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Cuento


Alito


Hasta ese día sábado, otoño de mil novecientos cincuenta, el viento soplaba con furia, como sólo lo hace en la estepa patagónica. Se esperaba que para el día domingo amainara su ímpetu y permitiera realizar el esperado partido de fútbol entre el equipo local y el equipo del pueblo vecino. Este partido se realizaba todos los años en esa época, dentro del marco de festejos de conmemoración de la fundación del club deportivo, por un pequeño grupo de colonos por allá por el año mil novecientos treinta y tantos.



Alito, de ocho o nueve años, era un niño alegre, conocido y querido por todo el pueblo por su amabilidad, simpatía y entusiasmo deportivo. Donde había una pelota, fuera ésta de goma, cuero o trapo y/o donde hubiera un partido o un “picado”, allí estaba él. No importando si fueran niños chicos o grandes los que jugaban, incluso adultos. Era seguro verlo siempre donde hubiera un encuentro, jugando en el arco, fuera este de tres palos o de dos montoncitos de piedras. Su pasión era el fútbol y su puesto, el arco. Donde lucía su moreno rostro y su ensortijada cabellera.



El equipo del pueblo vecino ya había llegado, siempre lo hacía el día sábado. Se le hacía una recepción y se le brindaba alojamiento. Lo mismo sucedía en el otro pueblo cuando el de acá iba a jugar con ellos. Esto por las grandes distancias, los caminos dificultosos, los cambios de clima inesperados y sobre todo por la gran camaradería y amistad que se cultivaba en aquellos tiempos por todos aquellos que osaban desafiar el frío, la nieve, la escarcha y sobre todo al gigante que arrasa con todo lo que se pone a su paso y derriba, incluso, voluntades. El viento patagónico que hasta tiene nombre de gigante: Kóshkil.



Era hijo del turco Alí, de allí su apodo, un inmigrante pobre en aquellas inhóspitas latitudes. Tal vez no era turco, puede que haya sido libanés, sirio o palestino, pero para todos era más fácil llamarlo turco. Aparentemente Alito no tenía mamá. Cuando no estaba en el colegio, se le veía acompañando a su padre, que recorría todo el pueblo tratando de vender algunas baratijas para obtener el sustento diario. Mientras el paisano trataba de vender su mercancía, Alito se entretenía con los niños del lugar con los cuales armaban un “picadito” y corrían tras la pelota de trapo hecha con alguna media, ya inservible como tal, de las que alguna vez, había vendido su padre.



Esa noche en la sede del club deportivo había fiesta. Por un lado se celebraba un aniversario más y por otro había que agasajar a las visitas y también a sus propios jugadores, los que al otro día disputarían el tan esperado partido donde cada equipo pretendía obtener la supremacía, ya que en ese momento ambos ostentaban la misma cantidad de triunfos. Para las visitas siempre era importante retornar a su pueblo con un triunfo, puesto que no solo se vencía al adversario deportivo, sino que también al clima, la distancia y al orgullo, y no solo de un equipo o un club, sino que al orgullo de un pueblo.



Alito cerró el Billiken que había estado leyendo por largo rato y se puso a hojear el Patoruzito que esa tarde le había traído su amigo Rafael. Ese día sábado, a pesar del fuerte viento había ido mucha gente a visitarlo al pequeño hospital del pueblo donde se encontraba internado, desde hacía ya dos meses; tiempo en que el único médico del establecimiento trataba de curarlo de aquel fuerte golpe que recibió en el estómago y que le produjo graves trastornos internos. Rafael lo visitaba casi todos los días y pasaban largas horas conversando de fútbol, la pasión de ambos.



Después de la comida de camaradería en la sede del club deportivo, una pequeña orquesta inundó todos los rincones del salón con sones que invitaron a bailar. Todo el público presente, incluidos los jugadores de ambos equipos se entregaron a la sana entretención del baile. Entre los jugadores del equipo local estaba Rafael, aquel joven delantero que hace como un año atrás había llegado a trabajar al pueblo y que por sus habilidades futbolísticas se había transformado en el crédito del equipo y en el ídolo de los niños del pueblo. Siempre que podía y se presentara la ocasión jugaba un “partidito” o "picado" con ellos.



