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Inicio / Cuenteros Locales / emmaria / Congoja de una noche en que soñó el amor

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Había empezado a llover al cuarto para las doce y parecía que el cielo estaba enfurecido con la tierra, porque se caía a pedazos, como queriendo aplastar a todo ser que pisara o revoloteara sobre ésta; los relámpagos iluminaban el oscurecido cielo como si el Sol les pidiese que hicieran su tarea por un instante efímero, que luego daba paso al estruendoso resuello de rugido de bestia monumental que partía el parsimonioso vals de las gotas golpeando el suelo. Olía a tierra mojada. Se había asomado afuera y pudo percibir la imagen horrenda de las alimañas saliendo de entre el monte, las malditas bestias diminutas que habrían de trascender la extinción del mundo; las vio subir por las palmeras suaves por la humedad; las vio volar esquivando inmensas gotas de lluvia incesante; les vio arrastrarse por la tierra empapada de agua y enterrarse en ésta, preguntándose cómo podrían sobrevivir dentro de aquel lodo rígido. No soplaba viento que se llevara las nubes repletas de agua, ni ahora ni nunca, ni cuando era invierno, ni en primavera, ni siquiera en medio del aguacero magistral que se blandía sobre la casita oculta entre el palmar del rancho anónimo. Nada, a excepción de los insectos inmortales, parecía sobrevivir a aquella tormenta inacabable e inmóvil, hasta los árboles parecían muertos, hasta las tablas crujientes de la casita, que gritaban sin ser escuchadas, que se resquebrajaban desde dentro, mudas, inexistentes. Una oración constante caía en el espacio del tiempo derretido; era una nota que no terminaba, de un tono indefinido.

La tela mosquitera arrancaba un tajo de visibilidad a la imagen detrás de la ventana, detrás del frágil cristal alcanzado por gotas minúsculas e intrépidas que habían volado desde sabrá Dios dónde. Dentro, el ambiente era tal vez más inhóspito que afuera, una incertidumbre embargaba aquella flama de la vela derretida, que bailaba al compás del bochorno, que colábanse por todos lados sin que le estorbara la frescura de la lluvia, alivio que no cabría por entre las tablas de madera que fungían como pared; la desesperación se podía reflejar en la tela de araña tejida una y otra vez, y vuelta a tejer mil veces más, quedando más fuerte que el mismo relámpago imparable que le inyectaba luz al cielo; el pesar se aferraba del techo y se desparramaba en gotas lentas de agua que formaban charcos en el suelo fúnebre; el desamparo total arropaba la única habitación de la casa entre sus brazos nostálgicos; la soledad tiranizaba la escena.

Eran ya las doce. El cucú del reloj humilde sonó, quebrando la pesada melancolía del lugar. Ahora hacía exactamente una semana desde el último encuentro, el único que alguna vez fue posible. La cama abandonada mostraba la abolladura del centro en la que ella depositaba su figura todas las noches, siempre en la misma posición, sobre su costado izquierdo, con la pierna del mismo lado estirada y la otra flexionada sobre ésta, con la rodilla carnosa apoyada sobre su misma forma labrada en el colchón. Sus manos siempre yacían una sobre la otra debajo de su cara, empalmadas, como si permanecieran en un constante estado de oración al cielo tormentoso. La almohada mullida por los sueños de toda la vida conservaba su perfil redondo; sus pómulos sobresalían de su cara y se encajaban en la almohada aún más que su hombro trémulo; su pequeña nariz dibujaba una curva parecida a la de sus caderas atrevidas, como decían las mujeres ariscas de los ranchos vecinos. Sus labios eran los únicos que no figuraban en el dibujo de su cuerpo sobre aquélla suave superficie, pues quedaban siempre flotando, como dos nubes deliciosas en el esplendor de un día de verano interminable. Parecían dar un beso perpetuo, dulce y monumental; incluso sus párpados lluviosos eran de naturaleza bella, al enmarcar aquellos ojos grandes, negros y redondos, y de una oscuridad profunda, que al mismo tiempo iluminaban todo cuanto ponía en su camino. Sus cejas semejaban dos cauces de vegetación oscura y frondosa que delineaban la cara de durazno suave y dulce situada en su cabeza. El cabello rizado brillante ondulaba y formaba crestas, como un mar muy oscuro que se derramaba cual oro negro sobre ella. Su cuerpo era de tentación, como decían por ahí, del cual pendían unos enormes pechos de una forma tan estética, que parecían esculpidos por el mismo Miguel Ángel, el de La Piedad; una línea recorría el camino desde su cuello muy estirado, fino, hasta la cavidad de su ombligo, que se hundía como cráter lunar en un terreno minado de deseos pedidos a las estrellas; luego seguía la colina de su vientre adoquinado y terso y, finalmente, el sendero de su pubis nuevo y sembrado de oscuros atavíos, que desembocaba en el surco escondido de su intimidad recién descubierta.

