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Inicio / Cuenteros Locales / CalideJacobacci / Una tarde en la canchita de la iglesia

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Había un momento en la siesta, imposible de precisar cuánto tiempo duraba, en que nada se movía en esa extensión conocida del barrio. Incluso el viento contenía su respiración después de una inspiración profunda para luego imponer un soplido implacable, repentino, casi mágico, y mover nuevamente la imagen fotográfica del pueblo.
Dándole vida.

Nuestras figuras se recortaban solitarias, despreocupadas, sobre los andenes del ferrocarril de todos los días. Vacíos por la siesta.

Con “Fastidio” caminábamos hacia la iglesia, cruzando entre los vagones por debajo de los enganches, con la pistola en la mano, amartillada, como 007 persiguiendo espías rusos en una estación de carga londinense, durante la Guerra Fría. Era notable que lo hacíamos sin esfuerzo.

Èl era chiquito, gurrumín, casi una miseria, la ropa parecía siempre quedarle grande para sus pobres huesos cubiertos apenas por la piel.
No jugaba al fóbal, él iba a la canchita solo a intranquilizar la vida o a romper las bolas como decía Carucha. No podía mantenerse quieto, ni dejar de tirar piedras, de colgarse en mis hombros, ni parar de hablar, constantemente.
En los partidos lo usábamos como “efecto distracción”, esto lo aprendimos de una película de guerra, en la matinée de los domingos, donde John Wayne con sus Boinas Verdes les hacía una maniobra similar a los japoneses atrincherados, tratando de tomar una colina en la jungla de una isla del Pacífico Sur, y después los mataba a todos, como hacen siempre los norteamericanos de las películas, y al final le meten un “The end” con una marchita militar tristona, y las letras todas en inglés, pasan, mientras las olas de un mar muy celeste rompen contra una playa, minada de palmeras y cadáveres.

Lo nuestro era similar pero menos jodido, estrategias de barrio o tácticas de potrero mejor dicho. Fastidio hacia calentar a alguien con sus boludeces y era un tipo menos para el rival, casi como si jugara para nosotros.
Yo creo que era medio raquítico. Mi vieja cada vez que lo veía, decía:

- ¡Este chico no debe comer bien!

Lo que sí había que reconocerle - cualidades innatas y entrenamiento constante – es que era el mejor tirador de piedras del barrio y del pueblo, casi seguro.

Con sus bracitos lastimosos no podía levantar toscas muy grandes ni pesadas. Siempre elegía chiquitas y playas, y no sé por que, en un acto casi reflejo para precisión o cábala las escupía de un lado y ese lado lo ponía hacia arriba antes de arrojarlas.
Sé que hice mal en ponerle “Fastidio”, pero era una molestia, como una mosca que te zumba frente a la cara.
- ¡ Mirá, gracias a vos..! -, me decía la madre.

-¡El sobrenombre que tiene el nene..!

Creo que le calzaba perfecto.


La tarde pintaba como todas, indiferente, solo pasaba. Nosotros sentados al reparo del paredón que cruza justo detrás del arco que da a la calle, dejábamos que se fuera lentamente. Las caras al sol. El viento no existía.
La iglesia a un costado parecía estar ausente. Esperábamos que alguien trajera una pelota. El cura dormía la siesta, imperturbable, como Dios manda.

Carucha de un salto se trepó por el parante que sostiene las redes y con poco esfuerzo se sentó en el travesaño del arco, haciendo equilibrio con las piernas colgadas.
- ¡No viene nadie...!, - Gritó, mirando hacia la playa del ferrocarril. La canchita era solo un resplandor caliente.
Fastidio se agarró con las dos manos del palo y trató con toda su poca fuerza de moverlo para que Carucha perdiera el equilibrio.
- ¡No rompas las pelotas Carrito! ¿ No ves que ni lo movés? - Chillaba aun mirando hacia los vagones, mientras se sostenía por las dudas, cerrando las piernas con fuerza contra el travesaño.

- ¿Alguno se anima, a un duelo a ver quién mea más lejos?

