Llueve y cada gota duele
sobre mi piel herida.

Lagrimas se precipitan
por mis mejillas hasta mis labios,
saboreando así mi dolor falluto,
dolor de una culpa nefanda.

Tiempo pasara antes de que la
densa niebla de mi aflicción desaparezca,
para ver las hojas caer.
Los brazos de mi destino
frágiles ya están,
y poco a poco me
desprendo de su excelso abrazo,
como la corteza al tronco con el tiempo.

Con el mínimo desplazamiento
que no dura en las palabras,
con el tendencioso sigilo de
olor lejano, de un efluvio inevitable.
Y mi vida se transforma en
un solio vacío, en nada, en
una sombra nácar;
que no logra percibir los
irisados reflejos de un
amor difractado, en el
fragoroso e impiadoso duelo.
Ver las hojas caer,
esa cosa tan simple.