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Desde la oficina de exteriores se nos llamó al camarógrafo Tomás y a mí para pedirnos que hiciéramos una nota con la problemática de la vivienda en las villas de la capital, aclarándonos que la nota fuese corta y precisa. Cuando nos dábamos por entendido, el jefe de redacción se despachó diciendo.
- Muchas fotos; y lo quiero listo para el interior del matutino del sábado como relleno de página.
Nos miramos pensando por dónde comenzar. Sentados en nuestros escritorios, tiramos variadas posibilidades.

El asentamiento Rodrigo Bueno está en la ciudad deportiva. Meneé la cabeza, no me gustó la idea. Pantallazos llegaron a mi mente de los monos blocs asentados en donde - de pibes - llamábamos la canchita de Piedra Buena.

Los edificios habían sido construidos con la sana pretensión de ser unos de los más modernos de aquella época para la atención médica de alta complejidad. Más tarde, con el golpe militar del 55, quedarían a un paso de transformarse en ruinas.
- Al elefante blanco - dije con vehemencia, con la seguridad de alentar a Tomás a seguirme.
Dejamos pasar el fin de semana, tiempo en que llevamos a cabo todos los preparativos: cámaras, sonido y un formato de preguntas e ideas. Empezaríamos de cero y esperaríamos por los acontecimientos.

Hicimos malabares para acercarnos y seccionar la trasmisión lo más cerca posible. Un paredón en ruinas fue nuestro primer obstáculo. No nos desalentamos. Tomás, cámara en manos, guiándome. Trepamos al primer piso. De ahí en más, a los infiernos, a los aposentos del dolor y miseria. Todo lo necesario para un retrato de guerra estaba allí, detrás de la primera puerta que nos atrevimos a golpear.

Después de varios minutos en que explicamos a la dueña nuestros motivos, se nos permitió pasar. Comencé a adentrarme a sus vidas. La mujer que estaba allí desde hacía más de 22 años, comenzó a contar.
- A cualquier hora aparecen. De madruga y, sin avisar, nos obligan a dejar nuestro único espacio en la vida y nuestras pocas cosas. Apuntados con armas y desprecio, nos hacen acampar en la intemperie para luego dejarnos a nuestra suerte y, nuevamente, empezar y esperar otra arremetida de desprecio y mal trato.

Tomás y yo nos miramos y descubrimos que los dos sentíamos lo mismo. La buena vecina se encargaría de mostrarnos otra cara de la miseria. La seguimos escaleras arriba hasta el tercer piso, lugar no menos insalubre y a oscuras con ventanas tapiadas de tablas y latas que daban a un cimiento de cautiverio y lejanías.

Una joven nos abrió la puerta. Adentro, un cuarto nos sorprendió por su colorido y orden; aquel lugar contrastaba con el resto. Apenas entramos se nos invitó con amabilidad a sentarnos y, sin poner trabas al encuentro, nos preguntó sobre nuestra razones en el lugar. Expliqué los motivos y, desde ese momento, comencé a adentrarme a un laberinto que me había parecido un paso más a los infiernos en donde se recicla la pobreza.

La joven que nos recibió, con entusiasmo y ganas, nos daba a conocer de su estadía allí. Perteneciente a una ONG nos decía que llevaba a cabo la tarea de re inserción. Lo decía con amor, con esas ganas de revertir la miseria del mundo para desterrar el dolor mientras yo pensaba cuánto faltaba por hacer. Seguía grabando sus palabras, testimonios del hambre, la carencia y, vaya a saberse de cuanta soledad, rayando siempre la línea invisible de la auto destrucción o de la resignación latente de quien se cansa de lo inalcanzable.

La simpática anfitriona pidió a su amiga que fuera en la búsqueda de otras personas para reunirnos en la planta baja. Descendimos, cámaras y cables acuestas, con la esperanza de testimoniar lo nunca visto y contado. ” ¡Vaya pretensiones!" - me dije - a mis exaltadas perspectivas de lograr algo que, al menos, hiciese pensar a los indiferentes.

Siete mujeres nos esperaban para contarnos de grandezas y dignidades con los brazos abiertos, con la risa de creer y las ganas latentes de cambiar un mal de siglos, una pesada carga heredada desde que llegaron al mundo; felices, no dejaban de lado el orgullo de lo alcanzado.

La joven nos invitó a seguirla. Para nuestra sorpresa, salimos de unos de los tantos monos blocs para dirigirnos a su contra frente. Descendimos por rotos escalones. Afuera, un paisaje de guerra y destrucción nos esperaba. La cámara de Tomás se multiplicaba buscando el ángulo para enfocar la tétrica realidad.

