LA SONRISA

No le queda grande, señorita - repetía sin ninguna entonación el vendedor-. Este año se llevan anchas a la vez que atrevidas. Llevaba más de veinte minutos en la tienda y no había entrado nadie. Tanta madera, en el suelo de tablones irregulares y separados, en las estanterías con polvo milenario y en el mostrador, seguramente intentaba crear un ambiente cálido; pero a Elena, acostumbrada a los vivos colores de formica de los centros comerciales, sólo le trasmitía decadencia.
Hasta el espejo de pie en el que recelosa se observaba era de madera. La escasa luz que entraba en la tienda era verde, corrompida por la leyenda del escaparate. La luz sucia de moho impregnaba todo de humedad.
Desde luego que solo pensaba en marcharse y cuanto antes. No iba a comprar nada, pero el vendedor conocía su profesión y con movimientos lentos de mastín ovejero acercaba a su presa a la cada vez más segura compra. La puerta estaba a tres metros y, en dos zancadas, estaría en la calle; eso no evitaba que cuando el viejo elevaba el tono de voz un poco más de lo normal, ella sintiera algo parecido al miedo.
En el último esfuerzo de evasión recurrió al argumento de lo extraña que se encontraba y que nunca iba a encontrar ocasión para el estreno. El vendedor ni se molesto en rebatir, su experiencia le decía que el trabajo sucio ya estaba hecho. Se limitó a mirarla en silencio y ella reconoció en su voz el de una niña que no quiere ir al colegio. Salió de la tienda arrastrando un pequeño paquete, pensó en lo extraño del combate en el que el perdedor se lleva el trofeo y desde la calle se atrevió a mirar al interior donde el implacable acosador era otra vez un anciano adorable enmarcado en su apacible escaparate donde se leía en verde: HIJOS DE MARIANO MARCOS. ALMACÉN DE SONRISAS ORTOPÉDICAS.