El paraguas negro se visualizaba imponente en medio del aguacero. Las agujas acuosas rebotaban en el oscuro blindaje, el que se movía rítmicamente de acuerdo a los pasos seguros de su dueño, un señor delgaducho que vestía con tal elegancia que cualquiera que tuviera cierta edad podría haber creído que se trataba del mismísimo Fred Astaire.

Pero no era él sino un abogado de cierto renombre que, necesitando urgente contactarse con un cliente suyo, no hizo nada mejor que caminar las cinco cuadras que lo separaban del individuo. Y como vestía impecable, hizo uso de ese paraguas de origen espurio que tenía tan buena pinta como él.

En rigor, el abogado aquel era un pillo de siete suelas, amigo de las componendas y arreglos con la parte contraria, de tal forma que ganando o perdiendo algún juicio, siempre se las arreglaba para que su billetera estuviese repleta.

La lluvia, esa implacable fuerza que caía a raudales sobre el ampuloso paraguas, se alió muy pronto con un repentino ventarrón y ambos provocaron la estampida de la escasa gente que deambulaba esa tarde por el centro. El abogado, orgulloso y enhiesto, no transó con la naturaleza y prosiguió su camino. Su cliente le entregaría el dinero necesario para proseguir con el caso y eso lo ponía contento. Como era un ser inescrupuloso, ya había arreglado con la parte demandante para que le cancelaran una suma aún mayor.

Habiendo caminado un par de cuadras bajo la torrencial lluvia, ahora era el viento quien le hacía trastabillar al punto de casi rodar por el piso. Pero no, la oficina estaba en lontananza y nada podría arredrarlo. Nada ni nadie, así era su fortaleza.

Esta vez defendía a un tipo que había estafado a la firma para la cual trabajaba y sabedor el abogado que este caso era extremadamente complejo, había cobrado una importante suma para defenderlo. Estaba casi seguro que perdería el juicio, pero eso no importaba, siempre se podía sacar réditos de la derrota.

Al doblar la esquina, lo recibió un viento iracundo que lo hizo trastabillar. La lluvia había redoblado su insistencia y el abogado recibió un manotazo de agua fría en su rostro bien afeitado. Faltaba poco, casi nada, pero… el ventarrón pareció dirigirse a él como lo haría uno con un insecticida apuntado a un horrendo insecto. La fuerza fue tal que el imponente paraguas se cimbró y al quedar expuestas las varillas, estas comenzaron a deformarse ridículamente, para desbaratar el paraguas y transformarlo en un engendro de tela y alambres sin asunto. Ante tal descalabro, el abogado perdió su apostura y se dobló en dos, tratando de darle forma a lo que ya era un adefesio.

Un grito de rabia, una injuria nada de elegante curvó sus labios y el hombre sintió que ya sin su paraguas, comenzaba a empaparse entero y el viento y la lluvia y un imprevisto agujero en la acera, lo hicieron resbalar y caer pesadamente en una poza de agua.

No faltaron los improvisados fotógrafos que tomaron instantáneas del ahora infortunado hombre en el suelo, manoteando en el charco y con una delgada corbata apretándole aún más el guargüero.

Gracias a esas fotografías, se pudo atrapar por fin a ese personajillo que había estudiado un par de años en la Escuela de Derecho y que después, con un título falsificado, ofrecía sus servicios a los necesitados de justicia. Y alguien expresó en un canal de TV que los imponderables son sólo eso, imponderables. Y agua, lluvia y temporal, retrucó otro.

Así terminó la carrera delictiva del falso abogado, tanto o más que su paraguas de origen desconocido.