba carne en ambos brazos y cojear fue lo máximo a lo que podía aspirar. Mi estomago estaba al revés y mi boca, llena de espuma. Mis ojos lloraban sangre.

Ninguno de los dos me atacó. Ahora era uno de ellos. Los tres salimos de casa, nuestro hogar. Tenía un apetito de carne.

Mi vecino era carnicero, tenía mucha. Pesaba más de 120 kilos. Hacía allá nos dirigimos.

Ya nada importaba.

Estaba con mi familia.

Texto agregado el 21-07-2016, y leído por 76 visitantes. (0 votos)


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