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Nupidio:

Mientras subía en el ascensor pensé: ¿Quién cuernos será este Nupidio?
Me atendió un secretario de lujo y al cabo de unos minutos ingresé al despacho del gordo abacanado. Grandote como un oso el tipo, y unos bigotazos que contrastaban con la calvicie. Me sonrió a través del habano mientras me extendía la diestra. Levantó con esfuerzo su anatomía del lujoso sillón y caminó dos pasos hasta el barcito. Escuché su vozarrón mientras me daba la espalda entretenido en servir dos copas - ¿Un wisky ché? -
Asentí con un gesto, como si él pudiera verme. Me alcanzó la copa y volvió a su trono. Se estiró buscando una posición más cómoda y me observó con detenimiento, como estudiándome. Realmente había conseguido intrigarme:
- ¿Qué estaba haciendo yo en ese lugar, y quién era este Nupidio? -
Comenzó con algunas preguntas que contesté con sinceridad, abundando en detalles. Al rato, además de intrigado, me sentí molesto. Seguramente lo percibió, porque utilizando un tono paternal, aclaró mis dudas. Sabía de mis antecedentes a través de Raúl, el amigo común que concertó la entrevista. Tenía varias empresas y en una de ellas necesitaba un gerente que tomara decisiones rápidas y actuara con criterio propio. El establecimiento se encontraba en la Patagonia y los medios de comunicación no permitirían un contacto permanente.
Comencé a contestarle que no tenía planeado dejar Buenos Aires, y que me sentía satisfecho en la empresa donde estaba. Me interrumpió en forma abrupta ofertándome una cifra casi absurda por lo elevada. Agregó que además contaría con casa, comida, servicio doméstico y un vehículo para uso personal. Sin darme tiempo a reaccionar me disparó:
- Te vendrá bien rehacer tu vida, empezar de nuevo –
Me quedé atónito, ese energúmeno estaba al tanto de todo, él sabía…

Mirando al sur:

Las tentaciones, con curvas de mujer, habían arruinado recientemente un matrimonio y pese a que me alejaba de un asunto con patitas, acepté.
Me encontré de pronto en un avión con rumbo al sur, lleno de expectativas por conocer ese lugar místico y lejano. El dinero aseguraría, además, el futuro del cachorro. Me acompañaba el amigo que concertó aquella entrevista. Él se ocuparía de la parte administrativa y yo de la técnica. No estaría solo.
Lazapa aparentaba ser el último lugar civilizado que veríamos en ese viaje. Llegamos pasada la media tarde, y decidimos descansar hasta el otro día. En pleno julio, después de acomodar la valija en el hotel, salí a conocer el pueblo; de impecable traje, abrigo y paraguas. Mientras trataba de introducir lo que quedó del paraguas en un tacho de basura, tomé nota de la fuerza del viento en esos lugares.
Después de que cenáramos en el hotel, y a pesar del fuerte viento, acompañé a Raúl en su primera caminata. Nos llegamos hasta la plaza principal. Mi amigo me señaló un automóvil que circulaba a paso de hombre con un perrito enlazado, la correa pasaba por la ventanilla derecha a medio cerrar. Jocosamente hicimos bromas acerca de que el hecho debía ser normal para el lugar:
- ¡Pasear un perro con el auto, habráse visto! -

Cotorro nuevo:

