El transcurrir de los instantes se iba ocultando con la tarde. Detrás, las amapolas ya no se esfumaban con el alba, ni sabían a ningún pasado bajo el crepúsculo de esas inmortales frases. La procesión renacía a medida que se apoderaba de esos pequeños valles, tras la cuenca de las hierbas incrustadas en una tierra ajena, ramificada en los perfiles de sus habitantes. Diseminada con el aire, mi piel se reflejaba en cada paso, atenta, indemne, etérea, hurgando los espacios predecibles, carentes de ese amor que sólo perduraba en los jardines. Primero la paz latiendo en lo precario de las excavaciones, luego ese frío sepulcral embriagado del espanto, la soledad, el miedo indescifrable, la tortura de no mirar ya más al mundo, los silencios enclaustrados bajo una misma masa anónima. Junto al portal, ante la negrura de una noche helada, la luna resguardaba la vigilia de los dioses, mientras sus almas reinaban ese universo de espectros. A veces mi luz se internaba en las praderas de esa imagen como un cosquilleo ascendiendo cabelleras, otras, sólo la oscuridad invadía los segmentos aterrados que aún yacían con la piel. No estoy sola, mi cuerpo se entreteje con el llanto de las enredaderas, bajo un crucifijo de miradas aferradas al olvido, con lo eterno de las flores latiendo sobre los semblantes o la lluvia inscripta en el sentir de esos senderos, para confluir en una empatía de eternos sueños.

Ana Cecilia.