Sentada, con las piernas dispuestas en una bifurcación mortal, se secaba las gruesas gotas de sudor que recorrían las líneas de su desnudo y elegante cuerpo de mulata sola y ansiosa con la palma de la mano ruda, gruesa, trabajada, contrastante con el resto de su anatomía. Sus muslos trémulos y brillantes del rocío que exhalaban los poros invisibles de su lampiña piel, continuaban hasta formar una línea que se extendía hasta sus ingles fuertes y apacibles, lugar donde le habían vuelto loca los besos cálidos y los alientos abrasantes, destino forzosamente incluido en el itinerario del recorrido de su cuerpo fructífero y agasajante; era un ágape de manjares interminables y empalagosos, que nada tenían que hacer, más que tenderse y dejarse probar.

Ahora eran ya las doce y doce y parecía que las nubes por fin habían abandonado su inmovilidad exasperante, aunque el cielo seguía despedazándose sobre el techo de palma de la minúscula casa de una sola habitación, con piso y paredes de tablas frágiles de madera.
El café se había terminado de hacer cuando se dio cuenta de que había pasado los últimos siete días y doce minutos pensando en lo mismo. El olor cándido y material del líquido oscuro internó su vapor en cada resquicio disponible de su desnudez morena, mientras ella se levantaba del banco minúsculo que, segundos antes, se había perdido entre los contornos de su carne; se dirigió a la ventana y abrió el cristal mojado, que desprendió una estela de diminutas gotas apenas perceptibles a través de la penumbra que abarcaba la totalidad de la estancia. Veía la lluvia caer, veía la tierra mojada del palmar, cómo parecía que las palmeras sudaban chorros transparentes de agua. Dirigióse hacia el fogón situado junto a la pared de tabla manchada de negro, como su pubis ahumado. Quitó la jarra de peltre del fuego y se sirvió el café en un vaso pequeño de cristal muy usado; vio el color de penumbra de la bebida, se vio reflejada en la superficie del cristal y le dio miedo ver su rostro en aquel estado de inanición; no había comido en toda la desesperante semana, porque de alguna manera sabía que vendría al día siguiente del encuentro aquél, ése que fue tan fortuito y, al mismo tiempo, tan maquiavélicamente planeado el día mismo de su realización, pero no hubo llegado a la cita; no hubo empujado la desvencijada puerta de madera que colgaba penosamente del marco podrido; no había ni siquiera pasado por ahí, porque ella había estado sentada en el minúsculo banco frente a la ventana, mirando hacia afuera a lo largo de toda aquélla tediosa semana poco fructífera, observando y esperando encontrar la silueta alta y delgada en la oscuridad, el bigote fino, los ojos profundos, las manos ávidas y rápidas para aquellas cuestiones del amor en apuros, el desafuero, el furor incesante, esas insaciables ganas de devorarse mutuamente, a puras mordidas y sin vestigio alguno de buenos modales; todo lo reconocía en su simple figura altiva y elegante, incorregible; con tan sólo verle caminar entre la gente encontraba la simpatía en su sonrisa radiante, la malicia en su mirada profunda, la blancura resplandeciente de sus dientes muy perfilados y ordenados, el sopor de su risa estridente, sus ideas descabelladas, su labia encantadora de serpientes, sus dedos largos y delgados, finos, rápidos, su cabello engominado y lustroso, su andar ágil, sus ocurrencias, su comicidad inequívoca, su carisma interminable, su agilidad para pasar entre la gente y esquivarles con una facilidad natural, impune, incluso con cierto grado de gracia, llevando de la mano a aquella mujer fina, perfecta, con una piel de una blancura infranqueable, con unos ojos extraviados, noctámbulos, con el cabello como el de una princesa extraña, perdida entre aquella inmensidad de gente tan ajena a su estirpe, a aquel reino al cual seguramente pertenecía su esbelto cuerpo de gacela graciosa y ágil, con ese paso ligero que no dejaba huella alguna sobre la tierra, como si flotara, como lo haría Cristo mismo sobre una nube vaporosa, como una mariposa a la que no le estorbaba el aleteo continuo para desplazarse, como si fuese transportada por obra y gracia del mismísimo Espíritu Santo, Amén.

