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Inicio / Cuenteros Locales / AngelNegro / La Leyenda de Adhara - Capítulo 1

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Bajábamos en barca por uno de los rápidos. Antón, nuestro guía, hablaba sin cesar de todas las maravillas que veíamos en nuestro recorrido.
-¿Veis muchachos aquel saliente?
Nosotros observábamos una de las grandes moles rocosas que salían a nuestro paso.
-Se llama Adhara, en memoria de la única superviviente de la “Guerra de las luces”.
-¿”La Guerra de las Luces”? Nunca había oído hablar de eso. ¿Qué pasó?
Antón paró la barca y nos hizo acampar en aquel saliente llamado Adhara.


“Hace muchísimo tiempo estas tierras estaban habitadas de pueblos itinerantes. Durante miles de años todos caminaban lentamente desde el Este, hacia el Oeste, siguiendo al Sol hasta ponerse. Durante la noche descansaban de su fatigado viaje diario.
No tenían ningún destino fijado. No necesitaban arraigarse. Su lugar era la tierra, y ésta era demasiado grande y hermosa como para solo disfrutar de un pedacito.
De todos estos pueblos vagabundos, destacaban dos por su extraña forma de concebir la vida: Orión (un pueblo cazador de vida) y Can Mayor (amante de la noche).
Orión era un pueblo temido. Se le conocía en toda la Tierra por su violencia. A su paso, toda la vegetación languidecía, se secaban las fuentes, y los hombres morían consumidos por las hogueras que los oriones provocaban. Su rey era Rigel, un hombre desalmado que ansiaba obtener todo el poder que la tierra ofrecía. Destacaba sobre todo su pueblo por su corpulencia. Ansiaba la vida para él. Su mirada era obedecida por todo su pueblo. Era fría y dominante. Exterminaba cualquier designio de vida que no le perteneciera.
Su estandarte era de color azulado, con una cabeza de caballo en el centro, de color negro, con los ojos llameantes, rojo fuego.
Can Mayor era conocido por muy pocos. Solo salían de noche. En vez de caminar bajo la potente luz del Sol, como el resto de los pueblos, ellos se desplazaban en la noche. Sus ojos se adaptaban a la oscuridad a lo largo del atardecer, y disfrutaban del camino entre las dunas del desierto. Ellos se guiaban por las estrellas. Siempre mantenían su vista inmóvil en la estrella más permanente, la Polar, recorriendo los caminos sinuosos que las demás estrellas les marcaban. Su rey era Sirio, antes mano derecha de Rigel. Era un hombre ya muy anciano.
Su estandarte era blancoazulado, y en un lateral, destacaba la cabeza de un perro pastor.

Sirio abandonó a Rigel el día que vio como mataban a su propia esposa, Polar, a las pocas semanas de dar a luz a su hija Adhara. Rigel no tenía mas que 12 años. Al ver que una mujer había engendrado vida, que no le pertenecía, mandó a uno de sus soldados matar a toda la familia de Sirio.
Era medianoche cuando Sirio se dio cuenta de lo que estaba pasando; su mujer ya estaba agonizante, a punto de morir. Había sido alcanzada en el pecho por uno de los rayos del arco de Rigel, que había atravesado, la piel de su tienda. Él la miró con un dolor indescriptible en sus ojos, mientras ella le rogaba que se llevara a la niña de allí, que la salvara para poder perpetuar la belleza que la vida tenia que ofrecer al mundo, fuera del poder de Orión. Sirio la miró por última vez, tomo a la niña entre sus brazos y corrió en la noche sin mirar hacia atrás ni una sola vez. Corrió durante horas hasta caer desfallecido. Hincó sus rodillas en la tierra, depositó a la niña en el suelo y comenzó a llorar la pérdida de su esposa. La había amado tanto, la amaba tanto... Fue un golpe tremendo verla morir allí, después de haber pasado casi toda su vida juntos. Eran aún unos niños cuando iniciaron su amor. De ese amor, nació Adhara, que ahora lloraba tendida allí presa del cansancio y del hambre. Sirio no sabía que hacer. Sus lágrimas no le dejaban ver todo aquello que le rodeaba cubierto por la oscuridad de la noche. De pronto escuchó un ruido cerca de él.
-¿Quién anda ahí?
Tomó a la niña entre sus brazos, obligándola a callar y la apretó contra sí para darle el calor de su cuerpo. El ruido se hacía cada vez más próximo.
-¿¡Quién anda ahí!?- Se levantó corriendo a la vez que un perro pastor hacía presencia ante él. Sirio se quedó quieto, mirando al perro a los ojos. Unos ojos blancos, como ciegos. El perro se acercó a él con la calma de la brisa. Se sentó ante él y aulló. De pronto en el cielo aparecieron miles de estrellas formando una senda de luces, y en el Norte, una de mayor de intensidad que decía su nombre. El perro le invitó a seguirle. Los tres iban por el camino que las estrellas les marcaban siempre dirección a esa que tanto brillaba en el frente. La niña había dejado de llorar. Incluso ahora sonreía, con un extraño brillo que se reflejaba en sus ojos color esmeralda. Llegaron a una explanada que estaba levemente iluminada por una hoguera. El perro le indico con saltos y lloros que ya habían llegado a su destino. Sirio dejó a la niña en el suelo y se sentó a su lado. Unos hombres vestidos de blanco aparecieron de pronto trayendo ropas y comida para Sirio y un tarro de leche que habían templado en la hoguera para la niña. Sirio no podía articular palabra. Y los hombres tampoco le dijeron nada. Le dejaron cambiarse de ropa y comer mientras el perro daba de comer a la niña. Sirio les miraba con lágrimas en los ojos. No dejaba de pensar en su esposa.

Texto agregado el 29-06-2003, y leído por 1245 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
29-06-2003 me ha gustado mucho el comienzo. besos kimberlyrichards
 
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