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El frío.

Aquel año, con diferencia, el invierno había sido más frío de lo habitual. También- como no hacía desde bastantes años atrás- apareció la nieve en nuestros campos. Por algún tiempo las cosas empezaron a recobrar el color y el sabor de otras épocas: se hicieron menos patentes los avances en las comunicaciones y los primeros coches y otros medios dejaron paso por algunos días a aquéllos que, como los trineos de los niños, se encontraban cubiertos de polvo en oscuros anaqueles.
La sorpresa con que los que éramos niños acogimos la nieve fue a durar poco: el frío congeló la nieve y se hizo difícil transitar incluso dentro de la población. Todo se redujo, por tanto, a esperar, tras los cristales, el deshielo.
El río, seco desde una generación, se hizo hielo.

Al abuelo se le acabó el tabaco y el tabaco desapareció en el pueblo, e incomunicado como estaba, se hubieron de rescatar de viejos estantes mazas de tabaco verde que el tiempo ni había hecho madurar ni había mejorado, pero tampoco deteriorado hasta el punto de hacerlas infumables.
Por aquellos días- recuerdo-, la noche proyectaba una rara luminosidad. La luz de la luna se colaba por la fina capa de nubes blanquecinas y los tejados y las calles- por la nieve- emitieron un resplandor que se abrió a mis ojos por vez primera. Por ello, las tardes sucedían a las noches sin que la luz exterior variara excesivamente.
Aquel invierno las cosas tuvieron un aire que ya nunca se dio.
Las conversaciones, a la par de la lumbre, eran conducidas por los mayores y el tono de éstos era frecuentemente sombrío. El gran resplandor de la llama de la chimenea provocaba que las sombras de quienes estábamos en su redor se tornaran exageradas y, entonces, el mundo era el exiguo espacio que había entre el fuego y la parte oscura del cuarto.
Los niños queríamos ocupar el mejor sitio dentro de aquel universo de calor y de sombras. De vez en cuando el abuelo hacía crepitar los troncos atizando la lumbre. Su sombra se erguía entonces haciéndose amenazadora por semejar asestar mandobles a no se sabía bien qué ser infernal que agazapado entre las llama debía hacer de éstas su morada. Mientras las otras cabezas reflejadas permanecían inmóviles atendiendo fijamente la operación, con la punta del “yerro” candente encendía cigarrillos verdes que liaba toscamente: más anchos por el extremo en que los prendía, y su imagen en la pared se distinguía de las otras por dos apéndices, el del cigarrillo y, otro, textil, que sobresalía del centro de su boina.
Ya no sabré el porqué, pues quienes pudieran saberlo no existen o su memoria anda perdida, pero el abuelo, cada vez que bebía se retiraba la boina de la cabeza y la colocaba, con mano temblorosa, sobre su rodilla, obedeciendo un ritual. Siempre pensé que tal gesto entrañaba cierta función reverencial o de respeto hacia los circundantes o hacia el lugar en que quien lo hacía entraba, mas el abuelo, con su gesto, atribuía al hecho otra función desconocida.
Muchos años después, recordaría aquellas tardes invernales en las que los mulos golpeaban fuertemente la cuadra- sus paredes- como si quisiesen quitarse de encima los grados bajo cero que asolaban los campos. No había mejor termómetro: según la frecuencia e intensidad de los golpes así se podía aventurar la temperatura. Por los fríos de Diciembre, golpes en el pesebre-decía Aurora, nuestra abuela- cada vez que su marido se crispaba por el ímpetu con que las bestias pretendían ahuyentar, posiblemente, el frío.

El fuerte olor que desprendía el tabaco verde me hace recordar, quizá mejor que cualquier imagen, aquel invierno del cuarenta y dos. Siempre que lo huelo me vienen a la mente aquellas sombras bárbaras del abuelo y sus nietecillos. Cada vez espacio más los intervalos en los que huelo el tabaco verde porque creo que algún día, cuando menos lo espere, su poder evocador terminará y temo ese momento pues acaso la fascinación que siento hacia aquel hombre empiece, a partir de ese instante, a declinar.
El aroma del tabaco esta prendido en mi memoria como si en esta hubiera una escarpia para su sujeción de la que también pende el recuerdo de la trágica muerte del tío Javier a quien se llevó aquel Diciembre como por efecto natural de las cosas y por el sólo efecto de éstas.
El frío ya no acompañaría más los pasos de Javier y el suceso acabó por minar la salud del abuelo Manuel. Este, que ya no iba al campo más que con ocasión de labores de supervisión, pues no confiaba demasiado en la pericia de mi padre y de los otros tíos, abandonó las tierras al cuidado de éstos, definitivamente. La tristeza invadió su corazón y aunque tratara de silenciar su emoción, a veces, reconcentrábase en sus pensamientos y no se apercibía de que lágrimas surcaban sus mejillas. Era entonces cuando, invariablemente, nos retirábamos, pues pese a nuestra corta edad, sabíamos que el recuerdo de su hijo más pequeño- tanto que parecía nuestro hermano mayor- había entrado en su ser entero.
- Mala suerte corrió el hijo.
- Mala suerte, Aurora.
- Mala suerte tuvo.
- Mala suerte, Manuel.
Y la mala suerte se iba volviendo un negro nubarrón sobre la casa. Negra nube que ensimismaba junto al fuego al señor mayor que, con la mirada perdida en las llamas, absorto en la contemplación de no se sabía qué extraños espíritus que debían de fluir en el hogar. Y al tiempo, los mulos hacían retumbar la sala, poniendo un contrapunto sonoro a la desolación que parecía presidir el mundo y que, probablemente, sólo estaba anidada en el corazón de los ya ancianos señores.
Cada cierto tiempo, huelo una minúscula porción del tabaco, que el abuelo dejó sin fumar. Algún día su poder evocador terminará y con ello se diluirán en la memoria los recuerdos de invierno en que el tío anduvo infructuosamente sobre el hielo.

Texto agregado el 25-11-2016, y leído por 162 visitantes. (1 voto)


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