Doce y cuarto y no escampaba. La lluvia había incrementado su intensidad: el firmamento se desgajaba y partía la Tierra con su ruido de estampida gigantesca, de tsunami epopéyico, de terremoto interminable. Medio vaso de café, como siempre; al igual que el resto de la semana dejó el vaso medio vacío sobre la mesa vieja de madera descompuesta, habitada por termitas insaciables. No comió, primero, porque era muy tarde y, segundo, porque no quería, porque le quitaba tiempo irreparable de la vigilia, porque la digestión le incomodaba y porque igual, lo que le iba a entrar, luego iba a salir, qué caso tenía que acabara peor que podrido. Había ya incluso quitado el pasador de la puerta que fungía como única medida de seguridad, para que al más leve contacto exterior, ésta fuera capaz de ceder, de quedar de par en par, exponiendo las entrañas inhabitables de aquella casa de una sola habitación, de una sola cama, compartida con un solo hombre, con un solo banquito para sentarse, con un único fogón chamuscado mil veces y vuelto a chamuscar otras mil más, con una única ventana que daba al palmar, con una única vela sobre la solitaria mesa desvencijada, que usó cuantas veces pudo, despegando la cera derretida de la superficie de madera y derritiéndola otra vez a baño María, puesta en un molde engrasado para dejarla después enfriando en la ventana con un pabilo atravesándola internamente, cuyo extremo superior enrollaba en un palito de madera que colocaba transversalmente sobre el borde del molde, hasta que quedaba bien seca y lista para encenderse de nuevo. Se había acostado en la cama de la misma manera que lo hacía siempre y se quedó ahí, tendida, inmóvil, como un animal hibernando, con la mirada perdida en la pared, con la mente ofuscada por la espera, por la inquietud de no tener lo que debía tener a su lado; estaba como muerta en vida, como sonámbula enclaustrada. No había salido de la casa en toda aquella semana, había estado esperando constantemente, pensando que en cualquier momento podría llegar; primero se pasaba todo el día peinándose, maquillándose para él, para cuando llegara la noche y las sombras dieran paso a la posibilidad de hacer lo que no se podía de día y con tantos ojos encima; así fue el primer y segundo día de su espera, embelleciéndose con la luz para alumbrar las sombras de las horas de la congoja solitaria que venían después; el tercer día simplemente se quedó dormida, porque el cuerpo ya no le aguantó voluntariamente otras veinticuatro horas sin pegar los ojos, y despertó sobresaltada y ensopada en sudor a eso de las ocho de la noche, cuando ya estaba oscuro, y se quitó la ropa y se lavó el hermoso cuerpo curveado con agua de rosas de su limitado tocador, y se quedó sentada en el banquito que ingerían sus caderas atrevidísimas, hasta que se secó completamente en medio del cantar de las criaturas nocturnas, que entonaban el himno monótono de la noche, y allí permaneció, pensando que, en cualquier momento, se terminaría su espera, ¿a quién no se le atravesaban imprevistos que le hacían retrasarse tres días a las citas importantes?, podía pasarle a cualquiera, como cuando a ella se le olvidó el reboso blanco sobre la mesa y lo recordó cuando ya iba a la mitad del camino de la boda de Matilde, su prima tercera, y tuvo que regresarse por el sendero empedrado con los tacones de los zapatos clavándosele en los talones, con los clavos de la suela del zapato para bailar son chispeando al chocar con las piedras, con el calor chorreante y el cabello deshecho por el ajetreo del camino, con la lengua de fuera y la boca seca de sed, y cuando llegó a la casita escondida entre el palmar ya estaba hecha un desastre, y tuvo que tomar otro baño y cambiarse la blusa de algodón por la otra única que poseía, y peinarse otra vez, y untarse color en los labios una vez más, y poner mucho cuidado en no olvidar el reboso blanco antes de salir de nuevo directamente a la fiesta, porque la misa ya habría acabado seguramente, y qué bueno que así había sido, por algo las cosas pasan, porque habría resultado un atrevimiento absoluto el encontrar al hombre aquél en la mismísima casa de Dios nuestro Señor, Amén, ¡qué sacrilegio más grande!, se hubiera escuchado por ahí, que en la misma iglesia donde Jesucristo Santísimo viene a convertir nuestro pan en su carne, la mujer haya embrujado a aquel hombre casado con su cuerpo de exclamación, y le haya incitado a participar de éste, como si fuera cosa de todos los días que los hombres casados despertaran con mujeres a su lado que no eran las que habían dicho que sí, acepto, en el sacrosanto recinto del altar de una iglesia, lo cual, a decir verdad, era bastante común con sus maridos que argüían trabajos extraordinarios en los ranchos, cortando caña o quizá cargándola, aún en temporada de siembra, y ellas se lo tragaban completito y sin masticar, y rezaban un Padre Nuestro que estás en los cielos, y santificaban su nombre, y le pedían perdón por sus ofensas y solicitaban el Reino, y todo lo ofrecían por sus maridos polígamos e infieles, que llegaban como cinco días después aún con las ganas alebrestadas de cuando se fueron, y las asaltaban en nombre del Espíritu Santo te digo que te estés quieta, y ellas se quedaban quietas, y que por el Cristo Negro del Santuario de Otatitlán no me veas, y ellas cerraban los ojos y lanzaban una plegaria al cielo de ay, Dios mío, por favor que de éste salga un hijo, y no salían mas que más noches desveladas y pétreas, y maldiciones de ¡carájo, por qué Dios me castigó con una vieja estéril!, y luego la penitencia de ellas, cuando se enteraban que su marido tenía veinte hijos regados a lo largo de la cuenca del río y les parecía justo que los tuviera con alguien más, porque ellas no podían y tenían que cargar con esa cruz toda su vida y seguirle haciendo el arroz con salsa roja al medio día, para servirle al Señor.
Al fin y al cabo no resultaba de ninguna manera prudente llegar sólo al fandango de la comilona a zapatear, pero tuvo que hacerlo, porque tampoco logró llegar a la iglesia con el reboso puesto, como debía de ser.


