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Cuando el profesor abrió su boca, fue el inicio de una historia que se desencadenaría de manera ufana para el muchacho. O por lo menos, eso fue lo que pensó él.

A Henry le encantaba el ramo de Ciencias Naturales, porque siempre se experimentaban situaciones verdaderamente fascinantes. Aún recordaba cuando trató de acariciar a un lindo ratoncito blanco metiendo su mano dentro de la jaulita y este le demostró su otro yo: unos afiladísimos dientes que se enterraron en su dedo índice, obligándolo a gritar de dolor.

-Bueno, como mañana necesitamos experimentar la movilidad de las extremidades de las aves, tú traerás una pata de pollo.
Así sentenció el profesor Roberts a nuestro nunca bien ponderado Henry, quien abrió tamaños ojos.
-¿Una pata de pollo?
-Una pata de pollo. No más ni menos.

La clase de esa tarde finalizó con un enrevesado esquema sobre el sistema nervioso de los animales, comparándose a las distintas especies, según su clase y orden. Tal materia era bastante enjundiosa y ¿por qué no decirlo? de un aburrimiento supino. La teoría no terminaba de convencer a nuestro héroe, quien tomaba apuntes en su cuaderno entre bostezo y bostezo, sumados los suyos a los de los demás alumnos, pareciéndose el ruido producido al rumor de un motor agripado.

El timbre que sentenciaba el final de la clase fue celebrado por todos los alumnos y diríase que hasta el profesor Roberts sintió una especie de alivio al terminar con tan ardua materia. Y como la clase de Ciencias Naturales era la última de la mañana, los muchachos emprendieron la retirada hacia sus hogares, dispersándose hacia los cuatro puntos cardinales, cada uno de ellos con una misión por cumplir.

Una pata de pollo. Esa era la orden del día, nada de hojas de diferentes árboles o tierra o flores silvestres, nada más que una pata de pollo. En la casa de Henry hubo alguna vez un gallinero en el cual convivían varias gallinas y un gallo bastante presumido, pero de mirada desconfiada. Acaso sería por tener que cuidar de tantas hembras, lo que le otorgaba la dignidad de un sultán. O bien, temía que Olaf, el Golden Retriever que husmeaba por los alrededores y que le ladraba sin compasión en cuanto lo atisbaba, pudiera un día introducirse en el gallinero y disputar con él el liderazgo del lugar. Pero esa es otra historia. Lo que motivaba a Henry en estos momentos era conseguir a la mayor brevedad esa extremidad que podría significarle una excelente nota.

Le diría a su madre que fuera a la avícola y le consiguiera tan ansiado botín. Pero ¡No! Eso le restaría mérito a su logro. ¡Que vá! Ya era un hombre grande y a sus quince años podría conseguir dicha pata con toda seguridad. Eso significaría correr con los gastos del caso y si bien el dinero no le sobraba, sería capaz de solventarlo, procurándose a sí mismo los elementos vitales para lograr esa presea.

La mañana era luminosa para contribuir con el mejor de los escenarios a esa épica jornada.
-Una pata de pollo, una pata de pollo, se repetía para sí de manera compulsiva, transformando la petición del profesor en lo más parecido a un mantra.

Cuando enfrentó el inmenso local, que no necesitaba de letreros porque el olor a pollo imperaba en las inmediaciones, sintió un orgullo que le inflamó el pecho, pareciéndose incluso al de la gran ave sonriente que se destacaba en el luminoso del local Pollomax.

Adentro reinaba un gran alboroto y la gente se arremolinaba sobre el largo mostrador. El local era inmenso y una vez que Henry sacó su número, sólo se dedicó a contemplar tanta grandeza. Los vendedores se esmeraban en cumplir con prontitud con todos los pedidos, pero el maremágnum era superior a todas las buenas intenciones, tanto, que el local no parecía desocuparse nunca. Henry contemplaba extasiado dicha neurálgica actividad y logró rememorar las palabras del profesor Roberts sobre la magnificencia del movimiento de todos los animales, desde el más diminuto al más voluminoso. En rigor, dicha inspiración se la entregaban unas señoronas pasadas de kilos, que se movían acompasadamente, tal si pertenecieran a otra especie,

-¡64! Dicho número apareció en nítido color rojo en la pantallita de los turnos. Era el de Henry.
Extasiado, conmovido, maravillado, el muchacho se aproximó al mesón en donde aguardaba un señor semi calvo y de nariz aguileña. El rostro del muchacho se iluminó tal si estuviera frente a frente con una bella actriz de la pantalla.
-¿Qué te vendo?-preguntó el hombre al muchacho y este, disfrutando del deleite, tragó saliva para aclarar su garganta, humedeció sus labios y después de todo eso que pareció un mundo para el vendedor, dijo:
-Quiero una pata de pollo.

El silencio que se produjo al instante, la paralización sincronizada de todos los presentes, el rostro revestido de un asombro que parecía chorrear por la menguada faz del vendedor, las miradas que se clavaron como dardos en la humanidad incipiente del muchacho y el deseo repentino suyo de ocultarse tras las albas baldosas que pisaba, todo ello ocurrió al unísono.
Se produjo un silencio, un vacío que sólo duró unas cuantas micras de segundo, luego, Henry recobró fuerzas de flaqueza y como empinándose en su dignidad, exclamó:
-Bueno, véndame tres.
La risotada general, el carcajeo desatado, provocaron una especie de estupor en el muchacho. Él había sido generoso, compraría tres patas de pollo en vez de una, regalaría dos a sus compañeros, el negocio también ganaba, pero bueno, a pesar de todo, no lograba comprenderlo.

Ya con las tres patas de pollo dentro de una bolsa, se dirigió a su hogar.

Y finalmente, con la música de fondo de la ahogada risa de su madre, comprendió por fin que todo había sido como el argumento de una opereta y que al día siguiente, toda su heroicidad correría gran riesgo si les contaba a sus compañeros dicha anécdota.

Pues bien, la contó y desde ese mismo momento fue bautizado como el Patepollo, apodo que le sobreviviría por siempre.















Texto agregado el 26-10-2016, y leído por 432 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
26-10-2016 Hay algo en el relato que a ratos produce desconectarse de la historia. Nazareo_Mellado
 
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