El primer día que me permitieron ir al río con la Filiberta, hacía, al menos 45 grados. Ella envolvió la ropa sucia en un trapo más grande y después de provisionarnos debidamente con jabón y naranjas, partimos de la enorme casa en la que vivíamos.
El camino, que ahora me parece corto, entonces me parecía interminable; alargado deliberadamente para molestarme. Arrastrando mis 48 kilogramos y mis once años por ese camino torturado por el sol, llegué finalmente. La Filiberta repartió la ropa en partes iguales y cogiendo la mejor roca, se subió cabalgando sobre ella y se dispuso a golpear los trapos sucios.Tomando mi parte y sin rechistar hice lo propio encontrando una piedra adecuada para mi suplicio.
Me quité las sandalias y metí mis redondos y blancos pies en el agua. Los pececillos mordisqueaban la mugre que se desprendía de ellos mientras yo disfrutaba llena de miedo de nuestro secreto contacto.
Pasaron largos minutos, largas horas quizás sin que yo hiciera el menor movimiento. Recuerdo que se me escapó una falda que lentamente alcanzaba el curso de la corriente. Me quedé petrificada, nada bueno podía resultar de una pérdida semejante.