A las doce y veinte se calló el rumor del aguacero y la tierra empapada como esponja parecía un pantano asentado y un tanto cuanto familiar a tal devastación del paisaje, que siempre aparecía después de llover en aquel pueblo encomendado al olvido desde el inicio de los tiempos. Los árboles que habían perecido durante el diluvio, goteaban de sus hojas el líquido vital caído del cielo, cuyas nubes no se habían disipado aún y parecían repletas de agua, listas para desbordarse de nuevo en cualquier momento. Seguía acostada en la cama de la misma manera que todos los días, con el cuerpo hundido en la abolladura del colchón, con el goteo de los vestigios de la lluvia en los oídos y el alma intranquila, porque la paciencia se le había acabado mucho antes de aquel momento, el otro día, cuando se quedó desnuda sentada sobre el banco, porque no tenía nada más que hacer, sino esperar a que otra vez viniera el hombre de la estatura de árbol y voz de melodía de amor a consumirle las entrañas ardientes y recorrer la senda de su cuerpo inexperto, que ya no podía controlar los deseos de consumar aquel idilio que hubo probado hacía apenas cuatro días antes, pero ya sin tanta precaución, como fuera, sin andar huyendo del tropel de la boda de Matilde, su prima tercera, de la multitud de la fiesta, de los platos servidos que volaban por los aires antes de llegar a las mesas, sin el estruendo del son de María Chuchena se estaba bañando y el pescador por ahí pasando, y sin la correa de la mano de aquella criatura finísima que le sujetaba como bajada del cielo por los arcángeles mismos, y sin su sonrisa de primavera floreciendo, y sin su falda de manta inmaculada ni su reboso carmesí color de amor, ni sus trenzas enrolladas y sujetas a una peineta de carey, que parecía el pasador del firmamento, solamente con el momento aquél en el que Dios metió la mano para distraerles un segundo y hacerles mirar al mismo punto abandonado que flotaba a un metro y medio del aire, y luego encontrarse los ojos del otro como si hubieran descubierto la misma Atlántida en medio de la Sierra Madre Oriental, y les brilló la visión inesperada del otro, y de repente ése segundo instantáneo se aletargó cien años en los que el mundo entero se esfumó para siempre y el cielo se inundó de estrellas fugaces y, de repente, se acabó el siglo de éxtasis y la mujer se adelantó de su mano, y se lo llevó de su vista sin siquiera mirarla con sus ojos maravillosos de ama y señora del universo de aquel hombre de fina figura y porte único, y él casi se tuerce el cuello al no despegar la mirada de encima suya, y los dos supieron a dónde y qué hacer, y cómo llegar y a qué hora sin decirse nada, y él la siguió al salir del rancho donde la boda se extendía por todo el camino empedrado en medio del monte y de la noche, a la mitad del ruido taciturno del cielo pintado de negro y con las estrellas prendidas de su piel de terciopelo infinito, y la encontró sola y ansiosa, fingiendo no saber nada, pero estando seguro de que quería más que él mismo que entrara en la casita franqueada por el palmar, porque dejó la puerta entreabierta para los espíritus ladrones de sueños, y no encendió la vela cuando estuvo dentro, y entonces él entró sigiloso y sin verla, pero la sintió en la oscuridad y ambos se fueron a morir fundidos bajo la penumbra de los rayos que la luna le robaba a los rizos del Sol del otro lado del mundo, y le arrancó los fondos de algodón con la misma apuración con que después se bañó en su savia, y le cerró los labios con besos mojados e inmensos, y le partió el cuerpo en dos en la abolladura de la cama en la que ella se depositó como todos los días, y así se la devoró mientras le decía que si cubrirte con el manto de la Tierra te hiciera feliz, desollaría al mundo entero para darte gusto, mi vida, y ella se derretía extasiada con aquella frase de sí, mi amor, hazlo que tengo frío, y él le decía que era un Sol moreno con los rizos de penumbra, y ella le respondía delirando que él era la candela de su incendio, y mascaba sus besos entre frase y frase que se susurraban mientras la extensión y la cavidad de sus cuerpos los mantenían unidos en una maraña interminable, y se murieron en medio del estrépito de seres sonámbulos que disfrazaban sus amores, y resucitaron y se volvieron a morir y a resucitar mil veces más, y luego él se desplomó sobre sus pechos, exhausto, y ella se durmió con el candor de sus alientos en su vientre, y se metió debajo de su piel y se miró en sus ojos de agujero negro, y se refugió en sus sueños.