Al día siguiente, cuando aún no habíamos terminado de desayunar, llegó Nupidio. Mientras el personal del hotel lo saludaba con deferencia, apuramos el último sorbo de café y cargamos las maletas en su vehículo. Mientras lo conducía con mano experta, detalló las características y funciones de cada uno de los empleados que nos presentaría. Supimos, además, que la empresa se encontraba en medio de una reservación indígena. Nos comentó sobre el yacimiento de mineral que abastecía la fábrica: de la mejor calidad y con suficiente volumen como para cientos de años de explotación.
Al llegar, nos esperaban en la puerta de la oficina. Apenas cumplidas las presentaciones del caso, Nupidio se alejó del grupo conversando en voz baja con un par de lugareños: Uno de ellos, grandote, con una cicatriz en la frente, el otro bajito y calvo. Parecía que les daba ciertas instrucciones. Otros dos cargaron nuestras valijas y acompañaron a Raúl hasta la vivienda que ocuparíamos.
Me quedé conversando animadamente con el resto. Trataba de conocer a los que serían mis laderos. Escuché de pronto una carcajada que terminó en el comentario:
– ¿Así que éstos son los que van a arreglar los problemas de la fábrica?
– ¡ Se van a ensuciar el traje ¡ –
Miré al impertinente, un tipo flaco de mameluco grande. Cara de alemán, mal entrazado y con grasa hasta en las orejas. Supe después que era el jefe de mecánicos: Un tal Don Mariot. Lo miré a los ojos y le contesté:
- No mi amigo, vine a aprender cómo lo hacen ustedes –
Lo agarré mal parado. Me estaba midiendo o no pensó que le contestaría, porque cambió el tono de voz y trató de arreglar el asunto. Le seguí la corriente, hasta hice algún comentario conciliador antes de despedirme de la gente. Luego me dirigí a la vivienda, quería conocer la que sería mi guarida en aquellas soledades.
Se trataba de una casita típica de la zona: una parte construida en mampostería de ladrillos donde estaba la calefacción a leña, y el resto en madera, techo de chapa con mucha pendiente y a dos aguas. En todos los ambientes podía verse el cielorraso de pino insigne apenas barnizado. Pequeñas ventanas con fuertes postigos y una agradable sorpresa: por una puerta lateral podría acceder directamente a lo que sería mi oficina:
- Pintoresco el cotorro –

El laburo:

Después del almuerzo dediqué el resto de la tarde a revisar la documentación que desordenadamente yacía sobre el escritorio y en los estantes de la oficina. Me tropecé con una carpeta que contenía memorias de cálculo, una especie de proyecto de modificaciones a realizar en la maquinaria de la planta. Al pié de algunas hojas aparecía una firma y un sello, en él podía leerse: Ingeniero y el nombre del autor de esos informes. Cuando los estudié en detalle me parecieron escritos por un aficionado: No tenían sustento teórico y sus conclusiones eran totalmente absurdas. Surgía con claridad que el autor no tenía idea de los temas que trataba y obviamente no podían haber sido fruto de un trabajo profesional - ¿Sería una broma? -
Esa noche demoré en encontrar el sueño, podía escuchar desde mi habitación el sonido tan particular de la molienda. Los hornos de cocción del mineral permanecían encendidos durante meses y la maquinaria debía acompañar ese proceso en forma continua.
Los primeros días de trabajo resultaron positivos. Las máquinas con que me tropecé tenían dos características: Dimensiones grandes y mecanismos simples. El motivo de su bajo rendimiento, sin duda, era la carencia de personal calificado. No podría supervisar personalmente todas las tareas, así que me fijé un curso de acción: Incorporar un par de técnicos para solucionar el problema en lo inmediato, y tratar de capacitar al resto, pensando en el largo plazo.
Lentamente comenzaron a verse resultados en el mayor volumen de producción. Me sorprendió la gente; después de los primeros días comencé a sentir su afecto. Nunca había visto nada igual: La fábrica la consideraban algo de su propiedad. Me acostumbré a levantarme en medio de la noche cuando esas maquinas me despertaban con su silencio. En esos casos, vestirme rápidamente y cruzarme hasta ellas se transformó en una costumbre. Al llegar, siempre encontraba voluntarios que se habían adelantado y esperaban instrucciones para actuar. No le prestaban atención, en ese momento, a las formalidades necesarias para cobrar alguna vez el trabajo realizado.