Alito dejó la revista a un lado y recordó todo lo que había pasado durante ese día, y pensó en todas las personas que lo habían visitado. Había venido su maestra del tercer grado, sus compañeros de la escuela, sus compañeros de partidos en la calle y en el sitio baldío de la esquina de su casa. También, como todos los días, estuvo su padre, al cual notó más preocupado que de costumbre y habló muy poco. El último en venir a verlo y estuvo hasta tarde fue Rafael, del que se despidió con un cálido: hasta mañana y le deseo suerte en el partido del día siguiente.



Día domingo. Amaneció con sol radiante y sin la más mínima brisa. Desde temprano se notó en las pocas calles del pequeño pueblo patagónico aires de fiesta, todos los habitantes estaban ansiosos de que llegara pronto la hora fijada para la justa deportiva, que dirimiría cual era el mejor equipo de fútbol de la comarca. La hora fijada, era las tres de la tarde. Mucho antes la hinchada comenzó a llegar y repletar las graderías del recinto deportivo, el cual ostentaba en su entrada las banderas de ambos clubes deportivos.



En el hospital, también había ambiente deportivo, los pocos enfermos que allí había, Alito entre ellos, despertaron temprano, con el sol que entró a raudales por las ventanas. Los empleados les contaron de la euforia existente en todos los rincones del pueblo y de las ansias con que la gente esperaba el partido. Alito estaba nervioso e inquieto, su padre había llegado temprano para estar más tiempo con él. Cuando vino el doctor a realizar su visita diaria Alito le suplicó le permitiera ir a la cancha para ver el partido y a su amigo Rafael. El doctor le dijo que a él le gustaría hacerlo, sabiendo del entusiasmo del niño por el fútbol, pero que su gravedad no lo permitía.



Las tres de la tarde, sol brillante, ninguna brisa. La hinchada impaciente Casi todo el pueblo rodeando el campo de juego. Veintidós jugadores, el árbitro y la estrella: la pelota de fútbol. Rafael no está en la cancha. Suena el silbato y comienza el partido. La pelota va y viene, se pasea frente a un arco, luego en el otro. Ataja un arquero, también el otro. Un corner, un centro, cabeza, fuera… buenas las defensas. El público se impacienta, quiere gol, pero éste no llega… finaliza el primer tiempo. Durante el descanso, de media hora, el público no cesa de alentar a su equipo y pide la entrada de Rafael, el goleador.

Comienza el segundo tiempo, allí viene Rafael, el público lo recibe con una ovación. Todos los jugadores, de ambos bandos, dejan sus pulmones en la cancha y también ofrendan el corazón en cada jugada para lograr la victoria para su club y conquistar la gloria para su pueblo. Que difícil para el equipo que no logra satisfacer el ansia de triunfo de la gente que aclama, pero que difícil para el equipo que sin nadie que grite a su favor tiene que luchar contra todo para poder llevar los laureles al pueblo distante.

Transcurren cuarenta minutos del tiempo final, nadie quiere jugar tiempo complementario y menos definir a penales. Los últimos cinco minutos hay que jugárselas el todo por el todo. El equipo local toma la pelota, después de una atajada de su arquero y entre pase y pase se acercan a la valla rival, la recibe Rafael que penetra en el área, frente a él una muralla de jugadores contrarios que saben de su dominio de la pelota por eso no lo descuidan. Rafael observa que un compañero avanza libre por la izquierda y le cede la pelota para que este hiciera el gol, ya sobre el minuto final. De repente sin saber de dónde un defensa contrario se arroja por detrás del jugador que recibe la pelota, cometiéndole un penal merecedor de expulsión inmediata. Falta un minuto para que termine el partido. ¿Quién será el ejecutor del penal?



¡Rafael!¡Rafael!¡Rafael! Grita el público enfervorizado, es tan fuerte el coro de esas gargantas sedientas de gol que hasta en el hospital, Alito escucha el murmullo y también repite: ¡Rafael! ¡Rafael! ¡Rafael!.



