Mauro, el enorme niño perpetuo de mirada dulce y rostro octogenario paseaba por las calles toscas del barrio cada mañana y cada tarde, cualquiera fuera la estación del año. “Caminar caminar y nunca para atrás mirar…” , era lo que decía su canción-jingle favorita y que de tanto escucharla en la iglesia le había revelado cual era su propósito en la vida.
Todos los días su madre lo despedía en la puerta advirtiéndole que fuera cuidadoso, que no hablara con desconocidos y que no aceptara nada que le ofrecieran los cabros de la esquina. Hacía estas advertencias tal como le habría gustado hacerlas, muchos años atrás, si Mauro hubiese ido alguna vez a la escuela. Se lo quedaba viendo un rato, y de vez en cuando se preguntaba con inquietud qué sería de este hijo suyo de canas desaliñadas, su andarín empedernido, su dulce tormento, cuando ella ya no estuviera.
Recorría todos los barrios, conocía mejores rutas que los carteros y sabía calcular la frecuencia de las micros que pasaban por la avenida principal. Siempre caminaba solo -o tal vez no- y en su andar pausado sonreía y saludaba a los vecinos, se reía con los niños que salían de clases corriendo como amotinados y discretamente pasaba mirando a la chiquilla linda que atendía la panadería “Yarixa”. Así era la mayoría de las veces.
Pero en ocasiones , parecía que una centella de juicio, un lapsus mental, obligaban al niño perpetuo a asomarse a una realidad distinta, esa que habitaban su madre, los vecinos y casi todos los demás…y en ese momento oscuro el caminar ya no era un propósito, y el tiempo no era estático y las canas no eran triviales. Cuando eso ocurría Mauro se devolvía de inmediato a casa, con la sonrisa torcida y el alma adolorida. Su madre lo abrazaba y le daba una pastilla mágica.
Al día siguiente caminaría y caminaría y no miraría nunca hacia atrás.