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1- Llueve en la Ciudad

En una camioneta varada en un mar de autos, una pequeña familia, -Padre, Madre e Hijo-, intentaban cruzar la ciudad de México, que es la segunda ciudad más grande del mundo, venían de una reunión familiar que en esa ocasión se había llevado a cabo en el extremo opuesto a su residencia, buscaban un camino que los llevara a la otra orilla y luchaban contra el tedio.

Era tarde y llovía en la ciudad. Las gotas de lluvia que caían sobre el parabrisas del auto se deslizaban en rutas caprichosas, se perseguían y cuando lograban alcanzarse formaban figuras fantásticas cual liquido caleidoscopio. En la radio una estación de música clásica transmitía un concierto de violín, el sonido de la lluvia atenuaba las notas alegres y acentuaba las notas tristes creando una atmósfera de cierta melancolía.

El espejo retrovisor reflejaba el rostro de un hombre cansado, su cabello blanco era el marco perfecto para denotar su agotamiento. Sus ojos lucían opacos, mansos, sin entusiasmo alguno, ¿serían las generosas copas de vino que ingirió en la reunión? ¿O, sería simplemente que su brillo estaba cubierto por la superposición de la infinidad de imágenes acumuladas a lo largo de más de sesenta años? Pareciera que ya la vida se le estaba yendo.

Una mujer a su lado yacía lánguidamente en el asiento delantero, ella no estaba manejando, pero estaba abrumada por el embotellamiento nocturno, ella no fumaba, pero estaba intoxicada por tanto humo de tabaco. En la reunión, salvo esta pequeña familia, todos fumaban con fatal fruición. Su mirada vagaba perdida entre las luces rojas de los automóviles detenidos, desfiguradas por la lluvia que no cesaba. Su mano jugaba distraídamente con el bies de su falda dejando entrever un poco de sus bien torneadas piernas. Simplemente estaba allí, permitiendo que por esos breves y eternos instantes el mundo diera vueltas sin ella. Era una generación menor que su esposo y a pesar de ello se veía igual de cansada. Renegaba del tráfico, de la lluvia, del olor a cigarro que tenían su ropa y su pelo, de la distancia, del tiempo perdido, de los tacones y repetía como si fuera un conjuro mágico, su deseo de llegar a casa, cambiarse de ropa, de zapatos y olvidar que fuera de su hogar existía un mundo caótico y hostil.

El conductor trataba de acomodar su uno ochenta metros de estatura y más de ochenta kilos de peso en el reducido espacio del habitáculo, tras su intento fallido, regresó la vista al espejo y este le devolvió la imagen de un adolescente en el asiento trasero del auto, era más alto que el promedio de los niños de su edad, era inquieto, impaciente, poco tolerante y desesperado, en fin, era adolescente y, en ese momento giraba en un círculo vicioso que iba de la inanición a la desesperación

El parecido que el espejo mostraba era asombroso, cual si la clonación en humanos hubiese sido ya una realidad, sin embargo, sus mentes estaban en diferentes lugares, el Padre imaginaba cómo pudo haber sido el día de un adolescente, primero rodeado de viejos que fumaban tabaco y recuerdos y, ahora que estaba preso en un auto, rodeado de más autos, todos mal estacionados en una vía rápida. Por su parte el adolescente recostado en el asiento trasero estaba absorto en la monotonía de la lluvia y de los automóviles detenidos.

El conductor ajustó un poco el retrovisor y ahora Padre e Hijo compartían la imagen en el espejo, como se parecían, pero el parecido iba más allá de lo físico, mostraba también la recurrencia de la vida. El hijo, el Padre y la Abuela fueron el eslabón terminal de una cadena de últimos descendientes de las respectivas parejas de sus Padres.

La brecha generacional era de casi medio siglo, ambos conocieron a sus respectivos Padres, de pelo blanco, quizás con restricciones para el juego físico, pero con muchas vivencias para compartir.

En eso la Madre se percató que su hijo manipulaba distraídamente una antigua navaja que fuera de su Abuelo, su instinto maternal le impelió a decirle: “Hijo, guarda esa navaja, no es un juguete, te puedes cortar, está oxidada” y, se miró horrorizada haciendo un recuento de todos los posibles virus y bacterias que dicha navaja pudo haber acumulado en cerca de cien años de existencia.

Un relámpago cruzó el cielo y con su resplandor encendió un recuerdo en la memoria del Padre. Una casa en las montañas, una tarde de lluvia y, un Hombre sentado en el porche afilando su navaja. Inmediatamente quiso contárselo a su hijo.

Tu abuelo era un hombre muy alto, tenía el cabello cano y amplias entradas, de músculos fuertes por el continuo ejercicio de subir y bajar montañas, siempre en busca de algún indicio que pudiese evidenciar un yacimiento de minerales, era ingeniero minero y durante sesenta años buscó –y, siguió buscando, hasta el día de su muerte-, la olla de oro al final del arcoíris.

