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TODO FUE UNO


Todo induce a creer que existe un cierto punto del espíritu,
desde el cual la vida y la muerte, lo real y lo imaginario,
el pasado y el futuro, lo comunicable y lo incomunicable,
lo alto y lo bajo, dejan de ser percibidos contradictoriamente.

André Bretón
Segundo Manifiesto del Surrealismo.





Aquel anochecer, en su último recorrido del día, el metro de la gran ciudad donde me resguardo en el anonimato, transcurría su viaje en calma. Solo el parloteo de dos niños que junto a su madre disputaban por no sé qué cosa, alentados por la indiferencia de la mujer que observaba abstraída las sombras y claroscuros del túnel por donde se deslizaba el vagón donde viajábamos. Los otros pasajeros, unos cuantos, parecían ignorar la trifulca infantil, casi todos con los ojos entornados o cabeceando, presa de la somnolencia natural después de una extenuante jornada laboral.

Yo mismo me dejé llevar, cerré el diario que intentaba leer y me acomodé mejor en el asiento del vehículo. Después de todo faltaban algunas estaciones más para llegar a la de mi destino, ubicada ésta a unas cuantas calles de mi domicilio. Intenté dormitar, pero “algo” me lo impedía, no eran los niños con su bullicio, era otra cosa, era como un presentimiento, un recuerdo desagradable "atorado" en la memoria que me alteraba el ánimo.

Decidí entonces mantenerme alerta. Para estar lúcido froté mis parpados con tanta vehemencia, que dos lágrimas escurrieron por mis mejillas. Estaba visto, ¡era un viaje desagradable! Por fortuna el final estaba próximo. En la siguiente parada que hizo el vagón, un hombre de aspecto anodino se puso en pie lentamente con la intención manifiesta de abandonar el vehículo. Lo mismo hizo la señora con sus dos críos, que intensificaron su griterío. Al pasar junto al asiento que ocupaba el sujeto anodino quien ya estaba en el andén, el niño se desprendió de la mano de su madre y regresó a recoger un bolso que presumiblemente olvidó el sujeto, al que vi desde la ventanilla, correr rumbo a la salida de la estación.

Enseguida los acontecimientos parecieron estratificarse en uno solo: El grito imperioso de la madre advirtiendo al chamaco que no tocara aquel bolso que no era suyo. Mi mirada sobre el diario que mostraba en uno de sus dobleces aquella noticia.

“ATENTADO NAVIDEÑO EN EL METRO DE LA GRAN CIUDAD” Luego se leía un cintillo macabro, “Decenas de muertos y heridos, el saldo fatal”

Todo fue uno. El grito, la madre y los niños bajando de prisa del vagón, tras la advertencia del sistema de que el tren se pondría en movimiento, mi loca carrera para ganar la salida de la estación, el estruendo, la oscuridad, los lamentos, el caos de la mano de la muerte.

No supe como gané la salida, al estar fuera seguí corriendo enloquecido con uno de mis brazos como un colgandejo. Tenía sangre en mi cara, había perdido un zapato, pero seguía corriendo, huyendo de todo y de nada, pues dicen que “el loco lo ha perdido todo, salvo la razón”. Finalmente en mi loca huida llegué a un parque cercano a mi domicilio. Extenuado me dejé caer en una de sus bancas, fue entonces que me di cuenta, llevaba aferrado en mi mano sana aquel diario que leía en el vagón, estaba blandengue, cubierto de sangre, ¿mía o de quién?

Empezaba a desdoblar con mucho cuidado las hojas del diario aquel para leer, si era posible, la noticia del atentado. Cuando de pronto veo venir muy sonriente al individuo anodino del vagón del metro. Ahora no se le apreciaba prisa alguna, acompasaba su paso junto a una mujer extremadamente delgada que vestía pantalón color negro, pollera con capucha, guantes, bufanda del mismo tono y lentes oscuros, que desentonaban con lo avanzado de la noche.