El paraje:

Dentro del predio, rodeado por las tierras de la reservación indígena, se encontraban además de la fábrica y su cantera de mineral, unas treinta casitas que ocupaban algunos obreros. El resto vivía en los alrededores. Entre el caserío se escondía una pintoresca capillita ocupada de vez en cuando por algún cura itinerante. Había, además, una escuela rural, y otra construcción que sin ser casa ni comisaría, contaba con un par de calabozos anexados a la vivienda del agente de policía. Don Prada manejaba desde allí los asuntos que requerían intervención de “fuerzas de seguridad”.
El gordo Prada, como le decían, tenía poco trabajo. Solo alguna pelea de borrachos y temas menores ocupaban muy de vez en cuando su atención. Su rebaño era de gente honesta y trabajadora. La fábrica estaba tan integrada con el caserío, que los purretes usaban sus instalaciones como patio de juegos y travesuras. Sus portones solo se cerraban por razones climáticas y las ventanas con rejas eran una rareza en el lugar.
La comunidad me trataba con excesivo respeto, como si yo fuera algo más que un mediocre con ínfulas. De puro aburrido, comencé a reunirme con algunos mecánicos fuera de su horario laboral en una salita desocupada. Les comentaba sobre algunos temas teóricos en relación al trabajo. Al tiempo se sumaron algunos jóvenes interesados en escuchar esas charlas. Sin darnos cuenta, el lugar se convirtió en una especie de escuela nocturna donde yo jugaba a ser maestro, hasta colocaron un pizarrón.
Cierta vez, conversando con algunos jóvenes egresados de la escuelita lugareña, me llamó la atención el cariño con que todos ellos se referían a una tal Nina. Era ése el apodo de una de las maestras.
Mis días transcurrían por demás entretenidos. Durante la semana meta laburo. Pero los sábados, después de una larga siesta, me empilchaba para piantarme del lugar, camino de alguna ciudad importante donde pasar una noche de parranda. Cuanto más lejos mejor, no debía llegar al paraje ningún comentario sobre mis atorranteadas: Había que mantener cierta imagen. Los domingos a la noche, ya sobrio y con cara de circunstancia, podía regresar como si nada hubiera pasado.
Uno de esos fines de semana, después de cierta orgía gastronómica, me agarró una pataleta al hígado de aquéllas. Después de pasar muy mal la noche del domingo, el lunes mandé comprar en Lazapa un medicamento inyectable y una docena de jeringas para aplicármelo yo mismo: En el lugar no había quien lo hiciera.
El caso se comentó, y no faltó algún conocido que me pidiera el servicio. Accedí primero a regañadientes, luego aparecieron otros, y el asunto se hizo costumbre. La oficina técnica se transformaba de a ratos en dispensario.
- No es de los buenos el tordo, pero siendo gratis… -
Esa actividad duró unos meses. Me preocupé de gestionar ante el municipio más cercano la designación de un enfermero para la salita de la comunidad, y tuve éxito. Lo que estuve haciendo mientras tanto, rayaba en el delito, pero ¿quién me denunciaría?
Mis andanzas como “médico” del pueblo, me permitieron conocer a otra gente del lugar.
¡Cuántas veces me habrá tentado tirarme el lance con alguna “paciente”!
En especial, alguna jovencita agraciada que sonriera con picardía. En esos casos hasta me sonrojaba. Algo raro estaba ocurriendo: El atorrante reprimía sus instintos. La comunidad lo veía como a un señor y el fulano quería estar en ese pedestal, pero por dentro…
Afortunadamente los fines de semana y lejos del lugar, podía ser el que en realidad era.

