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NGUENECHÉN.

Víctor Catalán Polanco


La historia de los hombres de la tierra - de los Mapuches - entre los ríos Choapa y Bío-Bío, al sur de Chile, se pierde en el tiempo, hasta cuando surge Nguenechén, el Dios que, dice la leyenda, vivía en lo alto de los cielos - que él había creado y adornado con nubes y con estrellas - junto a su esposa Kushe y a sus hijos.

Nguenechén - o Antu, el Sol – reinaba con omnímodos poderes sobre los cielos, sobre los mares y sobre la tierra y allí, en sus posesiones, había creado los ríos, los lagos, las cascadas, las montañas y los valles y los había poblado de hombres y animales. Había hecho crecer los árboles, las plantas y la hierba y con ellos había formado extensos bosques y selvas impenetrables.

Nguenechén, desde el cielo donde moraba, vigilaba sus creaciones que florecían en su inmenso reino y sobre él derramaba, generoso, durante el día, sus rayos de luz llevando vida. En tanto, durante la noche, Kushe, su esposa la Luna, velaba el sueño y acariciaba con la quietud apacible a las criaturas que lo habitaban.

En medio de la paradisíaca tranquilidad, y correteando entre las nubes, los hijos del Sol y de la Luna fueron despreocupadamente creciendo hasta que, con el tiempo, en los mayores, poco a poco, comenzaron a despertar las ambiciones de ser iguales a Dios, su padre. Ellos, cada día y con mayor fuerza, querían reinar, y desesperaban en su deseo. Querían desplazar a Nguenechén y gobernar sobre la tierra.

Dios, sentía una gran pena, que con el tiempo se agrandaba, por las ambiciones desmedidas y las deslealtades de sus hijos y, ante su persistencia, el sufrimiento se fue transformando en furia que Kushe, la madre, trataba de aplacar pidiéndole a Nguenechén que los perdonara.

La codicia fue, sin embargo, abrumando a los mocetones hasta llevarlos a confabularse, incitando en el afán a sus hermanos más jóvenes a rebelarse. Los intentos de Kushe por desanimar a los rebeldes no fructificaron y éstos persistieron.

En Nguenechén, entonces, afloró la furia y cuando los príncipes se aprontaban a descender a la tierra desde las nubes, tomó a ambos por el pelo, remeció sus cuerpos con todas sus fuerzas y los dejó caer desde el cielo sobre las montañas. La tierra se estremeció temblorosa mientras los bramidos y rugidos furiosos y llenos de dolor de Dios se transformaban en truenos, relámpagos y rayos de fuego que iluminaron tenebrosamente los territorios de su reino, al tiempo que los cuerpos de los rebeldes se estrellaban y se hundían en las rocas dejando a la vista dos grandes y profundas cavidades que las lágrimas de Kushe, al deslizarse por las faldas de las montañas, fueron llenando hasta formar dos grandes lagos donde se dibujó su inconmensurable dolor. Nguenechén, un tanto arrepentido y ante los ruegos de la madre Luna, reprimió su desatada furia y devolvió la vida a sus hijos, pero convirtió sus cuerpos en una enorme serpiente alada condenada a vivir eternamente en las aguas de los lagos, a la que se conoce como Kai-Kai Filu.

Los príncipes rebeldes siguieron, sin embargo, albergando en sus fueros el deseo de reinar y alimentado un odio profundo contra Dios, su padre, por el castigo impuesto. Inquietos, cada cierto tiempo, se revuelven enfurecidos en las aguas y con su enorme y larga cola levantan grandes olas, generando colosales marejadas que inundan los valles tratando, en venganza, de devorar a hombres y animales, creaciones de Nguenechén. Forman también grandes remolinos que tragan a quienes se aventuran en sus dominios y se infiltran por cuevas subterráneas socavando la tierra y causando grandes terremotos.

Ante la amenaza de Kai-Kai Filu, Antú decide dar vida a una serpiente buena, a la que llama Tren-Tren, y a la que le encomienda la misión de alertar a los hombres para que busquen resguardo cuando Kai-Kai Filu comience a agitar amenazadoramente las aguas.

