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«Oh, pequeño ser», decía la voz, «soy la ciudad de los diez millones de pasos, la ciudad de los diez millones de rostros… Mi vida se compone de las vidas de diez millones de hombres que van y vienen, pasan, mueren, nacen y vuelven a morir mientras yo perduro para siempre, sí, pequeño ser, pequeño ser», decía, «creéis que soy inclemente y cruel porque acabo de matar a uno de vosotros apenas hace un instante, pues me creíais hermosa y buena porque el aliento de abril llenaba vuestros pulmones con su veneno, el olor de las corrientes os llegaba desde el puerto como una promesa excelsa de la primavera: el olor de mares cálidos, la imagen de portentosos buques y viajes, la visión de los países dorados en las fábulas donde nunca habéis estado. Sí, pequeño ser, oh, sí, sórdida y exigua célula que suda y se arrastra por mis feroces aceras, arrojada a ciegas, oscura y gris, indefensa a través de mis salvajes túneles, pululando por mi tierra como brotan los gusanos de sus agujeros en el suelo y se reparten por aquí y por allá, arrastrados a toda prisa como hojas muertas en el seno de mis poderosas corrientes. Tú, pequeño ser, que vives, sudas, sufres y mueres como una partícula infinitesimal en mi imperecedero oleaje, en mis energías oceánicas, tú, a quien concedo abrigo temporal en mis diez millones de pequeñas células pero no eres capaz de dejar siquiera la huella de tus míseros pasos en mis calles salvajes para dar fe de que viviste aquí. Tú, pequeño ser, pequeño, tú, diminuto átomo mugriento y sin rostro de mis muchedumbres incontables, tú, que sudas, maldices, odias, mientes, engañas, suplicas, amas y te esfuerzas para siempre hasta que tu carne se seca y se hace dura y yerma como las piedras sobre las que caminas, tus ojos se oscurecen y se apagan como brasas extintas, tus palabras se vuelven ásperas y estériles y estridentes como el clamor de mis hierros oxidados; hace un momento me encontrabas amable porque el sol brillaba cálidamente sobre tu cabeza y el aire de abril lo endulzaba todo, y ahora me juzgas cruel porque acabo de matar a uno de tantos entre vosotros.
¿Acaso crees que me importas? ¿Crees que soy amable porque el sol brilla cálidamente sobre tu cabeza en abril y vuelves a ver brotar las hojas en los árboles? ¿Crees que soy hermosa porque tu sangre corre con más calor y bríos en abril, porque tus pulmones extraen esencias mágicas de los olores de la primavera y tus ojos leen mentiras acerca de la belleza, la magia y la aventura escritas en el verdor de los árboles, en la luz del sol, en la piel y la fragancia de vuestras mujeres? Oh, pequeño ser, pequeño ser, en noviembre me has juzgado lúgubre y aburrida; en el calor abrasador y afilado de agosto me has maldecido amargamente y has encontrado mis muros insoportables; en octubre has vuelto a mí con una mezcla de alegría y pena, exultante y arrepentido; en el sombrío, implacable mes de febrero me has encontrado cruel, despiadada y desierta; en el salvaje y andrajoso mes de marzo tu vida misma era como una nube deshecha en jirones, llena de promesas desesperadas de la primavera, de angustia y monotonía, de esperanzas desbocadas y de la intensa, amarga luz de la desolación, llenas de atardeceres rojos, raídos y el aullido de los vientos enloquecidos; y en abril, a finales de abril, has vuelto a encontrarme bondadosa y agradable otra vez. Pero, pequeño ser, ésas no son más que las luces y los climas de tu propio corazón, la insensatez de tu alma, la falsedad de tu mirada. Diez mil luces y climas han pasado sobre mí, brillando, diluviando, arrojándose sobre mi fachada de hierro.

Y pese a ello, sigo siendo la misma, por siempre.
Tú sudas, te esfuerzas, albergas esperanzas, sufres; yo te aniquilo en un instante de un solo golpe o dejo que te arrastres y maldigas para abrirte paso hasta tu propia muerte, pero me importa un bledo si vives o mueres, si sobrevives o si te dan una paliza, si nadas en mis grandes corrientes o te ahogas en ellas. No soy ni amable, ni cruel, ni amorosa, ni vengativa. Todos vosotros me resultáis indiferentes, pues sé bien que otros vendrán cuando hayáis desaparecido, sé bien que otros nacerán cuando estéis muertos, millones se levantarán cuando os hayáis caído. Y sé también que la Ciudad, la ciudad eterna, se erigirá para siempre como una ola gigantesca sobre la faz de la tierra.»

Thomas Wolfe

Texto agregado el 11-07-2018, y leído por 118 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
12-07-2018 ...Así me habló la ciudad aquella primera vez, cuando la vi matar a un hombre... Gracias por traerlo. Un abrazo sheisan
 
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