El ruido, batallón de moscardones en juerga, conjugación inarmónica de gritos fraguados en la garganta de millones de seres impenitentes, colección completísima de quebrazones, colisiones, martillazos y aullidos surgidos de fauces polifacéticas, trotes, tambores, murmullos, alaridos y cornetazos, ruidos todos.. Cruzó como un vendaval por las calles, callejuelas, sucuchos y rascacielos. Quiso emboscarse en un silencioso cementerio pero muy pronto sintió en sus entrañas vertiginosas que el estruendo descascaraba la pintura ya muerta de cruces y mausoleos y además, la solemne eternidad había elegido arrancharse para siempre entre este amasijo de tumbas, huesos y cipreses. Por lo tanto, el ruido, algo humillado y herido en su esencia de timbales y metralla, prosiguió su ruta, ensordeciendo a quien osara ponérsele por delante. Demencia desatada, no respetó ni asilos ni hospitales, incrementó los enfurecidos gritos de algunos manifestantes y se aposentó en las graderías de un estadio para vocear un gol a la injusticia. Prosiguió su senda devastadora hasta encontrar una escuela que también se prestaba para sus propósitos. Recorrió las aulas y se introdujo en algunas, animando el jolgorio de voces sin tutela, más allá se hizo rumor para mirar de reojo la mano del maestro que dibujaba palomas idealistas en el pizarrón noctámbulo. En la sala siguiente fue risas y risotadas, gritos y canto, huestes en vocinglerío para desembocar en una oración sofrenada por la huella mística de un grupo en catecismo. Así, alternando huracanes y brisas, truenos y susurros, se alejó vigorizado para sobrevolar pueblos y legiones, mares y continentes y cuando un hongo gigantesco se elevó distante, se apresuró a prestarle su más aterradoras inarmonías, sabedor consciente que esa era la última oportunidad que se le ofrecía para vestir con ropajes absolutos la triste condición de la imbecilidad humana…