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Es tiempo de sentar cabeza, me dijo mi madre, Asunta. Sabias palabras, a un hombre que acababa de cumplir treinta y cinco años.
No eran tantos para mí, porque he empezado a trabajar desde chico. Ayude a mi papa en la fábrica textil, cuando las obreras se decidieron a demandar a los patrones venidos del Chaco, por salarios caídos, y dejaron a mis padres en la más absoluta miseria, mas allá de la desazón por el cariño que le tenían a sus hermanas de tarea laboral.
Fue así que Don Ramón mi padre, volvió a trabajar a la fábrica de cerámicas, de Don Stefano y mi madre a hacer tortas fritas, y venderlas en el barrio.
Y así un día vino Anselma, y empezamos a franelear de lo lindo. Caricia, caricia, viene. Y un breve metejón nos agarro.
Tan breve fue que sin siquiera un coito casual, quien le dice una fornicadita, Anselma ya estaba embarazada.
Pues no deberían ser tan ágiles esos bichitos largos, los espermatozoides.
Y fue así que me case con Anselma para no disgustar a mi mama, que ya tenía muchos problemas con la vida misma y la supervivencia.
Nos fuimos a vivir al fondo de la casa grande. Sin grandes comodidades, como quien dice sin na
Ella era partidaria de la gran familia. Los hijos que Dios me mande.
Asunta le colocaba las pildoritas en su mesita de luz, pero Anselma, se ve que las tiraba.
Así nacieron, Patricia, Carla, Claudio Sebastián. Seguiditos, y seguiditos los apuros económicos, para los cuales ya nos habíamos trasladado a San Luis. Yo amasaba, era gasista, changador, rotisero, pizzero, gastrónomo.
Anselma ya no podía tener más hijos, porque le había subido la glucosa, y el cuarto nació con diabetes declarada , así que pues los mellizos en un parto interminable vinieron a este mundo, con perpetuos aullidos de dolor, los que vaticinaron que su existencia sería difícil.
Luego de decirle a Anselma que se cuidara en las comidas, ella tozuda, embravecida porque yo, su marido no podía sugerirle nada, se atolondraba con cuanta torta frita se le le pusiera delante.
Tenebrosos días, pasamos, corrió sangre de vísceras, de almas torturadas por la convivencia cotidiana que arroja a la gente al vacío de su singularidad.
He abandonado a Anselma, después de tres intentos fracasados de abandonarla.
Luego de un mes regresaba con ella y los chicos.
Los años pasaron, así como no se aquietaron los conflictos ni las penurias.
Ya crecimos todos, y yo he envejecido.
Los he alimentado a todos, hasta sacarme el pan de lo boca, como mandan las sagradas escrituras.
La ira de mis hijos me persigue hasta el fin de mis días.
Especialmente la de Carla que se autolesionaba en las piernas y en los brazos.
Sebastián va por ahí diciendo iniquidades de su padre.
Los espero, sereno de espíritu, aunque a veces insomne y desvelado, a sabiendas que la tortura moral puede ser la más grande los martirios.

Texto agregado el 22-06-2017, y leído por 116 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
14-05-2018 " la convivencia cotidiana que arroja a la gente al vacío de su singularidad." Hay una sordidéz implícita en lo cotidiano? Tremenda pobreza sin pensar, en la libertad "propia" de los hijos que dios mande. Gente a veces de mano caliente y de pocas palabras. La moral que impone el cristianismo...por Zeus! el opio de los pueblos. nicolas_nunca
23-06-2017 Sin duda, esa conclusión final es totalmente cierta. Temas abruptos, difíciles, y bien tratados, escritora. Daiana
 
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