Con su bastón, sus canas onduladas y su caminar pausado daba la apariencia de una ancianita venerable y sabia…y en cierta forma lo era.
Vivía sola, porque no se llevaba con su única hija, quien le guardaba un indigesto resentimiento por haber sido una madre demasiado moderna y poco devota de la Virgen del Carmen.
Nunca se casó, ni convivió con ninguno de sus amantes, porque decía que era un destino maldito para cualquier mujer vivir con un hombre que se creyera con el derecho de darle órdenes y hacerle abrir las piernas cuando a él se le diera la gana. No señor, ella no había nacido para esas vainas.
A sus setenta y tantos años y con su escasa pensión había resuelto vivir lo que cada día le ofreciera, y con objetiva honestidad había decidido no preocuparse de nada más que de ella. Después de todo, decía, esta vida es para gozar.
Siempre le gustó leer. Aunque nadie en su burdo entorno familiar y social le hubiesen alentado este gusto. Apenas tuvo su propio dinero se volvió una ferviente cliente y lectora de las “Selecciones del Reader's Digest”. Las coleccionó durante años. Se nutrió de ellas y de su abreviada forma de mostrar el mundo, sin saber que algún día todos esos artículos, anécdotas y chistes – los cuales “mejoraba” agregándoles un pertinente toque de obscenidad- almacenados en su memoria le servirían para ser el centro de atracción en las reuniones del club de señoras mayores y un compendio viviente de datos curiosos para los más jóvenes. Y de algún modo, también, le servirían para aliviar su soledad.