En la imagen recordada, ese hombre, Padre del conductor y Abuelo del adolescente, contaba, al ritmo de la lluvia, con voz pausada, alguna historia, mientras sostenía con su mano izquierda una pequeña piedra negra y, con su mano derecha empuñaba esa misma navaja frotándola con movimientos lentos y firmes contra la piedra. Sin ruido, sin chispas, sin violencia, el noble metal recuperaba paulatinamente el filo que el uso y el trabajo habían mellado.

El conductor (que por el embotellamiento, no conducía) verbalizó lo mejor que pudo la imagen que había estallado en su mente y la compartió. Los recuerdos se propagaron como el fuego y uno encendió otro y otro, así que seguían apareciendo imágenes. Su Padre con su navaja trabajando alguna pieza de madera, cortando una rama o una soga.

En eso recordó que su Padre tenía dos navajas, la de trabajo pesado, que era ésta y una más fina que utilizaba para trabajos delicados y por la cual tenía un gran aprecio. Esta segunda navaja era de origen alemán y, al igual que las navajas suizas de hoy, contenía diversas herramientas. Las cubiertas eran de cuerno de venado, la textura natural del cuerno la dotaba de una gran belleza y a su vez permitía sujetarla con firmeza. El Padre estúpidamente la había perdido hacía ya muchos años.

Mientras contaba todo esto observaba por el espejo retrovisor a su hijo, su expresión corporal le dijo que la historia le aburría y carecía de todo interés para él. Su mente venía de cincuenta años en el pasado, la de su hijo estaba a siglos de distancia en otra dirección.

¿Qué te pareció?

O. K., Papá.

La respuesta desinteresada de su hijo extinguió toda la calidez del recuerdo y del momento. Le quedó perfectamente claro que su relato carecía de cualquier interés para su hijo. En su mente trató de justificarlo: Era joven. Había sido un día muy aburrido. Él no era así. Sin embargo, al tedio que lo lento del tráfico le generaba, ahora le agregó una buena dosis de frustración.

Luego pensó en él mismo y en su propio Padre. La vida lo dejó estar tan poco con él. Cómo hubiera querido multiplicar cada momento cuando se sentaban a hablar o hablaban caminando. Tan poco tiempo juntos y hace ya, tanto tiempo…

Pero a su hijo eso no le interesaba. Seguía mirando los chorritos de agua que escurrían en la ventana, coloreados por las luces del crucero, escuchando las diferentes tonalidades del sonido de los cláxones. Él estaba muy, muy lejos de allí.

Regresó su mirada a la calle detenida, atiborrada. Se preguntó si los ocupantes de todos esos vehículos se sentirían tan frustrados como él, tan solos como él, aún en compañía de sus familias.

El Padre le dio un final rápido a su narrativa y dejó que los recuerdos siguieran fluyendo, sólo que ahora los guardó sólo para él, los recreó en silencio y volvió a vivir esos momentos de su niñez hacía tanto tiempo perdida. Recordó que lo que más le gustaba era la sobremesa cuando su Padre le contaba pasajes de su vida, mismos que él escuchaba con la mayor atención e, imaginaba que ambos seguían allí compartiendo momentos y vivencias.

En su mente, cual conejos de mago, saltaban muchas interrogantes: ¿Por qué no podía atraer la atención de su hijo? ¿Por qué no podía captar su atención? ¿Sería por los casi cincuenta años que los separaban? ¿Sería porque provenían de mundos diferentes? ¿Sería porque ahora estaban rodeados de demasiados distractores que limitaban la conversación? Y, así se preguntaba, miles de ¿Por ques? tratando de evadir el ¿Por qué? crudo y definitivo. ¿Sería simplemente porque no sabía cómo contar una historia?

La auto estima vino a su rescate y le susurró amablemente al oído, no te aflijas, no eres tú, es él, son etapas, recuerda que hoy a tu hijo sólo le interesan los autos; materia en la que ha adquirido un conocimiento enciclopédico, documéntate en el tema, úsalo para comunicarte con él y, deja a tus historias y recuerdos dormir en paz.

¡No hay nada más ajeno, que un hijo propio! se dijo a sí mismo.


***


Pasaron algunos meses de aquella tarde lluviosa, la noche arropaba la ciudad y el Padre regresaba de trabajar, venía cansado y sobre todo malhumorado, su trabajo había cambiado, ya no le satisfacía, ya no emprendía, ya no promovía, ahora sólo intentaba resolver un cumulo de problemas que cada nuevo día se empeñaba en obsequiarle.

Llegó a su casa. Como todas las noches, las primeras en recibirlo fueron sus dos perras labrador, quienes saltaban, corrían, lo lamían y buscaban de mil maneras mostrarle su cariño. A ellas las guiaba el sentimiento, sabían quién las quería y, no necesitaban que se los dijeran todo el tiempo, lo cual para un carácter poco expresivo, como el del Padre, resultaba una bendición. Las acarició y, subió precipitadamente a la recámara principal, la cual contaba con una pequeña sala de televisión que por estar orientada al poniente, resultaba tibia y acogedora en las noches, esto la había convertido en el centro de reunión posterior a la merienda y previo al sueño.