Controlado el peligro de la serpiente alada, Antú decide descender a la tierra para ver con sus propios ojos el fruto de sus creaciones y los resultados de las instrucciones enviadas tiempo atrás a la gente de la tierra, los Mapuches, con otro de sus hijos. Vestido con una chiripa de cuero y desnuda la cabeza salvo el trarilonco que sujeta sus cabellos, como un mapuche más, se apareció un día ante ellos dispuesto a complementar sus instrucciones con la enseñanza práctica de la siembra, de la cosecha, de la preservación de los alimentos y de la sabia elección de las semillas, llevándoles como regalo el preciado fuego.

Tranquilo, Nguenechén regresó al cielo, pero después de un largo tiempo, queriendo saber como marchaba su creación, se asomó nuevamente por entre las nubes y observó con amargura como sus consejos habían sido desoídos y como las enseñanzas que había impartido habían quedado sepultadas en el olvido. Casi nadie recordaba sus consejos. El respeto se había perdido y los hombres se peleaban, se insultaban, se robaban y se asesinaban entre ellos.

Fue entonces cuando Nguenechén fue nuevamente invadido por la cólera divina. Resolvió, entonces, acudir a Kai-Kai Filu para que arremolinara y agitara las aguas, lanzara furibundas marejadas e hiciera que temblaran las montañas, infundiendo el temor entre los hombres para que cambiaran su conducta.

Pero Tren-Tren, la buena serpiente vigilante, al ver que las aguas comenzaban a encresparse, alertó a los mapuches con un largo silbido que transportado por el viento se filtró por entre las colinas y por las quebradas y se esparció por los valles y por las empinadas laderas montañosas, convocándolos al cerro de la salvación, donde ella moraba.

Huyendo de la ira de Kai-Kai Filu los mapuches, con sus mujeres y niños, escalaron aterrorizados las laderas escarpadas de los cerros perseguidos por las aguas agitadas de las marejadas, entretanto la tierra bramaba y se estremecía entera y furibunda bajo sus pies, mientras, desde el cielo, ennegrecido por las nubes, brotaban ensordecedores truenos acompañados del fulgor enceguecedor de los relámpagos.

Los rayos enviados por Antú fueron fulminando a muchos en su loca huida, en tanto, otros - hombres, mujeres y niños - eran arrastrados por las aguas o se despeñaban por los abismos insondables de las grietas abiertas, por los temblores, en la montaña.

Solo un niño y una niña fueron los únicos humanos que sobrevivieron al terrorífico cataclismo protegidos, en lo profundo de un boquete, en un rincón, al borde de un precipicio. Amamantados, por una astuta zorra de peluda cola y hocico puntiagudo y por una hembra puma de pelaje suave, los niños crecieron en las alturas y se desarrollaron, resucitando en su descendencia al pueblo mapuche.

Parte de Nguenechén murió junto con su creación y ya no volvió Dios a ser el mismo. Pocas veces ha querido volver a aparecer entre las nubes, entre las que deambula taciturno y sordo a las rogativas elevadas por los hombres que ya no parecen llegar a sus oídos. La tierra no es la misma. Las semillas se marchitan y no brotan como antes, las cosechas escasean, las enfermedades proliferan, la juventud se rebela ante sus mayores y las riñas separan a los hombres.

En el cielo, la madre Luna, Kushe, herida, se oculta entre las nubes de un Sol muerto que la persigue.

Y los blancos, jinetes en extrañas cabalgaduras, han llegado, con sus largas picas de cuatro filos y sus tizonas aceradas, a dar la estocada final en el cuerpo de un pueblo moribundo que se niega a perecer.

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Texto agregado el 29-06-2003, y leído por 631 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
29-06-2003 Hacía tiempo no leía leyendas, y creo que tu aportación es muy significativa, pues es un género dificilísimo. Un abrazo, esto está muy bueno. Gabrielly
 
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