Amurado:

La cantera de mineral comenzaba a unos doscientos metros de la fábrica. Su frente de explotación a cielo abierto se extendía por 2 o 3 kilómetros. Se llegaba a pié, trepando por un camino corto y empinado, o siguiendo el derrotero de los pesados vehículos con que se transportaba el mineral: Una traza mucho más larga y con menor pendiente. Por el camino corto y como a mitad del recorrido, podía verse en medio del paisaje cordillerano, el sinuoso camino de tierra que se alejaba de la fábrica con rumbo a Lazapa. Por la tarde, cuando no transitaban los camiones, se efectuaban las voladuras de roca. Aquella tarde había estado disfrutando del espectáculo que brindan las explosiones de dinamita. Al bajar a pie, observé de lejos unas chicas que trotaban en ropa de gimnasia dirigiéndose a Lazapa. Se trataba de las maestras que trabajaban en la escuelita.
Decidido a conocerlas, encontré la excusa ideal. Compré una docena de tableros de ajedrez y los doné a la escuela, a los chicos les vendría bien. Se los entregué al único varón del grupo: El maestro Villagra. Con él comencé a jugar alguna partida de ajedrez a la hora de la siesta. Tenía oportunidad entonces de conocer la tropilla de señoritas. Con ellas, si se presentaba la ocasión, “Meta palo y a la bolsa”, total no vivían en el lugar y mis intenciones, por supuesto, no eran para nada honorables.
Una de ellas en especial, comenzó a gustarme. Como suele ocurrir en estos casos, la que menos pelota me daba: La famosa Nina, aquella que tanto querían los purretes. Para colmo, la morocha le tenía fobia a los porteños. El barba no fue generoso conmigo a la hora de repartir facha, tuve entonces que utilizar el chamuyo para salir de perdedor. Con bastante esfuerzo y haciéndome el bonito, pude al fin conseguir de ella alguna que otra cita. Con el tiempo nos entendimos, pero ya no se trataba de una aventura. La petisa, muy a mi pesar, me había echado el lazo. Cuando quise darme cuenta, había abandonado mis parrandas de sábado por la noche. Casi me había convertido en lo que aparentaba ser: Un profesional serio y con pareja estable.

El curro:

Mensualmente viajaba a Buenos aires. Tardaba más en llegar con el auto hasta el aeropuerto más cercano, que la duración del vuelo hasta aterrizar en el Jorge Newbery. Debía mantener informado a Nupidio sobre la marcha de la fábrica. En esos viajes lo conocí mejor al gordo, era realmente un personaje misterioso. Sus oficinas, desde donde manejaba tantos negocios, estaban pobladas exclusivamente de abogados y algún contador, no albergaban ingenieros. Me resultaba extraño que siempre centrara su interés en aquellas medidas que permitirían aumentar la producción, como si la rentabilidad no tuviera importancia; solo inundar el mercado y casi a cualquier precio.
Además no efectuaba retiros de la cuenta bancaria que yo manejaba. Sus instrucciones eran reinvertir todo en mejoras tecnológicas. Más cantidad y más calidad, eran siempre sus directivas.
Andando el tiempo, mi amigo Raúl trajo a su familia y alquiló una vivienda en Lazapa; quedé solo en el bulín. No había en el paraje más distracción para mí, que la partida de ajedrez con el maestro Villagra a la hora de la siesta, un par de veces a la semana jugar a ser profesor en mi “escuela” nocturna, y alguna cena con asado y vino tinto que compartía con el amigo Mariot.
En ocasiones se sumaba Prada a las sobremesas con vino y charla. Cierta vez comenté lo confiado que aparentaba ser Nupidio: Me había encomendado el manejo de la planta y no se aparecía por el lugar para controlar que la cosa anduviera bien. Mariot, con una de sus risotadas, hizo algún comentario irónico acerca de mi ingenuidad. Contó que el gordo abacanado tenía alcahuetes que lo mantenían al tanto de aquellas cosas que no aparecían en los informes. Había además en el lugar dos “pesados” de su confianza para ciertos asuntos: Uno, grandote con una cicatriz en la frente y el otro, bajito y calvo. Prada agregó algún dato sobre ese par: habían llegado al paraje unos meses antes de que Nupidio comprara la fábrica. Lo pensé después: Esos tipos vivían muy bien y no se les conocía ocupación alguna. A veces se ausentaban del paraje por algunos días, luego aparecían otra vez como si nada.
Me enteré también que la compra se había concretado por moneditas y aprovechando un crédito político. Se comentaba que Nupidio no puso dinero de su bolsillo, solo movió papeles e influencias que tenía en el orden Nacional. La fábrica estaba casi fundida, en cesación de pagos y con graves problemas gremiales por salarios adeudados. Apenas concretada la operación Nupidio se dio una vuelta, repartió unos pocos pesos y hubo algunos huesos rotos en aquellos casos en que las monedas no resultaron suficientes. El grandote de la cicatriz y el calvo bajito habían tenido algo que ver en el asunto. En realidad, el mayor trabajo del mafioso había sido convencer a los acreedores locales para que le dieran mayor plazo: ¿Pagar? ¡Minga!

