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Inicio / Cuenteros Locales / DesRentor / Relato ficticio #4, año 2084

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Dicen que llorar hace bien, que recupera la energía y a uno le devuelve la vida. Dicen que sufrir nos hace humanos, nos hace ver que hay algo real dentro de toda la mierda que nos rodea de vez en cuando. Dicen tantas cosas que en verdad ya no oigo nada hace tres años. Lloré todo lo que tenía que llorar, sufrí todo lo que tenía que sufrir. Al parecer recuperé la energía suficiente para relatar esta historia. Pero, aún no estoy segura de que la vida haya vuelto a mi cuerpo. ¿Has sentido el vacío que deja quedar casi huérfana a los siete años?

Era muy chica cuando ocurrió todo, pero tenía consciencia suficiente para saber quién era mi padre y cómo de la noche a la mañana un día dejó de serlo por el simple hecho de defender a un vecino en una riña con los milicos. Me dijo quédate ahí no más, vengo al tiro. Partió con las ganas de un animal enjaulado al que lo dejan libre, pero con la mente en un objetivo humanamente claro. Había media cuadra entre nosotros y ellos, y para mí en pocos segundos mi padre parecía un camión sin frenos. Esas fueron las últimas palabras que le escuché. Digna de recordar su voz, me soltó la mano y corrió a ponerle un tackle al soldado que tenía agarrado del pelo al Emilio, de esos que sabía poner como cuando jugaba rugby con los compañeros del colegio de las fotos que estaban en el living donde en ese entonces vivíamos. Ganando medallas y viajando, portando con orgullo la camiseta número veintiuno; la que le recordaba a mi madre.

Mi viejo tenía llena la casa de esas fotos, de ahí cerca del 2019 y siempre me decía que cuando creciera me iba a regalar su análoga. Por ahí la tengo con un rollo a medio terminar. Me contaba historias de esos días de disfrutar con los amigos y con mi mamá a pesar de lo mal que parecía moverse el país, de vivir con internet todos los días del año, pero aún así cargando con un trozo del pasado: la famosa cámara y cómo el abuelo le enseñó a usarla. A esa edad una saca y desordena todo, así conocí a mi mamá, en las fotos. Se veía bonita, siempre sonriendo y posando, ni un rastro de pena ni maltrato. Pololearon harto supe después, cuando ya adolescente, me puse en contacto con uno de sus amigos. Así conocí más de ambos realmente. Mi madre falleció al año y medio después que nací. Ahí por el verano del 44'. Mi viejo decía que la encontraron cerca de la casa con una bala en el pecho y otra en la cabeza. También me dijo que mataron a mi hermano ese día.

Y ahí fue, a mis pobres siete años, siendo probablemente con Emilio, los últimos espectadores de una jugaba de rugby profesional perfeccionada a través de los años. Lamentablemente no ganamos ni un partido esa mañana. Ganamos más rabia, más pena y más ganas de mandar todo a la mierda. Desde otro flanco una bala atravesaba la médula espinal de mi viejo mientras que por inercia caía con velocidad, antes incluso de tocar al atacante, golpeándose la cabeza que lo dejó sin movilidad en las piernas y sin poder hablar hasta el final de sus días. ¿Ahora entiendes lo que es vivir en silencio? No escuchaba su voz, pero sus ojos siempre hablaron bien y así conversábamos sin hacer ruido. Mirándonos mientras el llanto era lo único que se escuchaba fuera de sus caricias en mi cabello. Entendí en ese momento lo importante que era también la cámara, aprender a trascender en imágenes, porque una imagen vale más que mil palabras y en mi hogar habían millones. Ahora muerto hace unos años, la que mejor habla de él es la primer fotografía que le saqué: Sale mirando otra fotografía donde aparece él y mi madre, jóvenes, como a los veinte años. Ella abrazándolo por la espalda y él sonriendo con la camiseta veintiuno después de un partido. Y el de fuera con la cabeza inclinada hacia la luz para que el reflejo no le pegara al papel de la foto interior, una bufanda en su cuello y el poncho puesto, sentado en su silla de ruedas y un mate echando humo en la mesa de centro.

No me quedan casi recuerdos buenos a esta edad. Me siento sola y ya estoy seca por dentro. No quedan lágrimas. Pero sí queda dolor, rabia y pena. No me casé, no tuve hijos y tampoco dejé el país intentando huir de la pesadilla en que todo se había vuelto. Me quedé, creciendo, aprendiendo, con raíces a los pies, cuidando a mi padre, trabajando cuando tuve la edad suficiente y esperando, atenta siempre, a que esto acabara antes de que él partiera. Casi lo logramos. Hubiese sido uno de esos buenos recuerdos, debo reconocerlo. Creo que los demás están en las fotos que terminamos donando al museo.

Texto agregado el 17-01-2018, y leído por 52 visitantes. (0 votos)


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