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No recuerdo si con anterioridad ya había puesto este texto por aquí.

Enamorarse no es tan difícil, cuando encuentras a la mujer con la que siempre has soñado. Yo la encontré una noche de mediados de marzo, durante un velorio. Había muerto la madre de Dante, mi mejor amigo, así que me acerqué hasta la funeraria donde la velaban, para acompañarlo un rato y tratar de mitigar en parte el dolor profundo que lo embargaba. No fue fácil el encuentro ni las palabras que le dije, pero comprendió que eran sinceras. Saludé a algunas personas que conocía de su familia y me arrinconé por ahí, entre los demás dolientes, observando los rostros largos y silenciosos que me rodeaban.
En el centro del velatorio se encontraba el ataúd, custodiado por cuatro grandes cirios que despedían una llama lánguida, como si no quisieran arder, secundando el dolor de los presentes por la mujer que yacía en el féretro. Alguien comenzó a rezar un rosario y todos continuamos la cantilena, respondiendo monótonamente a las oraciones. Fue cuando llegó ella.
La vi desde que hizo su aparición en la entrada de la sala. Vestida de negro, el cabello ensortijado y suelto cayendo sobre sus hombros y parte del rostro, los ojos y la nariz irritados por reciente llanto, me pareció un ángel bajado del cielo. Caminó hasta detenerse junto a la muerta y le lloró silenciosamente. El calor del lugar, el humo de los cirios y los murmullos de los rezos, empezaban a agobiarme. Mirar a la mujer recién llegada me renovó el espíritu.
Mientras terminaban los rezos, la miré largamente; desde donde me encontraba podía mirarla con libertad sin parecer irrespetuoso. Le calculé entre treinta a treinta y cinco años; la piel blanca de sus brazos, que dejaba ver el vestido sin mangas, se miraba suave y cuidada. Sus movimientos lentos y seguros, le daban cierta prestancia, un toque muy grato de elegancia.
Se acercó a Dante, le dio el pésame y escuché su voz, era algo ronca, grave, pero para entonces ya me encontraba hechizado por su belleza un tanto triste, un tanto trágica, por la situación del momento.
Terminado el rosario, deambuló de aquí para allá conversando brevemente con algunas personas; cuando se acercó de nuevo a mi amigo, sin dudarlo, me acerqué también. Quería conocerla.
- Espero no ser inoportuno- dije, al estar junto a ellos.
- Claro que no-, respondió Dante.- Miguel, ella es Daniela, una amiga.
Ambos pronunciamos al unísono un “mucho gusto” y al mirarla a los ojos, me hundí por un instante en su negrura interrogante. Sus ojos negros brillaban como si de dos luceros se tratara. No tenía yo remedio, me encontraba atrapado, seducido.
Daniela le preguntó a Dante, interesada, sobre su estado de ánimo, sobre su salud; que en cuanto se encontrara mejor, le llamaría por teléfono para comer juntos. Mi amigo le contestó muy brevemente. Se notaba la inmensa tristeza que atenazaba su corazón. No tuve tiempo de comentar nada con Daniela. Se acercó a Dante y lo besó suavemente en la mejilla.
- Lamento no poder asistir mañana al sepelio, pero conoces perfectamente la razón- dijo casi en un susurro.
- Está bien- murmuró Dante.
Extendió la mano para despedirse de mí.
- Adiós-, dijo en forma impersonal.
- Adiós-, atiné a decir, porque el contacto suave de la piel de su mano, hizo que me recorriera un estremecimiento extraño no exento de deseo y de unas ganas inmensas de pedirle que no se fuera, que se quedara un poco más, que si se marchaba y no la veía de nuevo, me iba a morir de nostalgia.
No dije nada de eso; sólo la miré cómo se alejaba. La voz intempestiva de Dante, me sobresaltó.
- La amo-, pronunció mi amigo-, pero mi madre nunca la vio con buenos ojos. Ahora que ella ya no está, hemos decidido tomar las cosas con calma y ver si nuestra relación funciona realmente.
Me quedé frío, porque sin quererlo acababa de conocer a la mujer de mi vida y las palabras de mi amigo me hacían comprender que también, acababa de perderla. Dante era como mi hermano, así que nunca podría acercarme a Daniela con ninguna otra intención, que no fuera la de obtener su amistad. Sentí una opresión muy fuerte en el pecho, un dolor quizás tan fuerte como el que Dante sentía ahora por la pérdida de su madre. La cabeza me dio vueltas e intenté reflexionar vagamente: “Me olvidarás Daniela, con este encuentro tan breve y tan fugaz que he tenido contigo, me olvidarás... ¡Pero qué estupideces pienso! ¿Cómo vas a olvidarme?, ni siquiera eso, porque para olvidarme, tendrías que haberme tratado, que haberme conocido tal y como soy, haber intuido lo mucho que ya te quiero para que pudieras recordarme; porque para poder olvidarme, primero tendrías que recordarme... ¿o no?”

Texto agregado el 06-12-2018, y leído por 137 visitantes. (16 votos)


Lectores Opinan
14-12-2018 Que buen texto,en realidad no se puede olvidar lo que no se ha tenido. Muchas veces las cosas se confunden,se cree conocer porque alguien gusta. Como en este caso,sin embargo, solo se olvida a quien se conoce de verdad,se sabe todo de ese ser. Me encantó***** Victoria 6236013
07-12-2018 Admiro del creador del texto, la elección de dos situaciones distantes, para fundirla en una idea. Aprecio, también, el momento en que Daniela entra en acción y el obligado ambiente del formato de la trama. Te felicito y tu oficio es escribir. peco
06-12-2018 Si... te entiendo hermano, cada letra que escribiste. Cinco aullidos extraños yar-
06-12-2018 Preciosa historia, felicidades. Bosquimano
06-12-2018 Creo que ya la había leido; e insistiré en mi comentario. Un trozo imprecindible de lectura para quienes frecuentamos esta página azul. Muy bien hermano. Saludos y abrazos desde Iquique Chile. Vejete_rockero-48
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