La contra:

Mi fábrica tenía un competidor, estaba arrancando otra muy moderna, en un pueblo cercano. En este caso propiedad de la familia Sarpat, una de las que mayor poder político ostentaba en la región. Ese establecimiento había sido construido recientemente con una inversión que superaba cuando menos en diez veces el valor de la otra. Por supuesto que también con un crédito político, del tipo que otorgan los bancos provinciales a las empresas cuyos titulares son primos, hermanos o parientes cercanos del poderoso de turno. Testaferros que acaparan también casi todo el morlaco que maneja el estado en concepto de obra pública. Ninguna novedad por cierto, algo natural en mi Argentina.
Pero ese engendro había nacido muerto. Como la plata era dulce, la familia no había encargado el proyecto a gente seria. Prefirió utilizar los servicios de algún cumpa del entorno, el que pareciera más avispado entre los de confianza. No se preocuparon, por ejemplo, del costo del transporte de materia prima entre la cantera y el horno. Se construyó en medio del pueblo para comodidad del patán de turno. Lo que se gastaría en el sistema de filtrado del polvo que la molienda produce, tampoco era problema. Teniendo en sus manos el poder político: ¿Quién les impediría contaminar el pueblo?
Aún con esas ventajas, el engendro no arrancaba. La gente con experiencia estaba del otro lado. Con menor salario y más dedicación, con menos plata que ingenio, la vieja fábrica producía cada vez más y mejor.

El negocio:

La antigua fábrica había gozado de una época de esplendor. Después, herederos indolentes de aquellos fundadores, la habían dejado caer. Solo retiraban ganancias y nada de gastar en mantenimiento y renovación de la maquinaria, atorraban a pata suelta mientras la empresa se moría. En algún momento la familia, interesada en que esa agonía terminara en entierro, logra mediante algún artilugio colocar al frente de la misma al “ingeniero” que me precedió. Matando al enfermo podrían manejar también el precio de mercado, quedarían solos...
Comencé a entender algunas cosas: Nupidio, en una jugada sorpresiva compra el velorio, echa al enterrador y resucita al difunto. Ya estaba claro el motivo de su interés en aumentar la producción a cualquier precio.
Poco tiempo después me enteré de una reunión entre la familia y Nupidio. En lo que sería mi última charla con él, wisky y habano de por medio, confirmó la veracidad de los chimentos. Después de felicitarme por mi contribución al éxito de su negocio, me premió con un cheque extra. Mi función a partir de ese momento debía ser, con la reserva del caso, ir desmantelando la vieja fábrica que estaba molestando a la nueva. Por supuesto, la familia la había comprado para cerrarla. El gordo, con amplia sonrisa me dijo a través del humo:
- No te demores con el asunto que tengo otras cosas para vos –
El destino de esa comunidad estaba echado, se cerraría con disimulo la única fuente de trabajo y nadie podría evitarlo. La ilusión duraría, a lo sumo, un par de años más.