Un minuto para terminar el partido, la pelota en el punto penal, el arquero que en ese momento quisiera ser un pulpo para cubrir cada rincón del arco, el árbitro llevándose el silbato a su boca para dar la orden y Rafael esperando esa orden para ejecutar la sentencia y la hinchada que no para de corear su nombre.

Suena el silbato, Rafael comienza su carrera a la gloria, de improviso se detiene y queda estupefacto mirando el arco. Es Alito el que se dispone a atajarle el penal. Aquella visión lo paraliza, restriega sus ojos, los cierra, los vuelve a abrir, allí sigue Alito esperando su disparo. El público sigue coreando su nombre, que en sus oídos, resuena como un trueno, son segundos que le parecen horas y en esos segundos recuerda otro partido dos meses atrás, un picadito con niños, como siempre lo hacía, viene corriendo dominando la pelota seguido por una decena de niños que intentan quitársela, llega al arco, Alito es el arquero que se dispone a atajar el tiro suave, que acostumbra lanzar Rafael cuando juega con ellos. Que paso en aquellos momentos aún no se lo puede explicar; de sus pies salió un cañonazo que destrozó el abdomen del pequeño arquero…

Abre los ojos vuelve a la realidad, allí está la pelota esperando su puntapié, el árbitro lo observa, no va a poder patear el penal, no puede disparar, no puede hacerlo contra Alito. Mira el arco nuevamente, desapareció la visión, volvió el arquero rival que trata de cubrir todos los rincones del arco. Ahora nadie pronuncia su nombre, el silencio es total, ni una brisa. No sabe qué hacer. De pronto una voz de niño que conoce muy bien comienza a gritar su nombre alentando a la barra, mira hacia el público y allí ve a Alito que vestido de blanco agita un pañuelo y lo incita a patear y convertir el gol que todos están esperando.

Mira al arco y al arquero que espera nervioso, inicia su carrera y uniendo a sus fuerzas las del pueblo entero y las de su amigo Alito pega a la pelota con toda la presión del segundo final, esta penetra al arco por aquel rincón donde no llegan los arqueros (el rincón de las ánimas) e hincha las redes haciendo brotar de mil gargantas el grito que remece los confines de la estepa.

—¡¡¡Gooooooooooooooooool!!!

Justo las cinco de la tarde, Rafael convirtió el gol, terminó el partido, ganó el equipo local y comenzó el viento, empezó como una brisa suave que poco a poco fue aumentando su intensidad y más y más. Comenzó a llover. Esa tarde de domingo el viento patagónico llamado Kóshkil festejó y lamentó, bramó y lloró más fuerte que nunca, voló techos, arrancó árboles, dobló postes, su furia arrasó en toda la comarca.



Al día siguiente, desafiando al viento, todos los niños junto a nuestros padres, maestros y toda la gente del pueblo, acompañamos al turco Alí hasta el cementerio, un poco más allá de la línea del tren, donde entre todos, con nuestras manos, cubrimos de tierra y flores el blanco ataúd en el que estaba el cuerpo de Alito, que falleció ese día domingo minutos después de las cinco de la tarde.




Incluido en libro: Cuentos al viento
©Derechos Reservados.

Texto agregado el 24-09-2018, y leído por 140 visitantes. (17 votos)


Lectores Opinan
02-10-2018 Que impresionante tu cuento, querido Vicente, y cuanto amor hay en tu corazón por esa infancia vivida en tu Patagonia. Me ha gustado muchísimo! MujerDiosa
30-09-2018 Que no hayan* grilo
30-09-2018 Tenía pendiente leer este cuento, y aquí te dejo mis estrellas ****** Creo no hay pueblo o ciudad, hayan tenido un caso así. grilo
27-09-2018 Alito, es un cuento estremecedor y tierno a la vez, contado con la maestría que acostumbras, haces de la historia un gran relato. Muy bueno, amigo Vicente. Un abrazo para ti. maparo55
25-09-2018 Ufff, es muy fuerte la historia, y la narras muy bien te leo poco amigo, pero cada ves que pueda paso es excelente tu relato, gracias.***** Abrazo Lagunita
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