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Se escuchó una explosión sobre la mesilla en la sala, en casa de Nicolle, una altisonante campanada que le hizo derramar una gota de la copita de ron que sorbía delicadamente con sus carnosos labios agrietados como durazno seco. La llamada, desde el vibrante barullo agudo, anunciaría una catástrofe en el silencio de la reunión de universitarios que se congregaban para discutir asuntos fútiles y sociales, de vanidades y cosas al azar. “¿Quién carajo marca tan tarde, debe de ser algo urgente porque en caso no lo sea, prometo llevar el infierno a la casa del responsable?” sentenció la rabiosa dama que se secaba con el pañuelo de Antonio la gota que le cayó sobre el muslo por el sobresalto. Su cabeza y visión estaban también sobresaltados, el aliento de caña fermentada emanaría hasta por el teléfono cuando conteste y el efecto adormilante del alcohol en el cerebro entreveraría su palabreo ya torpe por naturaleza. Así, a pesar de la anunciada tragedia, la relajada actitud de los borrachos frente al peligro- porque en estado etílico se puede hasta crear el universo y no percatarse al cuarto día la terrible creación que ya estaba logrando la víctima inflamable- y del agobiante ruido del campaneo, esperaron hasta el último segundo para poder contestar el maldito teléfono.

“Hola, ¿quién es?” Contestó al fin, apaciguando la jovial banda en la sala, gritando a los otros habitantes de la casa-que no eran ni sus amigos, ni las mascotas-: “Oigan, han llamado a esta hora de la noche, a la casa, debe ser algo importante porque esto me ha jodido la inspiración con la que hablaba del desgraciado de Terry Bellamy y me ha mojado el regazo con el apestoso ron; mamá, papá, tío, abuela, espero hayan escuchado mi voz irritada y apestosa aunque sea domingo por la noche y mañana tengan que cubrir sus asuntos, esto es de vida o muerte, así que espero vengan cuando reciba la nueva”. La sala era blanca, más blanca en la inminencia de las malas noticias, con muchos sofás con capacidad de dos o tres o cuatro personas; en los primeros se posaban amantes o mejores amigos, en los segundos el trío poderoso que se dedicaría a conversar sobre política y los cursos de la universidad, y en el último y más grande mueble de la sala, frente a al equipo de sonido y televisor, se sentaba Nicolle, rodeada de la corte organizadora de la tertulia, aunque esta vez se había cambiado de sitio con Aurora para poder contestar el teléfono que estaba adosado a la pared, sobre la mesilla. Todo el gorjeo en el salón familiar se desvaneció como la niebla bajo el soleado renacer del alba en las playas. Todos, a pesar de haberse tomado más copas de lo que sus hígados, conciencias y equilibrios resistían, centraron la atención en lo que estaban a punto de escuchar. La voz que contestaría del otro lado de la línea telefónica se escucharía en el vecindario completo, en Cruzado entero, sobrepasando el ruido los gritos que se escuchaban a dos bloques de la casa de Nicolle; sería tal el anuncio que la ciudad entera ya se había apeado del carruaje que lleva el curso de sus autopistas para oír el chisme, aunque hubiera sido la testigo del hecho en cuestión.

Jadeaba, con la perentoria necesidad de responder a la cordialidad de Nicolle que me contestó a pesar de ser tan tarde, hasta ahora no me lo creo. Y es que realmente estaba moribundo, tumbado sobre la vitrina de plástico de la cabina pública de estilo londinense. La escuché tan serena que sabía las consecuencias que me esperaban si le decía mis verdaderas intenciones, el motivo de la impertinente llamada. Al marcar cada tecla, sentía como si invocara los holocaustos más graves de la especie, entre ellos la familia de esa chica, que quién sabe cómo duermen tan tranquilos en las noches de la semana sin practicar- así, olímpicamente- una pelea a puro improperio. Recordaba con cierto disgusto, mientras corría con las maletas a la cabina, después de tropezar con aquel malabarista que saltó al río, cómo me trataban tan falsamente, con tanta falta de coordinación entre el verdadero rostro de sus conductas y la careta de ser hospitalario y afable. Era una cosa de locos, se les escuchaba discutir y hasta sentía cómo las paredes se despintaban de miedo: algún día terminarán blancas de tanta rabia acumulada entre los ladrillos. Nicolle siempre atinaba a cogerme de la mano y llamarme “pequeño trozo de paraíso”, era yo realmente lo que le traía la calma a su ya perturbada mente. Ahora que la tengo al otro lado y siento hasta su aliento, bastante extraño, alterado y mefítico, le voy a sorprender finalmente.


—“Nicolle, he vuelto”.


El teléfono cayó en seco sobre el suelo mojado de cerveza.

Texto agregado el 20-09-2016, y leído por 114 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
20-09-2016 Supongo es parte de un todo...Solo a manera de crítica constructiva. Tiene muy buenos pasajes pero siento que le falta ritmo. Nazareo_Mellado
 
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