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Inicio / Cuenteros Locales / Marthalicia / LA LAGUNA DE LOS JUNCOS

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Cada vez que salíamos a cabalgar terminábamos alrededor de la laguna. En dos años que estuve viviendo en esa chacra siempre la vi calma, serena, mansa… Lo que me impresionaba era el color sombrío que esa calma tomaba cuando el sol se ponía en el horizonte.
Algunas veces nuestro paseo, -me refiero al que dábamos todas las tardes mis dos alumnos y yo-, se convertía en una complicada tarea. Teníamos que rescatar de la laguna una vaca o un ternero que -al internarse demasiado-, había quedado aprisionado en el barro del fondo. El animal que hallábamos en esa condición, también estaba como la laguna: tranquilo, reposado. Tal vez, nunca tuve la oportunidad de verlo en el momento en que quiso salir y no pudo. Siempre que lo encontrábamos estaba como resignado a permanecer ahí. Entonces, los dos niños, asombrosamente hábiles en esas tareas, se desplegaban y empujaban al animal empantanado con sus propios caballos o lo enlazaban y, desde la orilla, lo iban arrastrando hasta que pudiera moverse por sí solo.
Yo sólo era la espectadora del trabajo, presta a colaborar con lo que fuera necesario: ir a pedir ayuda a la casa o traer alguna cuerda destinada a enlazar el animal… La laguna rodeaba y ocultaba toda esa actividad tras el cerco que formaban los juncos a su alrededor. Éstos abundaban en ese lugar y le daban nombre a una hermosa estancia de la zona: Los Juncos.
Cuando mis alumnos iban a la escuela que funcionaba en esa estancia, -cosa que hacían cada quince días para ser evaluados- y el tiempo era agradable, yo me iba sola a la laguna. Acostumbrada a devorar más que a leer una gran cantidad de libros por mes, dejaba que mi imaginación se lanzara libremente por historias leídas y pronto me convertía en la protagonista de las mismas. También solía llevar conmigo un cuaderno pequeño en el que escribía -sin desmontar- algunas ideas que se me ocurrían, mientras el caballo -con las riendas flojas- caminaba lentamente. A partir de ese punto, mi imaginación creaba sus propias novelas.
Uno de esos días en que me encontraba sola –los niños se habían marchado dejándome ensillado uno de mis caballos preferidos-, monté después de la merienda y enfilé al trotecito para la laguna. Cuando llegué a la orilla, me sorprendió el silencio. En anteriores ocasiones, la risa y las voces de los niños habían impedido que reparara en ese detalle. Era como en el interior de un templo: un silencio que imponía respeto
Una suave brisa movía los delgados y esbeltos juncos. Se veían elegantes y se movían armoniosamente como si fueran los bailarines de un ballet vegetal. Oscuros, altos y pertinaces en su gallardía, me hicieron recordar la frase de Blas Pascal, encontrada en alguno de los tantos libros que había leído: “El hombre no es más que un junco, el más débil de la naturaleza, pero un junco pensante”. Esta comparación expandió mi espíritu pues me hizo pensar que así era yo: una oscura maestra de campo tan oscura como los juncos, pero pensante.
Mientras recorría –al paso del caballo- la orilla de la laguna, abstraída en esos pensamientos, noté cierto movimiento en medio de la laguna. Me pareció ver la cola de un pez que aparecía y desaparecía fuera del agua. Escuché como un aleteo mezclado con chapoteo. Me detuve. Sabía que en la laguna había nutrias que desaparecían apenas notaban la presencia humana, pero lo que estaba viendo no era una huida de nutria. Ante mi sorpresa apareció la parte superior de un cuerpo humano femenino. ¡Bárbaro! ¡Tengo una vecina que también ama la laguna! me dije.
