Mis manos se asomaron al barranco en busca de ayuda, mientras los copos caían manchándolo todo, con su blanco inmaculado. Pensé que recordando el episodio, encontraría una respuesta, pero el dolor me venció en un grito interminable. El mundo vino a mí rebosando de personas; amigos de la infancia; conocidos, y no, me rodearon; y todo se cubrió con sus cuerpos expectantes.
Primero fue un bosquejo; luego rostros, en donde las voces salían de un coro apócrifo. La luna talló su cuerpo en la negrura, para iluminarles las caras; Pablo, uniformado; Rogelio el almacenero; la abuela; los chicos.
El frío me llevó a extender la frazada por mi cuello, acomodándome en el hueco. Una mezcla de poder y miedo, se apoderó de mí, al ver a todos allí; a la vez que la sangre recorría mis dominios, cabalgándole a la muerte.
El motor de una camioneta se detuvo cerca. Sentí mi lengua reseca atascarse entre los dientes; mientras, unas botas estallaban en el piso, apaciguando mi ansiedad. Las caras se iban perdiendo entre las ramas de los pinos, vomitadas de blanco. Solté una sílaba, que se elevó en el cielo, hasta llegar a él; y después de excavar entre los hierros retorcidos, sus ojos se aferraron a los míos, en una mirada inigualable.
Le debo la vida al oficial, Pablo Rufo. Y aunque aún no puedo mover las piernas, y de vez en cuando, algunos rostros me visitan; los doctores se mantienen optimistas.
Ana.
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