Se acabó el partido:

Me sentí mal en el viaje de vuelta, el vuelo no había sido bueno. Había tormenta afuera y adentro. Cuando salí del aeropuerto me metí en el auto y anduve como a los tumbos. En lugar de irme derecho al cotorro, me quedé esa noche en Lazapa. Nina era el pecho fraterno que necesitaba para recuperarme del bajón. Con la mañana llegó un poco de claridad.
Mientras viajaba por el ripio camino del bulín, me entró a dar vueltas la mollera. Cuando llegué, después de ponerme las pilchas de laburo, me fui derechito a la cantera, no quería hablar con nadie. Fumé un par de puchos mientras miraba el paraje desde arriba. Estaba en eso, rumiando fulerías, cuando observé allá abajo a dos obreros caminando con sus herramientas al hombro. Pese a la distancia podía adivinar de quienes se trataba. El que punteaba debía ser sin duda el viejo Bendanio, llevaba más de treinta años en ese trabajo; a la siga siempre lo tenía a Don Capia, como su sombra. Don Bendanio había conseguido que ingresaran dos de sus hijos en la fábrica. Supe por él, que los metió a trabajar apenas terminaron la escuela. El mayor quedaba a cargo cuando yo no estaba, era mi segundo; el otro era el jefe de depósito: Ambos de absoluta confianza. Ese viejo pasó los últimos años haciendo mejoras en una casa que ni siquiera era de él, pertenecía a la empresa. Unos meses atrás me había pedido autorización para retirar clavos: Unas chapas en el techo de su vivienda estaban flojas. Debía mostrarle la papeleta al hijo, para que se los entregara del depósito, como si hiciera falta. Don Capia, uno de los mejores herreros del lugar, estaba casi ciego. Solo veía bien el rojo de los aceros que calentaba en la fragua. Por eso lo seguía al otro de cerca, para no tropezar de tan corto de vista. Esos veteranos siempre andaban en yunta. Eran además pareja brava en el truco. La última vez me habían ganado con paliza, y eso que mi pareja era de lo mejor: El dinamitero Castillo, famoso por su “liga”.
La gente disfrutaba de un hermoso día. El sol me cocinaba la azotea atravesando el casco blanco y, al mismo tiempo, sentía un frío en el pecho, como si hubiera garúa.
Mientras bajaba despacito, me pareció que ese caserío era mi barrio en Buenos Aires, esa gente estaba siendo mi gente.
Entonces, así nomás: Armé la valija, avisé que renunciaba y me rajé.

Dedicado a Raúl, que desde arriba me sigue acompañando.

ergo


Texto agregado el 16-02-2005, y leído por 685 visitantes. (26 votos)


Lectores Opinan
13-09-2007 Su cuento es para mí un muestrario de la Argentina. Nupidio el típico chanta inescrupuloso, el personaje central, profesional que además de ganar dinero desea ejercer su profesión con idoneidad, la maestra con verdadera vocación por su trabajo, los obreros que se esfuerzan mucho a cambio de poco y cuando no los políticos que se sirven en lugar de servir. A éso se suma la exhaustiva descripción de un pueblo patagónico, la amistad entre el protagonista y quien lo conectó con el "supuesto empresario", su nuevo amor y finalmente el desencanto con quienes no resultaron ser más que estafadores morales y económicos de los lugareños. Su lectura resulta entretenida y creible. **** PeggyMen
09-01-2007 A pesar del slang que hace un poco dificil entender algunas partes para el que no habla el idioma local, un excelente cuento. Me gusta el desarrollo como de piezas, aunque la "melodía" camina, el acompañamiento va cambiando. Muy interesante estructura. Y la anécdota ilustrativa de lo que es el capitalismo salvaje. No había leido nada de usted, pero fue es un gusto. roberto_cherinvarito
26-02-2006 ¿Vaciamiento de empresas? ¿Sucede eso de verdad? Muy bueno.***** merche
19-01-2006 Me gustas mucho... como escribes. 5* sorgalim
28-12-2005 muy bueno mantiene el interés desde el principio y muy buena descripcion mis********* elidaros
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