Ahí estás, tranquilo. Tus facciones se ven calmadas y pareciera que te has reconciliado con la vida. Podría volver a quererte como te quise al principio de nuestra relación, pero no es posible, porque estás muerto. Moriste tal como viviste, provocando una tempestad en la vida de los otros, en mi vida. Despertaste en medio de la noche, asustado, con dolores en el pecho, con frío en el cuerpo. Me pediste ayuda, que hiciera algo. Llamé a emergencias. Una ambulancia nos trajo al hospital. Fue el trayecto más difícil para el paramédico y su ayudante, para mí no, porque estoy acostumbrada a tu temperamento. Gritabas histérico que no te querías morir, que hicieran todo lo posible para salvarte, que tenías miedo; tomaste mi mano, me lastimaste con tu fuerza, con la misma fuerza con la que siempre me lastimaste cuando te enojabas. Entonces tu mano dejó de apretarme, tus ojos se cerraron. El paramédico lo intentó, te lo juro, pero ya estabas muerto. Cuanto desperdicio de horas dedicadas a ti… mi vida en la basura, yo, la idiota que siempre creyó que el infierno a tu lado era la única opción. Fuiste un hombre malo, fuiste una mierda, un tirano con tus hijos, un hombre irrespetuoso conmigo, gran varón en la calle y una bestia en casa. Todos tus amigos, compañeros de trabajo, tu familia, todos me felicitaban por la suerte de ser tu esposa; para mí era una burla, se burlaban en mi cara sin saberlo, pero yo sonreía y les agradecía sus cometarios. Tú sonreías también, y nunca supe si sonreías por sarcasmo o porque de verdad creías ser el hombre bueno que todos decían que eras. Doctor de pacotilla, al final no supiste predecir tu muerte por infarto, tú, que siempre criticabas a los otros doctores de ineptos, tú no pudiste descifrar los síntomas que te llevaron a la muerte. Está bien así, de lo contrario seguirías con vida, y yo callada y sumisa. Ahora soy libre. Todos lloran y esperan tu cuerpo en casa y yo estoy aquí, sola, en el hospital, esperando a que me entreguen tus restos. No lloro, ni una lágrima. Tu católica y muy conservadora familia esperan a que llegue yo con tu cuerpo en un ataúd para velarlo y darle cristiana sepultura, porque ellos, como tú, creen firmemente en la resurrección de los muertos, en que Cristo vendrá a resucitar a los justos y tú, mi querido esposo, estabas muy seguro de ser parte de esos justos, aunque hayas sido la persona más miserable, mezquina y traicionera que se cruzó en mi camino. Tus tres hijos han quedado traumados por tu violencia, con tus golpes, con tus castigos sádicos, y yo me siento culpable por haber sido tan cobarde y no interceder por ellos. “Cristina, me dijiste una noche en la que estabas muy pensativo, quiero que me entierres de cuerpo entero si muero antes que tú, prométemelo”. Yo te lo prometí y cuando lo hice lo pensé en serio. Ahora estoy esperando tus restos y sé que no puedo cumplir promesas. Cuando el encargado de las defunciones del hospital me preguntó si quería incinerar tu cuerpo en el horno del edificio, que era cuestión de una o dos horas y que yo era la única autorizada para decidirlo, dije que sí, en realidad quería gritar que sí, que eso era lo mejor, que ardas, maldita rata, que tu cuerpo se desvanezca en cenizas. Imaginé a Cristo riéndose a carcajadas ante tal ironía del destino y yo también reí cuando estuve sola. Tu familia aguarda a que yo llegue con tu sagrado cuerpo para que el sacerdote amigo de nosotros te de la bendición. Todos esperan en casa, nuestros hijos también, pero ellos, estoy segura, entenderán mi decisión. Seguiremos siendo la familia feliz y perfecta que todos creen que hemos sido, pero ahora podremos sonreír sin temor y nuestra sonrisa tendrá el delicioso sabor de la venganza.