Detuve el caballo y me quedé observando inmóvil, sin que me viera. Una hermosa cabeza femenina con largos cabellos, un rostro agradable e infantil. Cada vez que emergía, su pelo brillaba con distintos colores iluminado por los débiles rayos de un sol que ya estaba por desaparecer. Era una niña que se movía como un pez y que subía y bajaba su… ¡cola de pez! ¡Era una sirena! ¡En la laguna había una sirena! ¡Entonces existen!, pensé. Mi corazón casi deja de latir por el impacto de la sorpresa. Lo que yo sabía era que estaban en el fondo del mar y nunca en una laguna… ¿Viviría sola o acompañada por otras iguales que ella? ¿Cómo llegó a la laguna? ¿Por qué antes no la habíamos visto?
A riesgo de tener que volver caminando hasta la casa, descendí del caballo y empecé a hacer señas. Levantaba los brazos y movía las manos, tratando de que me prestara atención. Pero ella -aunque dirigió su cabeza y su mirada en mi dirección-, no acusaba recibo. No daba muestras de haber notado mi presencia. Empecé a gritar desesperadamente ¡eh!... ¡eh!... ¡eh!... En el silencio de la tarde ya avanzada, mis gritos sonaban muy raros y un eco suave los imitaba. Hubo como una respuesta de aleteo de teros, patos salvajes y chapoteo de nutrias huyendo desesperadamente. Sin embargo, la sirenita seguía jugueteando apaciblemente en el agua como si una burbuja la encerrara en su mismidad.
El tiempo había pasado sin que me diera cuenta. Es cierto que en el invierno, los días son más cortos, pero la experiencia de encontrarme con la niña-pez, me trastornó. De pronto, empecé a sentir el galope y las voces de los niños que regresaban de su viaje a la escuela. Dudé en contarles lo que había vivido. Recordé que ese paseo lo habíamos hecho juntos los tres y, sin embargo, nunca antes la sirenita se había presentado. Además, si los niños llegaran a dudar de lo que yo les contara, ¿cómo podría luego seguir dándoles clases? Creo que en ese momento se hizo una luz en mi mente. La aparición de la sirenita lagunera era algo que siempre estuvo esperándome. Ese día había sido el elegido por ella para sorprenderme. Lo único que tenía que hacer era recrear esa misma situación algún otro día; volver sola, caminar serenamente y dejar que mi imaginación se expandiera como una flor que se abre al beso del sol al ocultarse. Cuando volviera a suceder, aparecería la sirenita nuevamente. Ese sería mi secreto.
Cuando los niños llegaron donde yo estaba me preguntaron:
¿Era usted la que gritaba, seño?
–Sí, ¿quién otro más podía ser? Gritaba para que vinieran a ayudarme a subir al caballo. Sin pensar me bajé y hace ya un largo rato que intento montar y no puedo. El mayor de los hermanos me ” hizo pie” y pude volver a montar. Al galope largo enfilamos para la casa.
Ahora espero con ansia que llegué el día en que los niños deberán volver a la escuela. Falta exactamente un mes.

Texto agregado el 04-09-2016, y leído por 365 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
17-01-2020 Me encanto querida Marta . Una narrativa estupenda. Todo pasa como si el viento se llevara tus letras. Fluye con la simpleza y la forma de un estado de animo intimo natural y positivo. Me gustoo. Saludos. deojota51
18-07-2017 Me gusta su estilo al narrar, es claro y sabe de que está hablando. Saludos afectuosos desde la Patagonia. CalideJacobacci
23-10-2016 Un trabajo donde uno puede cabalgar cada una de las sílabas en conjunto con esa sirena lagunera. Buen hilo conductor y prosa liviana y fácil de comprender (No como otros!! Jajajajajja) Tienes el don de relatar aventuras que son la delicia del lector, excelente!! Saludos desde Iquique Chile. vejete_rockero-48
16-10-2016 El lugar descrito llama a pensar en algún tipo de misterio que se halla latente en él, y el punto en que como narradora lo descubres me sabe a un símbolo para representar un estado interno o un fenómenos de algún otro tipo, acaso natural; o si no un claro merodear de la fantasía en ti suscitado por todo ese ambiente; saludos! litomembrillo
15-10-2016 Es muy ameno tu estilo de escritora. ¡Felicitaciones! calara
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