Un territorio carente de servicios dejaba su mugre expuesta, contaminando el aire y cada rincón esperando el final donde ya no se siente, no se gravita y se deja de ser una nauseabunda molestia.

Trataba de convencerme mientras sumaba otras razones para responsabilizar a esos individuos de tanta mugre, producto de su dejadez, ya que siempre están esperando que el estado haga todo por ellos para luego responsabilizarlo de su desgracia.

Ya sin lástima, veía a un estado y al hombre común entregado a la apuesta irreversible de resultados sin pagar por ellos el esfuerzo, convencidos en pensar que algo sucedería.

De repente, un horizonte de verdes esperaba por nuestros ojos incrédulos de luz, un milagro entre tanto gris; y a pesar de múltiples pesares, allí estaba la vida arrinconado en un estrecho espacio del mundo. Alucinados, los lentes de la cámara buscaban desesperados perpetuar el instante. Las palabras y el asombro: "¡Esto es irreal¡ " - me decía - mientras buscaba la complicidad en los ojos destellante de alegría de aquellas mujeres hacedoras de milagros.

No todo está perdido - pensaba - cuando la voz de la joven me devolvía al tiempo en que me había suspendido, lejos de tanto dolor sentido. Frente a nosotros, como un bello oasis, una huerta de rojos tomates, de enredados zapallitos que trepaban al cielos adentrándose por las ventanas de cada cuarto para desperezar al hambre, dormida de dolorosa quietud. Acelgas de hojas, como las de los libros, para dar testimonios a la vida y al esfuerzo.
- Estas son berenjenas - dijo orgullosa un mujer acariciando el fruto como a un hijo, como algo parido de su vientre y de su fe.
Luego, se extendería en sus apreciaciones dando puntuales motivos de aquel trabajo mancomunado de unas pocas voluntades. Lamentándose, nos decía.
- Es una lástima que no seamos más, pero no importa, de a poco revertiremos la disolución en propuesta, y juntos acabaremos con este ciclo de desplazados.

Ponía tantas ganas en las palabras que dejaba su corazón en cada gesto. En cada mirada embriagada de amor, nos señalaba el fruto y la flor conseguida. Sin que nada le preguntáramos, nos contaba de futuros emprendimientos mientras sus compañeras asentían. Me atreví a preguntar.
- ¿Qué hacen ustedes con lo cosechado? ¿Cómo se reparte, alcanza para abastecerse?
Del fondo del grupo apareció quien supuse seria las más vieja y sabedora de aquello. Con paciencia y calma dijo.
- Sí, alcanza y nos sobra para colaborar con el comedor del barrio; y el resto lo compartimos con vecinos de otros barrios.
Pensé que todo estaba dicho, no dije más, di por terminado el reportaje y saludé con el mismo cariño con el que fuéramos recibidos.

Mientras acomodábamos las cámaras, miré la urbe de hormigón. Sin lograrlo, quise censar al dolor, fue imposible. Había soportado lo visto y ya no quería más. No sentí pena, sabía que me traía las últimas palabras de aquella mujer, no estaba seguro de que alcanzara, pero valdría la pena compartir su testimonio.

La semana siguiente, por orden de la editorial, el reportaje de Tomás y mío se anunciaba en primera página en un color gris como fúnebres imágenes de una guerra aun no perdida. Supe que no habían sido en vano. Salimos de allí llevándonos algo que valió la pena el esfuerzo; algo que todavía no se había dicho, algo que aún permanecía oculto en esos asentamientos de despojos humanos, siempre a la deriva en un mar de tormentas impredecibles.




Texto agregado el 10-07-2017, y leído por 259 visitantes. (22 votos)


Lectores Opinan
14-07-2017 Excelente crónica que nos muestra de una forma cruda la realidad, feliz viernes nelsonmore
13-07-2017 muy bueno, Rolo, te llena de esperanza***** yosoyasi
13-07-2017 La cruda realidad.Un texto que da para pensar. Muy bueno. Un abrazo. Clorinda
12-07-2017 Excelente crónica, me gustó...Mi afecto desde el Sur. CalideJacobacci
12-07-2017 Sofiama ha expresado de la manera más cabal, lo que pienso y siento. Nunca olvidaré a una familia cuyos integrantes más chicos, se estaban literalmente muriendo de hambre mientras esperaban el subsidio del Gobierno. Entrevistaron al "jefe" de familia despotricando con toda la furia por no haber recibido a tiempo ese mes el dinero del Estado. ¿Sabés donde vivían? a la orilla del río Paraná. Sin palabras. MujerDiosa
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