Desafió al grupo, que prolijamente se apoyaba contra el paredón igual que mejicanos frente al saloon, en los pueblos del Lejano Oeste, desde arriba del arquito.
Puntín como Johnny Weissmuller suspendiéndose de las lianas sobre un acantilado profundísimo donde cae una catarata para llegar hasta un forajido que está atacando y por violar a Jane, de un salto se colgó del parante y antes que nos diéramos cuenta ya estaba sentado sobre el travesaño, pero del otro extremo.

- ¡Dale! - le dijo. El grupo los miró sin entusiasmo.
Carucha ya tenía la bragueta abierta se agarraba el cuerito que le sobra al pito entre los dedos y cerraba un ojo como haciendo puntería. Con la otra mano se afirmaba bien al palo. Soltó los dedos y el chorro salió disparado hacia arriba, buscando distancia finito y desparramado. No llegó muy lejos.
Impaciente, volvió a apretarse con los dedos mucho más fuerte, y ahora sí, con un esfuerzo importante de los músculos de la panza, largó un fino chijete que mojó la línea del área chica.
Sonrió satisfecho, guardó el arma cerrando el cierre del vaquero, se sopló la punta del dedo y mientras descansaba lo miró fanfarrón a Puntín, que estaba tranquilo con los ojos fijos apuntando adonde había llegado la meada del rival.

En un movimiento fantástico, nuestro mejor jugador se paró arriba del tirante de madera como Burt Lancaster sobre las cuerdas del velamen de su galeón pirata al momento del abordaje y sin trabajo para mantener el equilibrio, con las piernas ligeramente abiertas, con un chorro espléndido y definitivo pasó casi por tres cuartas la línea marcada en el suelo, que apenas se distinguía.
Carucha cambió el gesto de la cara, en un puchero de calentura.

- ¡Me cagaste, hijo de puta!

Mientras caía en cuclillas, vencido, después de saltar como el Hombre Araña en plena persecución de malhechores.

- ¡Measte de parado, así cualquiera gana...!

Después, mucho después, cuando la voz de Carucha dejó de oírse, por el portón de atrás donde el cura guarda la Estanciera, apareció una sombra rechoncha.

El gordo lentamente caminaba hacia nosotros. Los muslos le rozaban uno con otro en la entrepierna, sobre las paspaduras, y el pantaloncito corto le apretaba la piel hasta casi formar parte de ella.
Entre las manos, apoyado contra el pecho, traía un fóbal nuevito, como un tesoro inalcanzable, ni un raspón se le veía.

Tenía los cachetes rubicundos y un brillo de sudor le cubría la frente y el cuello. El gesto de agrande, de soberbia se le notaba solo en los ojos, con los dientes se mordía el labio superior y parecía reírse.

Al identificarlo, el grupo salió disparado hacia el centro de la cancha en medio de un remolino de tierra, ahora éramos la caballería yanqui que llega a salvar a los pocos sobrevivientes que quedan refugiándose debajo de una carreta en llamas, rodeados por un ataque de apaches renegados.

- ¡Dale lechón! -Le gritó Puntín, levantando un brazo en plena carrera.

- ¡Tirá el fulbo, así pateamos un rato mientras elegimos..!

Al gordo le cambió el gesto en un soplido. Como si recibiera una piña en la nariz. Se mordió el labio inferior, ahora con rabia y los cachetes se le fueron transformando en dos manzanas rojas, casi violetas.

El odio hizo que los inexpresivos ojitos le brillaran en el fondo de la cara. Satánicamente. Giró sobre sus pasos y se fue con un trotecito ridículo.

- ¿Lechón? - gritó, rotando la cabeza para vernos a todos parados justo en el circulo central.

- ¡Lechón, la concha de tu hermana..! - .Siguió enfurecido.

- ¡Ahora vamos a ver con que mierda juegan, manga de hijos de puta...! - Y con el mismo trotecito grotesco se perdió por el portón por el que había entrado, besando la pelota.

-¡No podes ser más pelotudo! - le dijo alguien de pasada a Puntín, que no sabia para qué lado mirar.

El sol seguía empecinado en quemar la iglesia.

A el Roli.
(1988)

Texto agregado el 04-11-2017, y leído por 70 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
16-12-2017 Muy buena historia, cuantas veces repetida en tantos potreros de tantos pueblos, y con el agregado del colorido de su fina pluma. Me encantó. Disculpe si a sus amigos no le doy la mano, pero para Usted un abrazo grande, Carlos. carlitoscap
 
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