Esta pequeña familia pretendía que ese espacio fuera el lugar de convivencia familiar, no lo era, sólo proveía el contacto físico que el sofá de tres plazas forzaba. Se hablaba poco, no se platicaba y, el tema principal, cuando aparecía, era para negociar el programa a ver o definir la posesión del control remoto.

Ese día en particular su hijo estaba diferente, en vez de recibir el beso de saludo de su Padre sin quitar la vista del televisor y, moviendo la cabeza de un lado a otro, para evitar que su cercanía le obstruyera la vista, saltaba, lo abrazaba, su rostro resplandecía, la inquietud le brotaba por los poros y le dijo:

Papá, te estaba esperando, me urgía que llegaras, tengo algo para ti.

Acto seguido le entregó una navaja similar a la que él había descrito diciéndole:

Entiendo lo que te dolió haber perdido la navaja, sé cuánto valoras los pocos objetos que tienes de mi Abuelo y, desde el día en que me lo contaste, me propuse reponértela.

El impacto fue brutal, su hijo lo había escuchado y no se dio cuenta, juzgó sólo por la expresión corporal y el gesto ausente. ¿Estaría ya tan ciego o distante que no percibía la cercanía de los que lo rodeaban? ¿Se le olvidaba quitarse la armadura después de la batalla, manteniéndose lejos de todo y de todos?

Sentimientos encontrados se convulsionaron en su interior, hacía sólo unas semanas pensaba que para su hijo, sólo era un viejo aburrido que contaba historias intrascendentes y, ahora parecía que su hijo lo amaba, quizás hasta lo respetaba y admiraba. Y, entonces se percató que su hijo era un ser moderno, independiente y maravilloso y, que simplemente tenía una manera distinta de demostrarlo.

Se veía y, sobre todo, se sentía: TERRIBLE.

Las emociones lo paralizaron, su rostro palideció, sintió un hueco en el estómago, los ojos se le humedecieron, las cuerdas vocales se le tensaron y con gran esfuerzo musitó un educado “gracias” y lo abrazó trémulamente sin lograr transmitirle todo lo que sentía y cuanto lo amaba.

Ante el estupor del Padre, su hijo preguntó:

¿Te gustó Papá?, ¿Era así la de mi Abuelo?

El malestar del Padre se intensificó, no sabía qué hacer, no sabía cómo ocultar su propia vergüenza y dolor y, haciendo un gran esfuerzo, alcanzó a balbucear de manera casi ininteligible:

“Si, muchísimo”.

Vio el reloj y, encontró una vía de escape:

Es tarde, estoy muy cansado, vete a dormir que mañana debes madrugar.

En realidad sólo quería quedarse solo con su inseparable y fiel compañera: “La pena de no poder expresar sus sentimientos”. ¿Por qué instintivamente controlaba sus emociones, sin dejarlas desbordarse? ¿Por qué su sistema de autodefensa confundía siempre la sensibilidad con la debilidad?

Después el silencio reinó en el aposento, sólo el cambio de iluminación, producto del cambio de imágenes en la televisión denotó algún movimiento. La Madre de su hijo acudió compasivamente a su rescate, abrazó a su hijo, le dijo tú Padre tiene razón, es tarde, vamos a dormir y, en el camino a su recámara le decía:

Hijo, tu regalo y tu gesto fueron maravillosos y si tu Padre no pudo decir nada, fue porque se quedó mudo de la emoción.

Ya solo, el Padre se desplomó en el sofá, sostuvo su apesadumbrada cabeza entre las manos y dejó que las imágenes televisivas lo llevaran a otro lado. De pronto el sonido de unos pasos en la escalera lo regresaron a la realidad, era la esposa, que después de consolar al Hijo, venía a consolar al Padre.

Tu Hijo te adora, le dijo, investigó donde vendían navajas así, invirtió todos sus ahorros y te la compró.

Vaya consuelo, sólo hizo que el malestar se intensificara, él siempre consideró a su hijo como muy apegado a las cosas materiales, recordó varias discusiones cuando el día del Niño, Navidad o el día de Reyes se había negado enfáticamente a donar los juguetes que ya no usaba por ya no corresponder a su edad.

Y, ahora esta muestra de generosidad total.

Escapó por la vía rápida, se quitó lentamente la ropa y, así desnudo se hizo ovillo en la cama, fingió dormir, pero su mente giraba en torbellino, preguntándose si la vida le iba a dar la sabiduría, la paciencia, el tiempo o las tres cosas para contarle a su hijo como fue su niñez, tampoco sabía si él iba a tener el interés, curiosidad y tiempo para escucharlo, pero sí sabía que la vida es un ciclo y que algún día se iba a preguntar cómo fue la vida de su Padre.

Por ello, para su hijo y, para cuando el ya no estuviera, ese día comenzaría a rescatar sus más lejanos recuerdos.

Texto agregado el 01-12-2017, y leído por 90 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
01-12-2017 Vidas y sentimientos distintos y distantes a pesar de hallarse tan cerca, la situación de la congestión vehicular le da intensidad y prefigura la historia familiar acompañada de buenas imagenes y atmósferas litomembrillo
 
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