Despertó al día siguiente con el pecho vacío y el vientre frío, y la piel solitaria y la marca del cuerpo aquél sobre el suyo, y lo buscó desde la abolladura del colchón que aún temblaba de furor, y no lo encontró sobre la mesa, ni sentado en el banco, ni lo halló debajo de la cama ni detrás de la vela, y lo llamó desde su desnudez temprana, y le dijo que tenía frío y miedo, pero sólo obtuvo respuesta de los pájaros que entonaban la canción de las flores, y del revolotear de las alas de las chicharras del otro lado de la pared, y no supo nada de él, como no lo supo jamás en lo que le quedó de vida después de que estuvo los otros tres días sentada en el banco, desnuda, esperando que la puerta se derrumbara de repente y él entrara, y se quedara para siempre allí, dentro de ella, pero nunca volvió, ni a su cuarto, ni a su casa, ni a su mujer espléndida de fondos de encaje blanco y faldas de manta fulgurante, porque tuvo la mala suerte de que un armatoste de metal que cargaba caña por el camino de terracería se le cayera encima cuando caminaba de regreso para el fandango de la boda al que ya no pudo llegar, y se despedazó completamente cuando los autores del desastre lanzaron el cuerpo todavía vivo, pero resquebrajado, al cauce feroz del río crecido, que lo arrastró a pedazos mientras lo ahogaba y lo terminaba de matar, hasta depositarlo en el mar infinito que lo sepultó para siempre.

Ella se quedó sentada en el diminuto banco que se comían sus caderas, que al poco tiempo se fueron consumiendo, hasta desaparecer detrás de sus huesos, y no se movió al notarlo, ni se movió para ir al baño siquiera, ni tampoco se inmutó cuando notó que la barriga le crecía a pesar de que no ingería alimento alguno durante mucho tiempo, y después de un rato tuvo que comerse una manzana cubierta con un tapiz de diminutos seres que ni siquiera distinguió, como lo habría hecho alguna vez hacía dos meses y hacía un mes cuando sintió que se moría, y después de una semana más sin comer se tragó la misma manzana con las mismas criaturas ya digeridas por su propio estómago, y así siguió sobreviviendo el mes siguiente, cuando de repente notó que el piso se empezó a pintar de rojo y sintió que alguien le metía una mano al cuerpo y la vaciaba por completo, y el dolor que sintió la desgarró hasta los ojos, que luego encontraron a dos réplicas idénticas del hombre en el charco del suelo, muertas y salidas de sí misma, y entonces sintió un caldo caliente y amargo subirle por la garganta y salirle por la nariz, y se le olvidó respirar de repente, y se ahogó en su propio vómito tirada en el suelo, nadando en el mar de sangre y con los fetos todavía tibios debajo suyo.

Así la encontró su prima tercera Matilde, su único familiar vivo, cuando le buscó en la chozita oculta entre el palmar, con las gallinas de Don Julio encima, compartiendo el honor del deleite de su cuerpo, que sólo hubo conocido un hombre muy alto además de ellas, el cual yacía inexistente en el fondo del mar.

Texto agregado el 15-01-2005, y leído por 132 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
24-01-2005 jajajajaja, muy chulo, me gusta elcorinto
 
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