Resultaba repulsivo ver al hombre sonreír, mientras no muy lejos, el ulular de las sirenas de los vehículos de la policía, carros de bomberos, ambulancias y demás configuraba un escenario dantesco. Aquella desagradable pareja continuó su marcha hasta perderse tras de un enorme pino artificial de Navidad, que las autoridades de la ciudad colocaron con motivo de las fiestas decembrinas.

Por fin logré mi cometido, encontré el doblez del periódico que consignaba la noticia del atentado, posiblemente semejante al cual como víctima estuve involucrado. Iba a empezar a leerlo cuando escuché el llanto lastimero de unos niños, venían de prisa, abrazados… ¡Eran los niños escandalosos del vagón! Pasaron de largo, pero distinguí sus caritas cuajadas de drama y tristeza. Los vi perderse entre la arboleda del parque. La luz tenue del amanecer me permitió distinguir mejor el paisaje. Todo parecía indiferente a la tragedia que acababa de suceder, los cristales de las ventanas cubiertos de escarcha y los tejados orlados de estalactitas... La vida continuaba pese a todo.

Volví a leer el encabezado y el cintillo del diario, antes de continuar dirigí la mirada a la parte superior de la página del periódico para saber de su fecha. “Veinticinco de Diciembre de dos mil dieciséis”. ¡El diario era del día siguiente! ¡Daba cuenta de lo que recién había sucedido aquella noche!

Todo volvió a ser uno. Mi alarido de terror, la ausencia de la mayor parte de mi brazo izquierdo, la sangre, mi sangre y la de tantos otros, el clamor de las sirenas cual berridos de una víctima condenada a muerte y los recuerdos, reminiscencias de algunas lecturas de antaño, ¿de qué autor? ¿Ossendovski, Bradbury, Fulcanelli, Plotino, Chesterton, Guenon, Bergier? —eso no lo recordé— donde tal vez leí aquello: “Después del caos todo es uno. El tiempo, el espacio, arriba, abajo, la vida y la muerte. Todos son con todos. Malos y buenos, el día y la noche, los muertos y los vivos”.

De no sé dónde llegó la madre que acompañaba a los niños peleoneros del vagón del metro antes del atentado. Con el rostro desencajado se detuvo frente de mí. Balbuceó algo ininteligible y terminó por sentarse en la banca a mi lado.

—Aquí voy a esperar a que vuelvan a pasar mis hijos. Dijo la mujer.

—Porque todo es cíclico. ¿Lo sabe, verdad? Agregó llorosa.

Contesté lo primero que se me ocurrió. Ella no dio muestras de haberme escuchado. Me le quedé mirando fijamente y le grité casi al oído. Tampoco me escuchó, entonces comprendí que lo que había leído alguna vez, no era verdad: Después del caos, ya nada es igual. Ella y yo no compartíamos el mismo plano existencial, solo el estigma de la tragedia, ahora lo importante era saber en cuál de los planos nos desempeñamos cada quien.





Texto agregado el 20-12-2016, y leído por 327 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
11-01-2017 Me viene a la memoria aquella noción filosófica que afirma que la esencia del mundo son las ideas, que hay un plano mental insondable y absoluto del cual proviene la energía que, transformándose, llega a ser materia, es decir a manifestarse. Esto en distintos niveles. litomembrillo
11-01-2017 'Como es arriba, es abajo', dice la máxima hermética; y entonces podemos pensar que la mente humana es un símil de aquella Fuente, y que incluso la mente humana se subdivide en infinitas percepciones que conforman la diversidad de nuestro pensamiento, entre los individuos. litomembrillo
11-01-2017 Desde este punto de vista podría explicarse que la realidad sea diferente para cada persona, y que esto 'sea así', no solamente una especulación. litomembrillo
11-01-2017 Permitiendo así tanto la diversidad como la unidad, como si esta última pudiese ser un viaje conciencial en retroceso, de vuelta a todo cuanto nos ha permitido venir a existir. Tu cuento me parece que pone en práctica esta noción o parte de ella, o bien algo muy similar. Salud, litomembrillo
20-12-2016 wow.. estupendo relato Sagitarion!! estupenda presentación de la trama. Un abrazo, sheisan
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